El coronel tiene el rostro que uno se imagina para una película bélica; sumamente adusto. No tendría que ni pasar por un casting. Acaba de llegar de Lima y si los limeños de a pie se quejan del calor de un febrero cualquiera, en este reino simplemente se derretirían.
Pronto, el coronel siente que la soflama lo desborda. No solo lo asfixia la carga abrasiva del sol selvático, sino la catapulta de cosas que se manejan en un conflicto: el sonido de los helicópteros, los disparos del campo de tiro, las llamadas alertando sobre la ubicación de las patrullas, las órdenes de entrar por aquí y salir por allá, las miles de necesidades y las informaciones sobre columnas dispersas que andan al acecho de cualquier yerro nuestro.
A la hora del almuerzo me siento con el coronel y comentamos ciertas cosas de rutina o muy urgentes, hasta que me cuenta que al llegar a su oficina abrió su computadora y descubrió que su hijo de catorce años había roto su contraseña para dejarle un mensaje en la pantalla: “aunque nunca te lo diga no sabes cómo me duele cuando te vas a la selva. Te quiero papá”. Levanto la cara y veo los ojos verdes del coronel ponerse más vidriosos que de costumbre y ese rostro de película de acción y puñal en la boca pierde la dureza de mármol a la que estamos habituados.
— La verdad que me quebró, me dijo.
Yo no me quedo atrás. A las cuatro de la tarde, calculo que mi hijo de cuatro años ya está fuera del jardín escolar y lo llamo por teléfono. “¿Estás de viaje papá? ¿Eres valiente papá?”, pregunta. Me promete insistentemente que ahora sí va a comer su comida, como condición sine qua non para que vaya a verlo. El otro día casi se me parte el alma. Me cantó por teléfono La gata Carlota. Era la primera vez que lo oía cantar desde que me fui, hace más de un año. Sentí que se me abría una grieta desde la garganta hasta el estómago. La verdad, tengo menos miedo de perder una pierna, que perder su amor.
No somos los únicos. A diario soy testigo de estos diálogos, en los que oficiales, suboficiales y sargentos intentan como sea sostener el vínculo con su familia. Inevitablemente, oigo como ordenan la disciplina de sus hogares, las tareas escolares, los paseos familiares (en donde ellos no estarán), la matemática algebraica –y en ocasionas ilógica– de los gastos caseros, la salud lejana o los permisos para la fiesta.
Los keyword de nuestra vida militar aquí son más o menos estos: patrulla, raciones, pilas, GPS, formar, helicóptero, pistas, terroristas, camarada, soldados, helipuerto, eje vial, eje energético, control territorial, armamento, exposición, instrucción, accidente, medidas de seguridad, spot, ¡Cuidado! ¡No vaya a ser! y por si acaso, toda orden es con un documento.
Pero sea como sea, en algún momento del día, se las ingenian para que sus familias no se les pierdan en esas nubes que se forman con la distancia.
***
Una sirena anda suelta: lo escuché temprano entre unos suboficiales: una sirena había sido capturada en el río Apurímac por un hovercraft naval. Como he relatado antes, a veces la ficción y la realidad apenas se dividen por un hilo difícil de cortar. Al menos, mientras el Perú no termine siendo sepultado por el cemento de las ciudades, el rumor de lo sobrenatural siempre convivirá con nosotros. Por la tarde, la noticia era que la Municipalidad había entregado a la sirena –que a esa hora ya no era sirena, sino mujer boa—a la Marina de Guerra.
El rumor salió de Pichari, se fue a las comunidades de alrededor y retornó más gigante: la sirena boa había sido capturada por unos nativos ashánincas en una laguna del interior y fue diligentemente entregada a las autoridades. Tenía el cabello rubio y el rostro femenino un poco afeado, seguro por el efecto de tanto tiempo bajo el agua. Al día siguiente –no sé si de curioso o porque ya estoy contagiado de las creencias—le pregunté a un técnico si tenía conocimiento del tema y no solo me dijo que sí, sino que también tenía el video. Lo revisé y, sin ser un perito, observé la cosa extraña filmada, pero con poco grado de credibilidad.
Con eso desestimé a la sirena, pero al parecer sigue suelta. Más tarde, estuve caminando por el portón del Fuerte Pichari Baja, cuando vi que un soldado de guardia, muy incómodo, mandaba a rodar a una mujer. Me acerqué para ver qué pasaba y el soldado me dijo:
— ¡Han venido toda la mañana!
La mujer se defendió:
— Pero si ustedes tienen la sirena. No les cuesta nada enseñarla un ratito. Tengo hasta para pagar mi entrada.
Me quedé intrigado. Tenía dos opciones: o explicarle a la mujer que la sirena no existía y es un cuento quién sabe de dónde; o sancionar al oficial de guardia, por no informar sobre el ingreso de una sirena indocumentada a un cuartel militar, con el agravante de estar en una zona de emergencia.
Recibo recomendaciones sobre este particular caso.
(*) Escritor y militar, el mayor EP Carlos Enrique Freyre lleva la literatura donde lo lleva el servicio.
Ahora Freyre sirve en el VRAE, donde a la par del cumplimiento de sus deberes de oficial, escribe notas, pensamientos y relatos sobre la intensa y conmovedora realidad que observa.
Son sus “Diarios de guarnición”, la columna que IDL-Reporteros publica cada 15 días.