Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2324 de la revista ‘Caretas’.
Esta semana les voy a contar una historia. Todo lo que relata es verdad, con excepción de los nombres, cambiados en los casos de las personas y
callados en el de las dependencias. Ya verán porqué.Miguel es un empresario mediano que lucha por no hacerse pequeño, aunque con el tiempo que dedica a los trámites –el siguiente más estúpido que el anterior– su encogimiento parece garantizado.
Pese a todo, las cuentas de su compañía se mantienen ordenadas gracias a la eficiente técnica contable que trabaja en su compañía.
Josefina tiene apenas 21 años y vive en un asentamiento humano en Villa María del Triunfo.
Sus padres llegaron a Lima de la Sierra con poco más de lo que tenían puesto, huyendo de la violencia durante la guerra interna. Sobrevivieron tristezas, desarraigos y privaciones; y, luego de años de esfuerzo, construyeron de a pocos su casa de un piso, ladrillo a ladrillo, con sus propias manos.
Óscar, el padre, tuvo una breve primaria y trabaja como obrero. Con gran esfuerzo, él y su esposa lograron que sus dos hijos – Josefina y Alejandro– se gradúen en carreras técnicas.
Óscar ahorró todo lo que pudo. Los dos chicos, que empezaron a trabajar apenas se graduaron, también ahorraron. Y cuando tuvieron lo suficiente decidieron invertir su dinero y ponerlo a trabajar como ellos lo hacían, parejo y sin descanso.
Compraron una camioneta combi usada, para alquilarla en una ruta simple y que les reporte ingresos. La combi era una camioneta vieja, viuda de varios odómetros, pero de esas cuyo motor todavía ronronea cuando uno les mide el aceite con cariño.
Era su primer capital y su primera inversión. Orgullosamente la estacionaron frente a su casa y le contaron a los vecinos curiosos cómo el proyecto se había hecho realidad.
El teléfono timbró al día siguiente de haber estacionado la combi veterana. También sonaron los celulares de Óscar y de Josefina.
Los que llamaban no tenían nombre pero sí mensaje. Que tenía que pagar cupo para que la combi circule. Un pago diario para protegerla, para “que no se queme y pueda circular”. Podían ponerse de acuerdo sobre el monto en una conversa, pero pronto porque con tanto ladrón y pirómano, se la podían quemar en cualquier momento.
Llamaban al padre, llamaban a la hija, llamaban a la casa y la familia se desesperó. No sabían qué hacer, a quién acudir. Tampoco tenían dinero para pagar la extorsión. Habían puesto toda la plata en la combi que se transformó de un momento al otro de esperanza en maleficio, de inversión en miedo.
Porque el miedo te sigue, Josefina se puso a llorar en su trabajo. Miguel, su empleador, escuchó los sollozos que querían ser discretos, dejó de pensar en trámites y le preguntó qué le pasaba. Ella, después de dudarlo, medio por vergüenza y mucho por miedo, le contó.
Miguel no había leído «El héroe discreto», pero piensa como Felícito Yanaqué en cuanto a chantajes. Conocía, además, a algunos oficiales en la Policía y buscó a quien él consideró el mejor para enfrentar este caso.
Ricardo es un oficial de alto grado en una de las direcciones operativas de la PNP. Vive también en el mismo populoso Villa María del Triunfo, en una casa modesta con un modesto pasar. En suma, Ricardo es un oficial honesto, totalmente dedicado al trabajo policial.
El policía recibió cordialmente al empresario, y le dijo que la visita también servía para despedirse. Le contó que lo habían cambiado de unidad y destinado a una oscura dependencia administrativa, un palo de gallinero institucional.
¿Por qué? preguntó Miguel. Porque había hecho demasiado bien su trabajo de investigación operativa.
Pero, dijo Ricardo, la buena noticia es que le quedaban unos días más en la unidad operativa y todavía podía dar órdenes. Llamó a un oficial de menor grado y le encargó a este y su grupo operativo el trabajo de investigación y protección de la atribulada familia.
Pareció que el sol había salido y que se daba un caso en el que el Estado intervenía con energía y eficacia para proteger a ciudadanos de a pie amenazados por el crimen.
Los policías, cuatro de ellos, llegaron a la casa humilde con la combi vieja (ayer esperanza, hoy amenaza) estacionada al lado, entrevistaron a la familia, preguntaron, miraron, sopesaron.
«Óscar les informó que se había deshecho de su capital, que ya no había combi, ni negocio ni nada que quemar»
Diez días después, Miguel volvió a escuchar el llanto caleta y vio a Josefina no solo llorosa sino con semblante de miedo y desesperación.
Cuando se animó, contó lo que había pasado.
En el segundo día de su misión, los policías le dijeron a Óscar que llegar a su casa era un gasto de gasolina que él tenía que reponer. Eso en cuanto a la movilidad. Pero además había que almorzar. Ya no podían comer en la unidad porque estaban afuera para cuidarlo. Que no tenían ellos porqué pagar la comida, así que “tienes que apoyarnos”.
Óscar compró alimentos, para prepararles la comida en casa. Nada de eso, dijeron ellos, que los invite a almorzar en una cebichería de la zona. El obrero, ya asustado de ellos, tuvo que ir y pagar la cuenta de todos.
Las llamadas telefónicas se duplicaron en la casa de Óscar y su familia. Los extorsionadores no habían parado de llamar e incrementaban paulatinamente su presión. Y también llamaban los policías para pedir plata para la gasolina y para comer.
Pocos días después le informaron que iba a haber una celebración institucional y que Óscar tenía que ponerse con algo.
Lo sangraron cuatro veces, cinco veces.
La desperada familia se sentía atrapada. Al lado, la combi que había completado la metamorfosis de capital a maldición. Que sin moverse un centímetro ya los había llevado a través de gastos y toda la gama de miedos.
Si los sueños empresariales se transforman en pesadilla de miedo, la solución tenía que ser audaz.
Con cautela sacaron la combi de la casa. Como nadie tenía brevete en la familia, lograron que un vecino la conduzca a uno de los corralones de venta informal de vehículos, donde luego del malbarateo de la carcocha, sus perspectivas de recuperar una fracción de lo invertido son tenues.
Cuando lo llamaron los extorsionadores y cuando le pagó el último almuerzo a los policías, Óscar les informó que se había deshecho de su capital, que ya no había combi, ni negocio ni nada que quemar.
Así que Óscar dejó de ser empresario y volvió a ser obrero.
Su familia está por ahora tranquila. Saben que van a llorar por la plata que perderán en la venta de la combi usada, pero llorarán sin miedo. Y pensarán, no en un sendero ni en el otro sino en cómo defenderse en el futuro de tanto desgraciado.
Al final, algo de justicia se infiltró en un epílogo imperfecto. Gracias a las dilaciones burocráticas, el cambio de Ricardo, el alto oficial, se demoró. Informado por Miguel de lo que había pasado, en medio de la decepción y la furia, logró el inesperado tiempo suficiente como para sacar de la unidad operativa a los cuatro policías para que, por lo menos, hagan daño en otra parte♦