El soldado los anunció y los invité a pasar: se trataba de tres técnicos de una empresa de telefonía celular. El calor a esas horas es como un dios candente que se cuela hasta por debajo de las camas y los torturaba. Además del calor, los carcomía la intranquilidad. Habían venido de lejos a instalar una antena como parte de un convenio estatal y una vez que refirieron la ubicación y coordinaron con el municipio local, comenzaron a hacer su trabajo. La ilusión de algunos habitantes foráneos –personal médico, ingenieros de paso y militares– de que por fin podrían tener comunicación con el exterior, parecía tomar cuerpo.
Aunque no tanto.
Cuando los técnicos comenzaban a alistar sus herramientas para levantar la antena, observaron que un nutrido grupo de pobladores se les acercaba. Primero creyeron que era la lógica curiosidad que produce lo moderno. Lo hemos vivido tantas veces: ¿quién no se detiene ante lo inédito? Sin embargo, los pobladores no venían por eso, sino para impedir que la antena sea instalada. La razón la dio el convencido líder de la improvisada protesta:
— Nos va a dar cáncer. Las antenas dan cáncer al cerebro.
Hace pocos años, casi con la apertura de la carretera también llegó la televisión por cable. Producto de este boom de informaciones, se generó el concepto local de que las antenas de celular producían cáncer cerebral, difundido a través de reportajes televisivos y nadie se encargó de desmentirlo. Los temores colectivos suelen ser así de tajantes e impermeables a la explicación lógica, porque he oído en el mismo poblado que la gente teme al “chupacabras” con una certeza que parece que viviera en una casa de la calle principal o fuera un oscuro vecino que sale a cenar en las chacras de cacao por las noches.
Los técnicos estaban alarmados, pues su insistencia podía terminar en su propia tragedia. Nada más temible que la justicia popular. La población tampoco iba a dar marcha atrás; preferían no tener señal a enfermarse. Así que hablé con mi comandante –a quien tampoco ya nada le asombra–, y resolvimos que la antena se coloque en el terreno de un agricultor, muy cerca de la base militar y alejada del centro del pueblo. Con eso, la antena estaría a buen recaudo y nadie podría echarle la culpa de sus futuros males.
Se ha trabajado varios días y los propios soldados ayudaron a cavar los pozos para enterrar los soportes. Finalmente, la antena comenzó a irradiar su señal y los aparatos celulares cobraron vida musicalmente. “Hay señal”, dice la gente, con una soslayada satisfacción, que va entre el rango de poder comunicarse y creer que no hay peligro de muerte. Por las tardes, cuando el sol se vuelve más impertinente, salen de sus casas y bajo cualquier sombra digitan, hablan, transan citas, o ríen. Unos días después, bajando por la ruta que cruza la antena, me crucé con unos niños que se apuraban entre sí.
— Pasa rápido, que allí está la antena y te puedes enfermar, decían.
Entiendo que a veces la gente puede vivir a expensas de un demonio inmóvil, si es que le conviene.