Por las mañanas o por las noches o cuando se terminan los momentos de instrucción se oye a los soldados cantar por batallones, y es como si el Fuerte tuviera vida propia y el calor deja de ponerse como un león. Entonan marchas de origen francés como la “Madelón” o la emocionante “Cruz de Guerra” y otras de hechura nacional y que han trascendido generaciones: “El voluntario”, “Mi patria y mi bandera” o “De Lima a Chorrillos”.
Yo me sé bien los cánticos. Y no porque quiera. En el segundo año de cadete tuve un jefe de sección –el teniente Amado—que tenía un fino sentido musical. Además, por cosas del destino, sus padres me habían enseñado ciencias sociales en el colegio secundario. La única manera de encolerizar al relativamente tranquilo jefe de sección era esa: no entonar bien las canciones, en esas partes que requiere un poco de detalle como “que a su frente la paaatriaa algún díiaaa, ceñiráaaa, cariñosa el laurellll”.
Entonces si nos salía mal, que era la mayoría de veces, el teniente se convertía en nuestro enemigo y las jornadas en la pista de combate o en el famoso Mamelón (que felizmente ya no existe) donde teníamos que cargar a nuestro herido ficticio y llevarlo cuesta arriba en un remolino de polvo, se hacían interminables. A ese paso, fácil que nos sacaba sopranos. Y los cadetes de las otras secciones no tardaron en ponernos un sobrenombre que jamás quisiera un aspirante a guerrero invencible: los Toribianitos.
Las canciones nos devuelven la vida que no tenemos o por lo menos hacen que el escozor del conflicto, en cualquiera de sus formas y variantes, se haga una cuestión más amable y a la vez honorable. Tal como en “Cruz de Guerra”, en la que un soldado que ha quedado ciego por efecto de combate le canta a su amada: “con orgullo has de lucirla, me ha costado no poder ver más, la gloria de tu cara…”
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El Eje está terminando de tomar forma.
Suelo ser un poco lacónico para relatar nuestros éxitos –no hay nada más pesado y de mal gusto que el autobombo—pero no puedo dejar de mencionar los avances del eje vial Quinua-San Francisco, pues me resulta emocionante. En otros artículos he explicado las dificultades de la construcción de esta vía que une la sierra ayacuchana con la selva de Cusco. He sido testigo de excepción de emboscadas, tiroteos nocturnos y de los padecimientos que significa para el cuerpo vivir a la intemperie, empapado por la lluvia, con la amenaza de que un cerro enclenque caiga encima de las carpas (ha ocurrido) o que un ventarrón arranque de raíz tu alojamiento (eso también ha ocurrido). Las largas noches sin más techo que el manto de estrellas. O cosas bajo el límite de lo inverosímil, como cuando el 5 de diciembre del año pasado detuve a un transportista y le pregunté si por casualidad había visto una columna armada cerca de la carretera. Me respondió:
— Sí, están pasando esa curvita.
Por eso me dio un gusto enorme recorrer su amplitud asfaltada. Los pueblos tienen otra forma con las veredas y cunetas en su sitio. Hacíamos casi nueve horas, si es que no llovía, desde Huamanga hasta San Francisco. Hoy ese recorrido se puede hacer en cuatro horas y media. En las películas de terror, el pánico suele terminar cuando se hace la luz. En la época de terror que le ha tocado vivir a esta región de nuestro país, la luz terminará de encenderse el día que la carretera esté completa y nosotros mudemos nuestras bases y trastos de combate a otra parte, pues significará el inicio de una nueva vida para las poblaciones. Claro, siempre lo bueno viene con sus imperfecciones: los choferes de camioneta 4 x 4 que hacen ruta de colectivo terminan con más facilidad en el fondo del río Piene y los ingenieros dicen que ni las vallas serán el remedio para los corredores de pique interprovincial.
Esto es algo que siempre le voy a contar a mi hijo.
Desde la distancia, este trabajo de hormiga no se aprecia. Hasta la fecha, se han destruido 200 pistas de aterrizaje clandestinas, incautado alrededor de cinco toneladas de droga y capturado trece avionetas con cinco pilotos; además de miles de operaciones de control territorial, de protección del eje que lleva el gas a nuestras ciudades y de acciones contra el terrorismo que se hacen a diario, sin descansos, sin domingos ni feriados.
Repito que no es autobombo. No lo necesitamos, pero siempre es bueno dejarlo sentado por escrito. Esos detalles renuevan la confianza de los peruanos en que el futuro será mejor. Y que está, si es que queremos, a la vuelta de la próxima esquina.
(*) Escritor y militar, el mayor EP Carlos Enrique Freyre lleva la literatura donde lo lleva el servicio.
Ahora Freyre sirve en el VRAE, donde a la par del cumplimiento de sus deberes de oficial, escribe notas, pensamientos y relatos sobre la intensa y conmovedora realidad que observa.
Son sus “Diarios de guarnición”, la columna que IDL-Reporteros publica cada 15 días.