En los últimos segundos de su vuelo final, la avioneta rompió en diagonal el dosel del bosque, destrozó maleza y se estrelló en medio de la selva. El destacamento de Sinchis que salió de Mazamari en un helicóptero militar el 23 de noviembre del año pasado, tuvo que caminar cerca de siete horas desde el punto de “inserción” hasta ubicar, dentro del bosque espeso, lo que quedaba de la avioneta.
Dentro del fuselaje, desprendido del motor, estaba el cadáver del piloto. Según la curiosa narrativa del policía que hizo la descripción forense, el cuerpo estaba a la vez sentado y en posición fetal.
Cerca, en varios costales de polietileno se apretaban 356.5 kilos de ladrillos de cocaína. El accidente, era obvio, ocurrió en el vuelo de retorno. Adentro, o desparramada cerca, se encontraba la sumaria información que proporcionan los entonces ya inútiles instrumentos de los contrabandistas aéreos: el teléfono satelital, dos GPS Garmin, dos radio transmisores, dos celulares.
La avioneta tenía la matrícula boliviana CP-2890; y también un certificado boliviano de ‘Aeronavegabilidad Estándar’, que fuera del ‘Estado Plurinacional’ equivale a una declaración de fe de que las alas bolivianas pueden a veces refutar a Newton.
La destrozada avioneta, una Cessna U206G, figuraba como propiedad de Martín Rapozo Villavicencio. Puede que ello no haya dicho mucho a los sinchis que tuvieron que acampar en el monte esa noche antes de ser ‘extraídos’ al día siguiente por helicóptero hacia Pichari, pero en el grupo relativamente pequeño de policías dedicados a la inteligencia operativa contra el narcotráfico, y de los fiscales especializados, el nombre resonaba.
Antes de volar sobre las selvas montañosas, los bosques amazónicos peruanos, acarreando cocaína por los cielos, la CP-2890 había surcado los de Alaska, desde Anchorage. Al acercarse el término de su vida útil, había sido comprada, en julio de 2013 y ya bajo la propiedad de Rapozo, volado a Bolivia; una más entre las docenas de avionetas ancianas, cuyos propietarios las vendían encantados a los bolivianos en lugar de consignarlas al chatarreo.
En los años 80 y 90 del siglo pasado, un grupo de narcotraficante colombianos audaces, astutos y radicalmente inescrupulosos organizó la producción y procesamiento primario de la coca en el Perú y su transporte a Colombia mediante un puente aéreo ininterrumpido, para su refinación en cocaína antes de exportarla a Estados Unidos.
Años después, entrado el siglo XXI y convertidos ya los grandes narcos colombianos en guiones de telenovela, una nueva generación de narcotraficantes se abocó a reconstruir el puente aéreo del narcotráfico. Ya no colombianos sino bolivianos (en su mayoría); ya no al norte sino al sur; ya no manirrotos sino carcocheros; los bolivianos pusieron en el aire su remendada flotilla, en constante expansión, y desde por lo menos fines de 2013 lograron invadir los cielos peruanos, poner a funcionar y expandir el puente aéreo.
¿Cómo lo armaron, quiénes lo hicieron? ¿Cómo los combatieron hasta hoy? Aquí lo veremos.
En el 2014, con los narcovuelos ya concentrados en el VRAE, acrecentando su frecuencia día a día, y el gobierno peruano atrapado en el típico dilema de la impotencia –querer parar los narcovuelos pero sin atreverse a hacerlo, por la oposición del gobierno de Estados Unidos a que se realizara interdicción aérea–, resolvió tratar de enfrentar el problema en el suelo y no en el cielo. Se arrancó a dinamitar las pistas de aterrizaje clandestinas, que aumentaban cada día y habían convertido ya a ciertos sectores del VRAE –como Mayapo y Santa Rosa en especial– en un gran servicio aeroportuario de narcoexportación.
Ese año, las fuerzas de seguridad peruanas hicieron más de 260 operativos de destrucción de narcopistas, que fracasaron al ser prontamente reconstruidas por los narcotraficantes.
En 2015 hubo, según fuentes con conocimiento de causa en el VRAE, unas “300 o 400 inhabilitaciones” de pistas, en algunos casos cinco o siete operativos sobre una misma pista: dinamitada, reparada; vuelta a dinamitar, vuelta a reparar; dinamitada una vez más, reparada otra vez; dinamitada con ganas, reparada con entusiasmo… Eventualmente, con un alto costo y mucha concentración de energías, varias pistas fueron abandonadas y –como se vio la semana pasada– los narcotraficantes habilitaron otras en Alto Pichas, cerca de Camisea, en una masiva combinación de mochileo con puente aéreo.
Mientras buena parte de las fuerzas de seguridad, en el VRAE y fuera de él, derrochaban energías y recursos con pobres resultados, un grupo relativamente pequeño de policías especializados en inteligencia operativa, que trabajaron con unos pocos fiscales comprometidos, se dedicaron a armar la mejor información posible sobre los narcovuelos: dónde se compran las avionetas, quiénes lo hacen, cómo llegan, fundamentalmente a Bolivia; cómo justifican su legalidad; cómo entran y salen de la clandestinidad aérea.
IDL-R y Caretas pudieron entrevistar a varios de los fiscales, así como a algunos de los miembros de las fuerzas de seguridad, y también leer y estudiar varios documentos.
