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Carta Del Director

Ni entrenamiento ni mantenimiento

por Gustavo Gorriti
PUBLICADO jueves 02 DE octubre, 2014 A LAS 11:46
ACTUALIZADO jueves 26 DE enero, 2023 A LAS 03:40

Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2354 de la revista ‘Caretas’.

 La explosión que tuvo lugar el lunes 29 en el laboratorio de balística forense en el complejo policial de Aramburú retumbó memorias en la gente.

Las explosiones de los años del senderismo, por supuesto. Las revividas angustias de ayer.

Para mí, e imagino que para otros que han visto o vivido de alguna forma el asunto, el hecho significó constatar de nuevo lo persistentes y hasta hoy incorregibles que son dos de los defectos mayores que afectan a nuestras fuerzas de seguridad.

La falta de mantenimiento, que en ocasiones bordea la negligencia criminal, como cuando se descuida el manejo de explosivos y se guarda material volátil sin las precauciones básicas, los protocolos indispensables de seguridad.

Lo otro, estrechamente relacionado con lo anterior, es la falta de entrenamiento, especialmente en la PNP, pero que, salvo las excepciones de las unidades especiales, es también un problema de las fuerzas de seguridad en general.

Falta de entrenamiento y falta de mantenimiento. A veces van juntas; a veces separadas. Pero juntas o separadas ambas faltas desembocan inevitablemente en accidentes. Lo he visto muchas veces, en el curso de diversos reportajes y he vivido sus consecuencias más de una vez.

Como, por ejemplo, en aquel reportaje a la Escuela de Comandos del Ejército.

Fue hace muchos años, a fines de 1982, pero el recuerdo está tan explicablemente vivo como si hubiera ocurrido anteayer.

«Mantener o entrenar no genera comisiones pero salva vidas y evitaría, si se hiciera, bochornos como el de Aramburú, que pudo ser una tragedia pero por fortuna fue solo una vergüenza».

Las Fuerzas Armadas, especialmente el Ejército, iban a entrar a Ayacucho después de la derrota de la Policía pese a las declaratorias policiales de zona de emergencia desde 1981.

La decisión de aplicar el poder bélico de las FFAA provocaba simultáneamente alivio y preocupación. Alivio porque muchos pensaban que la Fuerza Armada iba a terminar en pocas semanas con la amenaza de Sendero. Preocupación por los excesos que pudieran ocurrir. Las sangrientas contrainsurgencias en el cono Sur eran una memoria reciente; y era evidente que había oficiales en las Fuerzas Armadas (¿recuerdan las declaraciones del ‘Gaucho’ Cisneros?) que consideraban que ese era el único método viable.

En Caretas gestionamos un reportaje sobre los Comandos del Ejército y conseguimos el permiso para hacerlo con la promoción de la Escuela de Comandos que acababa de graduarse y cuyo siguiente destino era, para casi todos, Ayacucho.

Fue un reportaje muy intenso, con varios fotógrafos a la vez retratando las acrobacias de la pista de combate, las maniobras bajo fuego real, las explosiones cercanas, los ejercicios de puñales, saltos desde vehículos en movimiento, ataques súbitos y sorpresivos.

El segundo día por la tarde salimos en un camión portatropas y un jeep hacia Cieneguilla. El objetivo era ascender por la quebrada, contrarrestando varios ataques simulados pero realistas; marchar luego a pie durante toda la noche cerros arriba hasta Santiago de Tuna, tener otro simulacro de acción ahí y bajar luego a la carretera central, antes de la última serie de acciones sobre el mar.

Yo iba en el jeep, en el asiento de atrás, con el fotógrafo Fernando Yovera. Adelante, junto al chofer, que era un recluta, iba un comandante arequipeño apellidado Tejada.

Antes de entrar en la bajada de Cieneguilla, la marcha lenta del jeep detrás del portatropas nos había amodorrado en un apacible duermevela. Pero pocos segundos después de entrar en la bajada, nos despertamos de súbito. El jeep iba demasiado rápido, con el chofer inexplicablemente silencioso concentrado en el timón.

“Vas muy rápido” le dije al chofer, “frena un poco”. El chofer apretó el pedal del freno hasta el fondo, y no pasó nada. Bombea, le dijimos. Lo hizo y el jeep continuó ganando velocidad.

“Engancha” le dije mientras Tejada le repetía: “¡Engancha, pues hijo, mete el cambio!”. El chofer militar intentó enganchar, pero lo único que logró fue el ruido que hacen los dientes de piñones al chocar entre sí, parecido al de un hueso que se rompe.

“¡Chócalo al camión para que nos aguante!” dijo uno y por fortuna el chofer no hizo caso sino lo pasó a buena velocidad. Con los frenos vaciados, la caja en neutro, la velocidad en aumento, no había manera de llegar a Cieneguilla, pues estábamos casi al comienzo de la bajada. Miré el asfalto, la tierra y las piedras que pasaban veloces y sentí que pronto íbamos a entrar en contacto brutal con ese suelo. Todos entendimos que era muy probable que cuando se detuviera el jeep estuviéramos muy heridos o muertos.

“¡Tírate contra la pared!” le dijo Tejada al chofer, mientras bajábamos entre dos paredes de roca y las curvas se iban haciendo más extremas. Dimos una curva más. No existía forma de llegar a Cieneguilla y lo más probable era volcarnos y salir despedidos o aplastados en una o dos curvas más.

Otra curva y se abrió a la izquierda una pampa pequeña con piedras grandes y una pared de roca al fondo. El chofer dio un golpe de timón y se salió de la pista. El jeep chocó contra la primera roca y saltó, voló más bien, apenas inclinado, como indeciso de si voltearse o no, cayó, rebotó, volvió a caer y rebotar y se detuvo a pocos centímetros de la pared de roca.

Parecíamos indemnes. