Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2337 de la revista ‘Caretas’.
La destitución, a fines de la semana anterior, de Carmen Masías de la presidencia de Devida, no cumplió, según parece, con las reglas de cortesía que debieran regir no solo las despedidas sino también los despidos.
Para quienes conocen los personajes, esa brusquedad no fue sorprendente. La delicadeza en la relación con los subordinados no parece ser un punto fuerte en René Cornejo. Pregúntenle si no a su ex viceministro de Vivienda, Enrique Juscamaita, quien antes que despedido fue purgado por Cornejo, entonces ministro de Vivienda, en 2012. Fue un episodio decisivo en la singular dialéctica del gobierno humalista, entre los activistas de antaño y los tecnócratas de hogaño cuyas consecuencias fueron claramente visibles hasta la semana pasada.
El probable déficit de modales de Cornejo provocó varias muestras de solidaridad con Masías. Algunas tuvieron que ver con las formas y otras con el fondo. Estas últimas partieron del hecho que la señora Erradicación, nada menos, había sido despedida.
Uno siempre debe tratar de cuidar las formas para resolver bien los fondos. En este caso, lo primero estuvo mal; pero lo segundo, la separación de Masías, estuvo bien.
La gestión de Masías estuvo dedicada a impulsar la erradicación de cocales como forma central de lucha contra el narcotráfico. Fue un espectacular caso de retrogradación histórica. El equivalente, en estas guerras psicotrópicas, del momento en el que los émigrés de la Revolución Francesa (esos que nada olvidaron y nada aprendieron) volvieron al poder por un tiempo misericordiosamente corto.
Desde los inicios de la llamada guerra contra las drogas –a fines de la década de 1970 y comienzos de la de 1980–, la erradicación manual o química de cocales se impuso sobre otras estrategias posibles debido a sus ventajas burocráticas: Era un enemigo físico, que proporcionaba la satisfactoria sensación de poderlo arrancar literalmente de raíz y que, además, no podía moverse ni escurrirse entre la floresta. Provocaba en algunos el sentimiento de extirpación de idolatrías vegetales y en otros, más prosaicos, la constatación de que era una forma barata y vendible de dar la impresión de progreso a bajo costo.
Además, la erradicación de cocales se prestaba muy bien a cuantificaciones estadísticas. El tipo de acciones que se ilustran con un poco de titilantes fotos en las cocalandias latinoamericanas, transformadas de inmediato en gráficos de barras o de tortas, ilustrando los presuntos progresos en el camino a la extirpación.
El problema es que el análisis más básico de los hechos reveló desde el principio, que esa estrategia era no solo falaz en sus premisas y estéril en su práctica sino además contraproducente.
Para el narcotraficante, la planta de coca era (es) lo más barato y lo más fácilmente reemplazable. Lo más desechable y lo más recobrable. Pero para el campesino pobre, el dueño de la planta, era una pérdida frecuentemente traumática.
Una planta arrancada –sobre todo una tan precoz como la coca– es una planta fácilmente resembrada para quien tiene el capital. Las plantas son rústicas, cuestan poco; y siempre habrá campesinos pobres en busca de agricultura fácil, garantizada y proveedora de cash.
El campesino llorará por su coca erradicada, por la confiscación de su “caja chica”, que nunca lo saca de la pobreza, pero que paga urgencias que de otro modo no se solventan.
Pero el narcotraficante sonreirá. Para él, reemplazar una hectárea erradicada es lo más sencillo del mundo. Enfrentar una organización destruida, perder un megaembarque consolidado: eso sí lo puede hacer llorar. Pero la regla, a la que casi no he visto excepción, es que cuando se pone un fuerte acento en la erradicación de cocales, se descuida la lucha contra el crimen organizado narcotraficante.
Tomó años, tomó décadas antes que la razón se abriera lentamente camino entre la maleza de prejuicios, intereses creados, lobbies políticos y presiones diplomáticas sobre gobernantes eminentemente presionables.
Pero ahora –luego de fracasos y más fracasos a lo largo de 35 años– hay muy poca gente con capacidad básica de razonamiento y conocimiento del problema, que defienda la múltiplemente fracasada ‘estrategia’ centrada en la erradicación de cocales.
Hace pocas semanas, el 27 de marzo pasado, William R. Brownfield, el secretario adjunto del Buró sobre Narcóticos Internacionales e Imposición de la Ley (en inglés suena mejor: Bureau of International Narcotics and Law Enforcement Affairs), dio una conferencia en el lenguaje informal de quien habla en su alma mater (la universidad de Texas, en Austin)sobre: “Drogas, Seguridad y América Latina: ¿la nueva normalidad?”.
Fue un recorrido gentilmente autocrítico de la historia de la “guerra contra las drogas” desde que Nixon la declarara, en 1972. El primer intento, contó Brownfield, fue centrar la ofensiva en la erradicación. “Al final del día, sin embargo” dijo Brownfield, “por cada hectárea o acre erradicados, otro nuevo, o dos o tres era incorporado al cultivo y producción [de coca]”.
“Finalmente” dijo Brownfield “con mayor coherencia y éxito, el Gobierno empezó a aplicar en los 1990 el método que llamaré de desarrollo económico sostenible. Y eso significa aceptar la realidad que los campesinos […] no son inherentemente criminales; ellos no plantan coca o amapola porque quieran ser parte de empresas criminales. Lo hacen porque tratan de proveer un nivel básico de vida a sus familias, y la coca y la amapola les da ingresos mejores y más seguros que el maíz o los frijoles o el trigo o sea lo que fuere que se cosecha en su región”.
Digamos que les tomó su tiempo darse cuenta del asunto… entre dos y tres décadas. No todo el mundo aprende rápido, lo importante es aprender.
El problema es que en el Perú había, hay gente que todavía no lo aprendió; y la principal, dado el puesto de presidenta de Devida que el Gobierno erróneamente le dio, era Carmen Masías.
«Tomó décadas antes que la razón se abriera camino entre la maleza de prejuicios, intereses creados y presiones diplomáticas sobre gobernantes eminentemente presionables».
En una nota reciente, la publicación especializada “Insight Crime” reportó que la entonces todavía presidenta de Devida, Masías, sostenía que las muertes de los dirigentes senderistas ‘Gabriel’ y ‘Alipio” habían facilitado mucho la ejecución de planes de erradicación en el VRAE.
Masías planeaba erradicar, según Insight Crime, 16 mil hectáreas de coca en el VRAE, de una superficie actualmente estimada en 20 mil hectáreas.
Si se hubiera intentado llevar a cabo una erradicación a la fuerza, lo más probable es que esta hubiera fracasado en medio de una oposición violenta que quizá hubiera unido por primera vez a enemigos de sangre: los senderistas y los campesinos de los antiguos DECAS, que los enfrentaron y derrotaron en los 80 y 90 del siglo pasado. El relativo avance logrado en los últimos tiempos en la lucha contra Sendero se hubiera perdido.
Menos mal que el gobierno de Humala reaccionó a tiempo y evitó que el emperrechinamiento en proseguir con un decrépito fetiche estratégico causara un daño mayor a la seguridad del país.
Ahora, en lugar de perseguir a campesinos cocaleros, lo que hay que hacer, y en corto tiempo, es romper el puente aéreo de la cocaína entre el VRAE y Bolivia. Su continuación no es solo una vergüenza para nuestras fuerzas de seguridad sino un peligro real para el país.