Hoy, jueves 25 de noviembre, he publicado, en el número 2157 de la revista Caretas, un artículo sobre «la taxonomía» de los ministros del Interior. Hice mi primera entrevista a un ministro en 1981, para Caretas, en el mismo despacho de Córpac por el que habrían de pasar luego tantos otros en camino a una casi segura frustración. ¿Qué tenían en común? La nota que sigue ensaya identificar algunas tipologías en ese cargo donde se suele resbalar casi igual que en la casa del jabonero.
La tranquilidad de los pueblos es compleja, pero la de los gobernantes es relativamente simple. Depende de tres factores, en posible orden de importancia: seguridad, popularidad y prosperidad. Por eso son tan importantes los ministros del Interior.
Ellos, los ministros del Interior suelen ser una categoría aparte en el ámbito ministerial. Ya no estamos en los tiempos en los que la manera apropiada de discutir sobre su gestión –con miedo matizado con desprecio– era conversando en la Catedral. Ahora, los ministros causan mucho menos miedo y provocan también menos desprecio. Pero aún así, existe una suerte de maldición endémica en Córpac a la que algunos sobreviven y otros sucumben.
Hay varias razones. La primera es el choque de culturas. El ministerio tiene bajo sus órdenes a la Policía pero también varias direcciones cruciales en el manejo civil del Estado. Cuando un civil asume el ministerio del Interior, se convierte de un momento al otro en una suerte de mariscal de la Policía. Es un mariscalato embriagador que suele culminar en temibles resacas.
Civiles que en muchos casos han mandado, con suerte, a sus mascotas, se encuentran de pronto rodeados por policías obsequiosos listos, en apariencia, a obedecer sus órdenes y atender a sus caprichos. Claro que el camino de las obediencias obsequiosas está sembrado de cazabobos. Si el ministro, o la ministra, no es particularmente corrupto pero sí enamorado del poder tajante sobre organizaciones verticales, su creciente autoridad irá acompañada por una paulatina exasperación y ésta a su turno por una multiplicada responsabilidad. Hasta que algo les revienta entre las manos y, aún chamuscados o chamuscadas, se encuentran a sí mismos asustados, sin cargo, sin Policía y sin poder.
Los policías que llegan en estos tiempos a ministro no son tan fácilmente mareables por el súbito mariscalato. Conocen a su institución y sus mañas, suponen que a ellos no los engatusan tan fácilmente, incluso cuando el salto al ministerio, pese a que representa nada más que subir del tercer al cuarto piso del viejo edificio de Córpac, los hace de repente ver a su instituto como desde lo alto de un rascacielos.
Pero el antiguo policía y hoy ministro tiene que tomar decisiones políticas para las que con frecuencia se encuentra tan preparado como un impávido Yanomami frente a la influenza. Varios dicen primero tonterías y después las hacen. Otros invierten el orden de factores que en este caso sí altera el producto.
El ex policía tiene otro problema: es producto de su pasado en mucho mayor grado que su predecesor (o sucesor) civil. Pertenece a una promoción que súbitamente se siente con derechos comunitarios a los beneficios subsidiarios del cargo. Proviene de una de las tres antiguas policías (o, como se prefiere llamarlos ahora, de uno de los ‘códigos’). Sus compañeros (y no se diga de los más veteranos) sienten que ha llegado el momento de reivindicar a la vieja alma máter y poner en vereda a las otras dos.
Pero todo eso tiene menos importancia que algo central en las instituciones verticales: el momento de la revancha frente a las enemistades internas, algunas tan viejas como los años lejanos en la Escuela; otras más recientes, pero todas rebosantes de inquinas represadas en el tiempo, que amargaron la boca, cargaron el aliento, retorcieron el píloro y que ahora ¡al fin! tendrán definitiva resolución.
Pero esa es otra ilusión hacia renovadas amarguras. La venganza no es completa y la guerrilla de maña contra maña no le va bien a un ministro. Y antes que terminen de darse cuenta, ese apasionamiento los tiene entregando el cargo y enfrentando la puerta de su casa y el porvenir más bien gris de general retirado.
