El jueves 18 de noviembre, hace tres días, un crimen perpetrado hace casi 30 años, cerró al fin su complejo y prolongado ciclo, con la sentencia judicial que lo describe, sopesa, juzga y condena.
La Cuarta Sala Penal de Crimen Organizado, de la Corte Superior Nacional de Justicia Penal Especializada, integrada por tres magistrados: Miluska Cano, presidenta, junto con Otto Verapinto y Omar Pimentel, emitió sentencia contra los acusados por los secuestros perpetrados durante el golpe de Estado del 5 de abril de 1992.
Uno de los secuestrados fui yo. En mi caso, la acción tuvo como objetivo la detención y desaparición. Se ejecutó a través de un aparatoso despliegue militar que selló dos o tres manzanas en la madrugada del 6 de abril, para permitir que grupos de asalto, vestidos de civil pero con armamento militar, irrumpieran en mi casa. Después de mi captura, fui encerrado en un calabozo en el sótano del entonces Servicio de Inteligencia del Ejército, sin registro de ingreso, incomunicado e inicialmente negado. Era el típico mecanismo de detención/desaparición, perpetrado durante la presunta ventana de impunidad que –asumen los golpistas– se abre en las primeras horas de un golpe de Estado.
Quienes planearon y ejecutaron la acción no calcularon bien. Yo estaba preparado para su llegada (aunque no para el dispositivo orientado a la violencia letal que enfrenté), con planes de contingencia listos para entrar en acción en cuanto fuera detenido.
Los planes no funcionan bien muchas veces, pero este caso fue diferente. La reacción, sobre todo internacional, fue inmediata, contundente e inesperada para los golpistas. Se vieron obligados a reconocer, primero, que me tenían capturado, a ordenar mi traslado a una dependencia policial después y a disponer luego mi liberación.
Ha pasado desde entonces el tiempo de una generación. La dictadura fue derrotada el año dos mil; Montesinos y Fujimori fueron reducidos a prisión en diferentes momentos y circunstancias. A lo largo de los años siguientes, aquel secuestro de 1992, definió varias veces el destino judicial de ambos, y de otros personajes. Fue una de las razones por las que la Corte Suprema de Chile concedió la extradición de Alberto Fujimori al Perú; y fue también uno de los cargos que pesó condenatoriamente en su sentencia.
En cuanto a los otros perpetradores, sobre todo su jefe, Vladimiro Montesinos, el juicio que acaba de ser sentenciado empezó hace más de cinco años –en marzo de 2016–, y avanzó con esas velocidades que se comen el tiempo de la vida y que solo en raras ocasiones permiten redondearlo como un proceso terminado, tanto para la ley cuanto para la existencia. Este es uno de esos casos de excepción.
¿Puedo decir hoy que se hizo justicia? Lo que creo poder afirmar es que se sentenció bien. El sentimiento de justicia comprende, por supuesto, el caso, pero es mucho más amplio que él. En una nación en la que, sobre todo desde que empezó la peste, la democracia no ha dejado de retroceder; y cuando se agitan, coordinan, complotan y avanzan las mismas fuerzas oscuras que estuvieron detrás del golpe de 1992, no puedo sentir que una tardía pero buena sentencia, signifique justicia.
Ella llegará cuando impere con certidumbre, seguridad y propósito la democracia en nuestro suelo. Debilitada, intelectualmente confusa, anímicamente socavada, la democracia enfrenta ahora peligros grandes, que si se realizan, nos precipitarán, en un ricorsi perverso, a horas tan negras como las de abril de 1992… con los perpetradores de hoy estrechamente emparentados con los de anteayer.
Dicho esto, ¿cómo percibo este desenlace? Acompañado por memorias cercanas de hechos lejanos, separados del presente por una vida intensa, en la que traté de no permitir –y creo que lo logré– que el pasado afectara y menos lastrara mis trabajos y mis días.
En el camino, sin embargo, hubo encuentros inevitables con el pasado.
Eso pasó cuando fui citado a declarar en este proceso hace varios años, en la sala que entonces sesionaba en la Base Naval del Callao. Ocurrió a principios de agosto de 2017.
Al ingresar a la sala, pude observar a los acusados y reconocer a varios de ellos. A Montesinos lo vi luego, porque se sentó atrás. Pero estaban los otros, cuyas caras no veía desde sus tiempos victoriosos, en el poder.
