En un mundo que se entalla cada vez más a la medida de los geeks, se hace inevitable vivir rodeados por lo febrilmente efímero. La precocidad de ayer es el anacronismo de hoy. Y como quien no se adapta muere, hasta las ovejas orwellianas —que siguen el compás dominante aunque no lo entiendan— buscan balar binariamente.
En esta era se supone (pregúntenle si no a Snowden) que quienes controlan la tecnología han conseguido la ubicuidad y que la vigilancia sobre las comunicaciones y las geografías es virtualmente instantánea y completa. Que no hay diálogo realmente secreto ni topografía suficientemente recóndita. En el ámbito militar pudo suponerse (y vaya que no pocos expertos lo hicieron), que las insurrecciones guerrilleras o, para decirlo en términos más generales, las guerras irregulares, eran anacronismos no solo inevitables sino consumados. Las guerrillas formarían junto con los escuadrones de caballería entre las brumas crecientes del pasado.
Sabemos, claro, que los hechos demuestran que no es así. En verdad, pocas veces en las últimas décadas la guerra irregular ha alcanzado la importancia que tiene ahora en el brusco giro de suertes, el cambio veloz de escenarios, el avance brutal de invasores como sucede ahora desde Mesopotamia hasta Afganistán.
En el siglo XX las guerras irregulares fueron decisivamente importantes para definir el curso de la historia en buena parte del mundo. Desde Yugoslavia y China hasta Vietnam y Cuba y sus réplicas y dúplicas. Con toda su terrible cosecha de sangre, barbarie y tiranías, estas guerras fueron por lo general dirigidas por movimientos seculares, revolucionarios, independentistas o ambas cosas, predicados en ideologías que apuntaban a un futuro inspirado en la visión decimonónica del progreso incesantemente perfectible por acción del conocimiento.
Las guerras irregulares del siglo XXI son explosivamente retrógradas y no alimentan su causa con visiones del futuro sino de aquel pasado profundo que desde la Ilustración se consideró lejano y oscuro. Sin embargo, ahí están, los emires y derviches posmodernos alimentando las guerras de hoy con visiones ardientes de las yihad medioevales y logrando espectaculares conquistas militares en territorios abiertos en los que se hubiera supuesto que fuerzas regulares tenían todas las ventajas.
Lo curioso es que lo poco que queda ahora de insurrecciones marxistas en el mundo (en Latinoamérica las FARC y el ELN en Colombia; el metamorfoseado remanente de Sendero Luminoso en la región del VRAE en Perú) parecen anacrónicas, envejecidas, irremediablemente passé, mientras que los movimientos integristas musulmanes avanzan inspirados en convicciones que ya sonarían reaccionarias en el medioevo pero que no tienen problema alguno en concitar la espantada atención del mundo actual gracias a la conquista depredadora, la masacre ostentosa, el dogmatismo que acorta la deliberación con la decapitación.
El hecho es que hoy por hoy, en la región que es la cuna de la civilización (y de sus enfermedades), un ejército que le hubiera parecido peligrosamente extremista a Harún al Raschid cortó como a través de mantequilla los balbuceos de resistencia del corrupto ejército irakí; golpeó y empujó inicialmente al Peshmerga kurdo; y rapiñó, destrozó, esclavizó a grupos inermes como los yazidíes, con los crueles derechos de los guerreros y rapiñadores primitivos, perpetrados muchas veces por jóvenes europeos reclutados en el sueño sangriento de la yihad, que en el cruce de fronteras hacia el pasado brutal llevaron el conocimiento necesario como para proclamar a través de los bancos de computadoras de youtube los festivales de sangre que suceden a cada victoria.
Esta realidad es una distopía que pocos hubieran considerado probable unos pocos lustros atrás. Desde el punto de vista militar, en cuyo ámbito se definirá la victoria o derrota de este choque, ni siquiera de civilizaciones sino de edades históricas, hay preguntas pendientes tanto fascinantes como existenciales. ¿Cómo se formó, en plena era Snowden, un ejército virtualmente completo casi de la noche a la mañana, que apareció funcionando con un complejo comando y control, capaz de librar agresivas campañas en varios frentes a la vez, sin que ningún ojo digital lo haya visto, ninguna supercomputadora alertado?
Hay algunas respuestas parciales, muy insuficientes en conjunto. Mientras los hechos se resuelven o complican, este tiempo, producto de una civilización que a través de sus males y fracturas no paró de avanzar desde el pasado, habrá de definir muy pronto, y en muchos lugares lo hace ya, si la halitosis del medioevo será o no el aroma del futuro.
(*) Publicado el 19 de noviembre en El País, de España.