Hay varias otras tipologías: el civil bruto, por ejemplo, infaltable, al que parecieran haber elegido por una cierta bastedad, una ordinariez algo zafia, que pudiera confundirse con energía y cuya sola elección revela el mal conocimiento y poco respeto por el sector que parecen tener la mayor parte de presidentes. Puede o no ser corrupto (la mayor parte o lo es o se convierte), pero su gestión será el producto de su inteligencia y dejará al sector, incluida la Policía, algo o mucho peor de lo que lo recibió. El efecto suele ser no solo externo sino frecuentemente sistémico.
Luego están los no clasificables, como aquel ministro del gobierno de Belaunde, que sintió que lo querían matar y que hizo construir un muro entre su escritorio y la ventana del despacho. Eso, por supuesto, lo hizo sentir cada vez más inseguro hasta que su salida fue más una fuga que una renuncia. O aquel otro ministro de Belaunde, el bonísimo aviador retirado que, cuando le dijeron (equivocadamente, pero él no lo supo), que tenían ubicado y rodeado a un presuntamente muy enfermo Abimael Guzmán, salió a ofrecerle públicamente la posibilidad de internarse en una clínica o de abandonar el país sin temor a ser arrestado. Es verdad que Belaunde y la mala información tuvieron algo que ver con esa oferta, pero el hecho es que si la bondad humana ganara guerras, habríamos tenido ahí a nuestro Sun Tzú.
Hay, por supuesto, los ministros predominantemente corruptos, que en los hechos no difieren mucho entre sí, sean civiles, policías o (como ha sucedido muchas veces) militares a cargo del ministerio. La función está llena de posibilidades de cutra más o menos inmune al descubrimiento. Hay fondos discrecionales de ‘inteligencia’; hay direcciones que manejan considerables posibilidades de soborno y, por supuesto, están las adquisiciones. Estas últimas son muy rentables para un corrupto, pero son a la vez las más investigables, las que hacen posible identificar al bribón con sus obras.
No he conocido muchos ministros del Interior que, a diferencia de los demás, dominen el cargo y no sean dominados por él. Pero los ha habido. Muy diferentes entre sí, con méritos y deméritos propios, pero con real control ministerial. Hubo unos pocos, con propósitos de reforma y modernización, en el gobierno de Toledo. Hubo solo uno en el primer gobierno de García.
Sobre el saliente ministro Barrios no faltó prensa en su corta gestión. Las revelaciones de Reporteros.pe; de Hildebrandt en sus Trece y de Peru21 fueron más que suficientes para destinarlo a la brevedad.
El nuevo ministro Hidalgo tiene, con suerte, un futuro funcional de ocho meses. Es un jefe de Policía que asciende al ministerio con el lastre del desgaste que sufrió en el cargo que ahora deja. Eso no es poco. Además, es de la misma promoción y, en consecuencia, del mismo código que otro ministro reciente, Salazar, que tuvo una gestión marcada por la ineficiencia, la corrupción y el ridículo (el caso de los pishtacos, por ejemplo). Su ventaja es, hasta ahora, la de contar con la confianza de Alan García, a quien le solucionó (con la ayuda de oficiales capaces y tecnología en préstamo) casos difíciles como el de los petroaudios y del espía Ariza.
Es también, junto con eso, una persona con habilidad ejecutiva y una cierta agudeza. Es mucho más obediente de lo que sería un ministro civil (incluso un aprista), lo cual pudiera no resultar tan positivo para el que es obedecido. ¿Tendrá, por ejemplo, Hidalgo, la capacidad de resistir presiones en el proceso de ascensos en curso? ¿Hará valer el mérito por sobre el mercado negro de ascensos, sobre todo para los grados altos? ¿Promoverá a los buenos o se resignará que le impongan a los lubricadores?¿Dedicará esfuerzos a mejorar el entrenamiento, los medios y el bienestar de la Policía, o dirá que sí a casi todo lo que le pidan, para asegurar alguna ventaja hoy o algún nombramiento luego? Digamos que no le va a faltar fiscalización.