El trabajo de los policías fue de una eficacia notable, sobre todo por haberse hecho en forma más bien artesanal, con poco énfasis en los mecanismos formales de cooperación y mucho más en el intercambio horizontal entre colegas de unidades, o instituciones contra el narcotráfico en cada país: la Policía Federal, de Brasil; la FELCN, de Bolivia; la DEA, de Estados Unidos; la SENAD [Secretaría Nacional Antidrogas], de Paraguay… Y, por supuesto, las bases de datos accesibles por internet.
Mediante ese esfuerzo se pudo lograr un mapa dinámico y vivo de los protagonistas de los narcovuelos y sus máquinas voladoras. Así, los operativos y analistas de inteligencia operativa policial recolectaron datos de:
– Avionetas accidentadas o ‘siniestradas’: En 2014 se encontró 11 avionetas que sufrieron accidentes; y otras 7 fueron detenidas en tierra, emboscadas por la Policía. Fueron 18 avionetas, cada una de las cuales resultó una gran fuente de información. La captura de avionetas supuso también, con frecuencia, la de pilotos que, a su turno, tenían historias interesantes.
Hasta fines de marzo de 2015, se había encontrado 6 avionetas accidentadas y se pudo capturar a una. Con eso, hubo 25 historias reveladoras de aeronaves que, a la vejez, devinieron narcoavionetas.
El avistamiento, con fotografía y vídeo de avionetas en el VRAE [unas 25 más] permitió identificar a casi 50 avionetas en total.
Con los datos de registro boliviano, fue posible saber el nombre de los dueños; el número de placa que tuvo en Estados Unidos; en manos de quién estuvo; por cuánto la vendió y a quién.
Así, emergieron informaciones interesantes y reveladoras.
• Martín Rapozo Villavicencio, el dueño de la trágica avioneta CP-2890, accidentada en noviembre de 2014, habría exportado desde Estados Unidos a Bolivia más de 30 avionetas. IDL-R y Caretas han podido ver los números de serie de 33 aeronaves, muchas de las cuales aparecen también con el número de matrícula boliviano con el que después aparecieron volando sobre los cielos del VRAE y el Pichis-Palcazu.
Varias de las aeronaves de Rapozo fueron inscritas a nombres de obvios testaferros, pero también bajo el nombre de un hermano, Fernando Rapozo.
El nombre de Rapozo aparece repetidamente asociado a la historia de avionetas avistadas, capturadas o accidentadas en el Perú.
El 13 de febrero de este año, por ejemplo, según informaciones de las fuerzas de seguridad, estas descubrieron los restos de una avioneta accidentada e incendiada en la selva de Pichari. El número de serie del motor pudo, sin embargo, ser identificado. Se trató de un motor de avión comprado por una empresa en Opa Locka, Florida y exportada a “Rapozo Export” en Santa Cruz, Bolivia.
De la treintena de avionetas compradas por Rapozo en Estados Unidos [donde tiene residencia, en Tarpon Springs, Florida] y exportadas a Bolivia, la CP-2859 fue capturada, según las fuerzas de seguridad, en julio de 2014. La CP-2721 fue capturada en septiembre de 2012; mientras que la CP-2812 se accidentó tres días después que la CP-2890, ambas a fines de noviembre del año pasado.
Si en términos de seguridad aérea, Rapozo y los demás narcotransportadores bolivianos hacen que las líneas de micro más letales de Lima parezcan paradigmas de seguridad, no se debe olvidar que esas avionetas son compradas, casi todas, al final de su vida útil y que aquí, en el puente aéreo de la droga, cada viaje es ganancia y cada vuelo ordenado por los traficantes significa el lucro para ellos y el desprecio por las vidas de los demás.
El hecho es que Rapozo, y otros aerotransportistas de la droga, como el clan familiar Álvarez Suárez, han podido importar verdaderas flotillas aéreas que lograron construir un puente aéreo que intensificó enormemente el narcotráfico en el VRAE durante los últimos dos años y medio.
La nueva ley de interdicción aérea podrá lograr resultados prontos si se aplica con inteligencia y buen criterio operativo. Muy pocas personas entre las que han enfrentado y enfrentan cotidianamente el narcotráfico dudan de su necesidad. Según Jorge Chávez Cotrina, fiscal coordinador contra el crimen organizado, “La norma es adecuada, necesaria. No es precisamente un secreto que todos los días estaban ingresando avionetas, llevando droga. Y ni la Fiscalía, ni la Policía podían hacer nada. Porque no había cómo interceptarlas. [Ahora]los narcotraficantes van a dejar de entrar a nuestro espacio aéreo […] esta norma era una necesidad desde hace muchísimo tiempo.”
Según la procuradora antidrogas Sonia Medina, la ley “es una herramienta muy buena que debió reanudarse hace muchos años. […] Yo creo que ahora ha habido decisión política de afrontar este tema. El asunto está en que se cumpla correctamente”.
Está claro que la interdicción aérea será una operación compleja, que requerirá esfuerzo, coordinación con las autoridades vecinas y protocolos razonables e inteligentes. Además, no se debe esperar que sea la herramienta que termine con el narcotráfico. Pero sí permitirá derrotar el peligro que todavía representan los narcovuelos y los mafiosos hasta hoy impunes que los controlan.