Teófilo Bernabé es el personaje de una novela. Específicamente de la primera que publiqué, a finales del 2010: “El Fantasmocopio”. Es la historia sobre un muchacho de origen aymara que resulta ser un genio y nadie lo sabe. Impelido por razones de amor, Teófilo fabrica una máquina para ver a los muertos, solo para satisfacer su deseo de volver a ver a la persona que más amaba; sin entender lo que la aparición del invento produciría en la humanidad, cuando esta conoce de su existencia.
Pero el personaje de la novela tenía su origen en el mundo real. Un muchacho al que yo había visto desde que tuve uso de razón. Se llamaba Teófilo Bernabé Chura Limachi y era de Desaguadero, Puno. Cuando Teófilo tenía unos nueve años, escapó de su casa y terminó trabajando en la panadería de mis abuelos, en la costeña ciudad de Camaná. Allí lo veía; haciendo pan y pasteles y vigilando que no haga travesuras, como las de meterme en el horno para ver que había adentro. Cada vez que iba a hacer algo, me decía:
— ¿Estás loco tú?
Otra cosa que veía hacer a Teófilo era escribir a máquina. Como mi abuela también administraba una agencia de transportes interprovincial, Teófilo hacía varias de las funciones que comprendía el trabajo de oficina. Llenar guías, recibir encomiendas, pesarlas, tipear manifiestos de pasajeros, limpiar con petróleo el piso de madera y conducir un triciclo por las calles de Camaná —conmigo trepado— repartiendo correspondencia. Y así pasó 25 años de su vida. En una casa enorme, con una parentela numerosa que no era la suya. Mis primos llegaron a llamarlo el “tío Filo”.
Un día, con mi abuela ya radicando en Lima, Teófilo le pidió a uno de mis tíos poder viajar a Puno. Después de tantos años, a lo mejor, podía encontrar a sus familiares. Sabía el nombre de su padre. Mi tío Enrique le obsequió un pasaje en avión y después de llegar a Juliaca, siguió la ruta que conduce a Desaguadero. No reconoció nada; estaba perdido, con apenas chispazos de recuerdos. En eso, se acercó a un grupo de gente y se le ocurrió preguntarles, si por casualidad conocían al señor Chura, su padre.
— Si. Es ese señor que está allí parado— le señalaron.
Teófilo lo reconoció. Caminó una corta distancia y se le plantó al frente: — Hola, papá, soy Teófilo, tu hijo. No sé si te acuerdas de mí.
Al papá de Teófilo casi se le sale el alma por la boca. Creía que había muerto, en esos tiempos en que morir sin registro era sumamente fácil. Tenía otros hermanos y hermanas que se dedicaban al comercio. Regresó a la casa con mi abuela, donde estuvo por un corto periodo, alistándose para iniciar una nueva vida. Luego, volvió al Altiplano del cual salió, y nunca más lo volvimos a ver.
***
Teófilo sigue siendo un tema recurrente en mi entorno. Mis tíos lo recuerdan como parte de su adolescencia y su juventud. Conforme se fueron haciendo hombres y teniendo su propia familia, él estuvo siempre allí. Con las canas más asentadas, es parte recurrente en sus conversaciones. Pero quien está más pendiente de esa ausencia es mi abuela.
Casi sobre el siglo de edad, y aunque no lo confiese, a ella sí le ha hecho falta. Debió haberlo visto por primera vez alrededor de sus 40 años, sin imaginar que la acompañaría hasta que la cabeza se le convirtió en una corona de plata. Por eso, ahora que sabe que me encuentro en Puno, tengo el encargo de buscarlo y traerlo:
— Haz esto por esta vieja que te crió.
Ha sido una mujer fuerte, testigo de las peripecias del país desde el gobierno de Augusto B. Leguía. Fue capaz de sacar adelante a una familia a pesar de los terremotos y maremotos que asolaron su ciudad. Yo, más que su nieto, he sido algo así como su hijo menor y puede todavía darme órdenes desde su silla de ruedas. Le prometí que lo buscaría, y se lo traería.
En otras circunstancias, no sería una tarea compleja. Ahora sí lo es.
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Hasta donde he podido rastrearlo, Teófilo vive por Kelluyo, comunidad cercana a Desaguadero y uno de los epicentros de las protestas que no han cesado en esta región del país desde diciembre. La vida no es normal. Piquetes de personas bloquean calles en el área urbana, con unos días más intensos que otros. Hay jornadas —llamadas “paro seco”— en que es difícil moverse pues en una ciudad que yo veo como rectangular, paralela al hermoso lago, siempre habrá manera de trancar las calles. Personas enmudecidas las recorren a pie por la ausencia de transporte público, como una procesión itinerante en una ciudad sin autos.
Para hacer sentir que la protesta es inagotable, los organizadores se turnan. Un día son las combis, otro los taxis, otro los mototaxis. Se turnan los mercados, los gremios, las comunidades, las asociaciones. También se relevan los que montan bloqueos. Se oyen silbatos a ciertas horas; con marchas dispersas en las que se entreveran cánticos en contra de la presidenta y los lamentos millonarios de Shakira contra Piqué.
En la búsqueda de Teófilo y de cumplir la promesa que he hecho, debo ir hacia el sur bordeando el Titicaca, hacia un lugar donde evidentemente soy el enemigo. ¿Debería ir solo? ¿Esperar que la cosa amaine? Ahora, tampoco sé cómo estará Teófilo. No sé si me reconocerá, si seguirá teniendo cariño por mi abuela. Quizás él y su comunidad me vean, desde mi atuendo de militar, como una fuerza hostil o una amenaza. ¿Seré su enemigo? O interpondrá esa sonrisa, donde relucía un diente de oro; que es lo que más recuerdo de él.
Aquí, la realidad es un espejismo sobre miles de viviendas sin pintar. La dinámica está marcada por las piedras y los temores de uno y otro bando. Lo radical se ha hecho común y lo antirradical, compuesto mayoritariamente por quienes han sido afectados por la inmovilización económica, comienzan a hervir juntos en una olla. Este es un incendio cuya mecha comenzó a encenderse hace más tiempo de lo que parece. Si acaso, alguien tuviera una victoria —una renuncia, una disolución— apenas será un nuevo escalón alcanzado para quienes tienen entre sus planes un ideal más grande, que se dibuja en nuestra propia cara.