En la magistral interpretación de Meryl Streep como Margaret Thatcher, el tiempo viene y va desde un presente de brumas. Mientras la mente se oscurece y la realidad se entremezcla con la ilusión y la alucinación, el pasado sí aparece nítido, con episodios decisivos, sin ambigüedad ni duda ni claroscuros, en el campo de las pocas pero eficaces ideas y del dominio de la voluntad que cambió la Historia.
Ronald Reagan y Margaret Thatcher fueron aliados cercanos, y ambos son considerados por muchos como los principales vencedores de la Guerra Fría.
Es curioso que ambos líderes, Reagan y Thatcher, perdieran la lucidez mucho tiempo antes de morir, por efecto de la enfermedad de Alzeheimer y la demencia senil en uno y otro caso.
Viendo las fotos de ambos juntos en el momento del colapso del mundo soviético, uno se pregunta si entonces estos victoriosos líderes de occidente tuvieron la capacidad visionaria para conducir a su bloque de naciones por un camino previsto, o si más bien no se trató del triunfo de la visión sino del de la mera voluntad, ayudada quizá por la atenuación intelectual que simplificaba el camino, lo hacía binario, con más necesidad de perseverancia que de inteligencia.
Margaret Thatcher no fue precisamente una demócrata convencida y coherente. Su apoyo al dictador Pinochet cuando este fue arrestado en Londres, indica que para ella tuvo más importancia la alianza de intereses que la de principios. Su declaración en marzo de 1999, de que Pinochet trajo la democracia a Chile no solo fue inexacta, miope y profundamente ofensiva para las víctimas de esa dictadura criminal, sino reveló también la corta latitud de su razonamiento. No importaba cuán torturador, ladrón o asesino hubiera sido, si fue su aliado y si fue anticomunista, eso bastaba a Margaret Thatcher para apuntalarlo y defenderlo.
Sin embargo, Thatcher ayudó, de seguro sin preverlo y probablemente sin quererlo, a acelerar la transición democrática en América Latina al entrar en guerra con la dictadura militar argentina.
Dentro de las sangrientas dictaduras militares contrainsurgentes de la década de los setenta el siglo pasado, la de los militares argentinos fue una de las más crueles y malignas. Fue, además, la más influyente entre sus pares, decisiva en organizar la persecución no solo de los insurrectos del ERP y de los montoneros, sino también de la pura disidencia de pensamiento y hasta de grupos o personas a las que se quería robarles los bienes (y de paso la vida).
Los dictadores militares argentinos extendieron sus acciones letales mucho más allá de sus fronteras y fueron cruciales en organizar el plan Cóndor, esa internacional de terrorismo de Estado que dio caza, capturó, torturó y asesinó a enemigos y opositores dentro y fuera de Latinoamérica. Sus agentes ayudaron en el narcogolpe de García Meza en Bolivia, capturaron y torturaron a montoneros reales y presuntos en Lima –con la complicidad del gobierno de Morales Bermúdez–, actuaron en Centroamérica, asesinaron en Uruguay y mataron dentro de Argentina a exiliados de muchas naciones, que esperaron, como siempre había sucedido, encontrar refugio y no, como sucedió, la tortura y la muerte.
Se proclamaban la vanguardia en la guerra del occidente cristiano contra el comunismo ateo, entendiendo el concepto de occidente cristiano como una convicción medieval y su guerra como una cruzada en la que era mejor matar que convertir. Por eso no titubearon en asesinar a colegas militares del más alto rango, como el general y ex presidente Juan José Torres, de Bolivia. Antes del golpe, en 1974, fue asesinado en Buenos Aires el general chileno Carlos Prats.
Eran también, unos más que otros, profundamente corruptos, tanto más por saberse impunes y suponer que lo serían siempre. Y además, como sucede con quienes han vencido sin renunciar a su facultar de torturar o matar a quien les viniera en gana, eran profundamente arrogantes. En el hemisferio, el gobierno de Reagan los admiraba, los consideraba eximios practicantes de la contrainsurgencia sin sentimentalismos y los había empleado como asesores de los primeros grupos de la Contra en su campaña contra los sandinistas.
Cuando sintieron que, con la complicidad o por lo menos la callada tolerancia de Estados Unidos, podrían cruzar cualquier frontera y levantarle la falda a cualquier nación, se les ocurrió mejorar su popularidad, el control de su frente interno y se lanzaron a invadir las Malvinas en 1982.
He vuelto a recordar esos días con toda claridad porque mi colega de aquellos años en Caretas, José Rodríguez Elizondo, ha publicado hace poco un libro (“Guerra de las Malvinas, noticia en desarrollo 1982-2012”. Ed. El Mercurio, Aguilar). Recordándola desde la perspectiva que le tocó cubrir, en sus diferentes y articuladas dimensiones de eximio editor de internacionales de Caretas, exiliado chileno y gran analista.
Recuerdo el entusiasmo pro-argentino de entonces, que olvidaba y quería olvidar que las acciones habían sido iniciadas por una dictadura criminal, por sus propios fines y razones. El desafío que tuvo Pepe Rodríguez Elizondo en esas semanas fue mantener la calidad, coherencia y equilibrio de su cobertura, cosa que logró en forma sobresaliente. Ayudó mucho, sin duda, que para el director de Caretas, Enrique Zileri, su entusiasmo por el buen periodismo fuera siempre mayor que cualquier otra simpatía.
Los militares argentinos calcularon todo mal: desde la reacción de Margaret Thatcher y el gobierno británico, hasta la del gobierno de Estados Unidos y los alcances de su propia eficacia, los límites de su propio valor.
Vencedores en los chupaderos y las salas de tortura, resultaron incapaces de conducir una guerra. Hubo, claro, pilotos intrépidos y conscriptos valientes. Pero los rankeados se derritieron rápido. Cuando el marino Alfredo Astiz, el “ángel de la muerte” en el recuerdo aterrorizado de sus víctimas, vio desembarcar al contingente británico en las islas de Georgia del Sur, se rindió rápidamente. Y en las propias islas Malvinas, el general Mario Menéndez enseñó cómo conducir operaciones militares con sólida incompetencia, antes de rendirse, embotellado e impotente en Port Stanley.
Argentina lloró su derrota pero, sobre todo, dirigió su furia contra los militares que habían trocado la arrogancia previa en la humillación y el ridículo padecidos. La derrota los despojó prontamente de su capacidad de intimidación y, en breve plazo, del poder y del gobierno para dar paso a una democracia que tiene muchos problemas pero ya no más el miedo a un golpe militar.
Así, sin buscarlo y probablemente sin quererlo, Margaret Thatcher contribuyó indirectamente, al derrotar a la dictadura militar argentina, a acelerar la conquista de la democracia en esa nación. Ningún argentino se lo agradecerá, pero estoy seguro que los jerarcas de la dictadura que todavía sobreviven, maldecirán el momento en el que su arrogancia los llevó a cometer aquel fatídico error de cálculo♦