Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2333 de la revista ‘Caretas’.
¿Cómo se experimenta y mide el poder real? En su nivel más elemental, quien tiene más poder es aquel que puede afectar a los demás y no ser afectado por ellos.
Esa realidad no corresponde muchas veces con la percepción encuestada del poder o con las precedencias de protocolo. Lo que la define es una suerte de coeficiente tácito de intimidación a partir de esa percepción no verbalizada pero rápida de poder.
Uno de los resultados colaterales de mi trabajo en el periodismo de investigación ha sido percibir empíricamente quiénes tienen más y quiénes tienen menos poder.
Ahora les digo cómo.
Desde que IDL-Reporteros publicó el primer artículo de su primera investigación en febrero de 2010, han salido a la luz binaria casi 650 notas sobre diversas y heterogéneas investigaciones periodísticas.
Tuvimos desde el comienzo la política de ofrecer libremente nuestro contenido a otras publicaciones, solo bajo la exigencia de que se respetara la integridad del texto y se acreditara su autoría.
Eso multiplicó el alcance de nuestras investigaciones, las hizo llegar a públicos diferentes y ayudó en mucho en lograr el objetivo de provocar una reacción moral, y a veces legal, frente a lo revelado.
Luego de un tiempo descubrimos que las reproducciones y republicaciones tenían un cierto patrón de jerarquías, preferencias y también censuras, que dibujaban indirectamente algo que estaba a medio camino entre un ranking y un mapa del poder.
¿Qué causaba que una investigación fuese profusamente difundida, que lo fuera a medias o que no se le hiciera ningún eco?
Otra, casi igual de obvia en la prensa peruana, es la de la posición política del medio (por general que fuese) con relación a la de quienes eran investigados.
Pero una vez que se tenía en cuenta lo uno y lo otro, ¿qué determinaba el eco periodístico de una investigación?
Sin duda que la percepción del poder real de la persona o grupo cuyas acciones e inacciones eran expuestas en la narrativa de nuestras investigaciones.
«¿Qué causaba que una investigación fuese profusamente difundida, que lo fuera a medias o que no se le hiciera ningún eco?»
Como se sabe, muy pocas investigaciones son elogiosas ni revelan virtudes insospechadas en el investigado. La mayoría saca a la luz casos de abuso, atropello, robo, depredación, usura, contaminación, entre otras cosas.
Tuvimos casos de regular importancia que recibieron una gran cobertura y casos de gran importancia que no tuvieron ninguna.
Los patrones de decisión eventualmente emergieron con mucha claridad. En términos globales, entre los medios había gente a la que se mencionaba sin consideración alguna; otros a los que se zamaqueaba como estudiando hasta donde se podía llegar; unos más a los que se nombraba pero poniendo énfasis en que se estaba reproduciendo a otra publicación; y finalmente aquellos a los que no se tocaba y tampoco se mencionaba ni en voz alta ni en susurros ni suspiros.
Ahí estaba el poder. Cuyos niveles, mayores o menores podían expresarse en última instancia a través de una suerte de coeficiente de influencia e intimidación.
El coeficiente de intimidación de una persona o de una organización dada no significa por lo general (aunque a veces lo incluye) el tipo de miedo que provoca un gángster, un matón de pandilla de esquina o de gobierno regional, de esos que hacen que una fuente asustada ruegue que no se la identifique, porque si la descubren le “mandan la moto”.
Por lo general, el coeficiente intimidatorio es mucho menos físico, más general, menos referido a la mortalidad que al desmedro. Al miedo frente al poder. Y a veces al respeto.
El estereotipo actual es que el poder mayor es el proviene del Estado. Y dentro de él, siendo el tipo de nación que somos, del presidente de la República.
Pero esa era y es una percepción inexacta.
Hay diferencias notables en el coeficiente de intimidación de los políticos. Algunas de ellas son contraintuitivas. Pero en términos generales, la mayor parte de los políticos tiene un coeficiente de intimidación bastante bajo.
Lo vimos en las investigaciones que sacamos sobre políticos y sus irregularidades. El escándalo de Cofopri, por ejemplo, publicado todavía durante el gobierno de Alan García, que implicó al entonces secretario general del Apra, Omar Quesada, tuvo una gran cobertura, en casi todos los medios.
Tiempo después, en otro caso de alto perfil, el de las Brujas de Cachiche, que tuvo como protagonista al vicepresidente de la República de este régimen, Omar Chehade, el rebote en otros medios fue también muy alto y sostenido.
Tampoco ha habido vacilación en reproducir notas de IDL-R sobre graves problemas con la Policía o las Fuerzas Armadas.
El reportaje, ‘el Abandono’, sobre la calamitosa operación durante los secuestros de Kepashiato, en el que se abandonó a tres policías que acababan de descender de un helicóptero, tuvo rebotes intensos y generó comentarios apasionados.
Las investigaciones sobre contratos de defensa en los que hubo indebida influencia y pagos, como el de la empresa Global CST, Hernán Garrido Lecca y el Comando Conjunto de entonces (2009), tuvieron también, aunque en menor grado, cobertura.
Cuando hemos publicado notas sobre cocaleros y erradicación de cocales, incluso en casos en los que se ha cometido abusos y se ha falseado pruebas, los ecos se hacen cautos. No se llega al silencio, pero sí a la voz baja.
Pero cuando publicamos notas que involucran a los grupos económicos grandes, la experiencia nos ha enseñado que entramos en la zona del silencio, que va del simple al trapense.
Las notas sobre contaminación minera y la actitud de varias compañías de enfrentar y enredar en lo posible a la autoridad reguladora, para mantenerla impotente e ineficaz, tuvieron escaso eco, pese a su importancia. Lo mismo las que publicamos sobre los conflictos de interés en la regulación de la telefonía y las grandes compañías que las manejan.
Cuando IDL-R publicó una extensa investigación sobre el fraude sistemático y masivo en la gran industria pesquera; y sobre el promiscuo entremezclamiento de intereses privados con la regulación estatal, el silencio fue casi total.
Tiempo después, cuando sacamos a luz una investigación detallada sobre el oligopolio que controla abusivamente los bancos y la actividad financiera en la nación, en medio de una regulación que oscila entre la timidez y la impotencia, el silencio alcanzó su mayor elocuencia.
Ahí estaba el poder. Si había un lugar en el que poner la letra alfa, era ese. A partir de ahí se podía iniciar el descenso en el alfabeto. En algún lugar, entre la mitad y el fin, se encontraban los políticos.
Por supuesto que entre ellos había también diferencias.
El coeficiente de intimidación de, por ejemplo, Alan García, es muy superior al de Alejandro Toledo, que probablemente está –en ese aspecto– a la cola de todos.
Lo cual no tiene mucho que ver con entrecejos fruncidos ni masividad física sino con la manera de administrar la autoridad. Valentín Paniagua, por ejemplo, fue un presidente que logró un coeficiente considerablemente más alto que el que tiene ahora el presidente Ollanta Humala.
Era otra circunstancia, es verdad. Pero quienes recuerden la forma con que Paniagua enfrentó a Nicolás Lúcar en canal 4, mantendrán memoria de cómo la controlada pero elocuente indignación de Paniagua aplastó a Lúcar y consolidó entonces el respeto que sus hechos le habían ya ganado en esos días decisivos.
Luego de ese breve período en el que la autoridad republicana estuvo en la posición que debe mantener en una democracia saludable, las cosas cambiaron rápido, y el ranking del poder real cambió en la forma que me tocó comprobar empírica, aunque indirectamente, a veces indignado y otras divertido porque en esta vida, si se mantiene los ojos abiertos, no se termina de aprender♦