Era diferente ahora. Su imagen expresaba las duras realidades de la derrota prolongada en los años. Algunos me miraron apenas, con rostro serio y contraído, nada cordial, por cierto, pero antes ajeno que hostil. Yo sentí igual lejanía ante aquel grupo antes poderoso, hoy vetusto.
Pensé en cómo habría sido su vida los últimos 17 años, cuando muchos de ellos entraron en el proceso franco de la ancianidad, encontrándose en las salas de audiencias, convertidas para varios en el centro de su vida social. ¿Qué harán cuando eso termine, si llega a terminar?, me pregunté, ¿se prolongará el juicio indefinido, la sala eterna, en la que la platea de acusados se ralea paulatina pero discretamente, mientras alguno quizá entrevé que esa sala sin tiempo es la sentencia del destino, el castigo de baja intensidad que administra el tiempo mientras avanza su cosecha?
Y pensé: si llegara a darse la última audiencia que terminara con el último de los procesos y sonara por última vez la campanilla que concluye los actuados, ¿sabrán qué hacer luego o sentirán que al acabarse la audiencia se acaba la vida?
Su derrota, por la que luché y volvería a luchar, no me dio alegría. En un conflicto largo y duro perdemos todos. Eso sentí aquel día y siento ahora.
Los intercambios con los numerosos abogados de la defensa, siguieron un previsible guión. Buena parte de ellos trató de demostrar que no la pasé tan mal. Que el secuestro había sido corto, sin violencia, sin tortura, que se me había ofrecido alimentos. Una retención, vamos.
Uno de ellos, César Nakazaki, viejo conocido, buscó demostrar que el secuestro había sido menos traumático de lo que parecía. Me parece que no tuvo éxito.
¿Cómo respondí a los argumentos de los abogados, de un arresto casi banal? Describí su violencia inherente. Varias manzanas rodeadas por soldados armados. Dos grupos de asalto en mi casa, con armas automáticas, en despliegue y actitud de combate. Engaño de identificación. Conducción clandestina al SIE. Detención incomunicada en forma total. Interrogatorio para que les diera la clave de ingreso a mi computadora. Mención repetida a “los otros métodos”. Certeza, que pude explicar en el relato, de que la acción fue planeada para inducir una resistencia, en el ambiente que se vivía y para justificar entonces la abrumadora potencia de fuego que se desplegó para lograr mi detención–desaparición; y que si eso no terminó trágicamente fue porque sus intenciones fueron previstas, detectadas y enfrentadas con contramedidas previamente dispuestas, que si no del todo certeras, sirvieron plenamente su propósito.
Ahí terminó. Hubo una conducción moderada pero firme del proceso por parte de la magistrada Cano; y los otros magistrados me parecieron siempre alertas al debate.
Cuatro años después, sonó la campanilla por última vez en esa Sala. Como dije, no siento alegría pero sí la certeza de que la sentencia fue correcta, que cierra y concluye los antiguos eventos que juzgó.
El 5 de abril ocurrió en medio de tiempos muy duros. Sus horas fueron, para mí, de altísimo peligro, que pudo haber terminado muy mal. Pero sobreviví y pude desarrollar mi vida a través de los azares que deparó el destino. Y pude ver crecer a mis hijas y luego a mis nietos. Y aunque lo asumo corto, veo el futuro como un desafío abierto al trabajo creativo, a la obra por realizar.
Sobreviví y eso me recuerda la deuda con quienes no lo lograron, con las familias que apenas pudieron despedir al ser amado, como me despedí entonces de mi esposa, y que jamás los volvieron a ver, y quedaron con desgarros que ni la muerte curará. Para ellos, ninguna otra perspectiva que el encuentro de la verdad es admisible.
A la vez, creo que junto con la verdad y la justicia debemos lograr también magnanimidad frente a los vencidos de ayer y de mañana. Hay castigos inevitables y necesarios, pero la magnanimidad debe tratar de atenuarlos … cuando sea posible. Eso nos diferencia a quienes luchamos por la democracia, de los grupos histéricos de extremistas fanáticos de la ultraderecha, en chilla estridente por los castigos eternos, las puniciones interminables; con alaridos de hipócrita exorcismo en ataque permanente a la Razón.
La Democracia, lo enseñaron los siglos, exige eterna vigilancia y la disposición a luchar, con inteligencia, vigor y denuedo, para vencer. Pero dado que luchamos por sociedades libres, tolerantes, de ciudadanos orgullosos de intentar construir la felicidad a través del respeto a la diversidad, no debemos olvidar que la generosidad en la victoria es una de las mayores virtudes y las armas más eficaces de la Libertad.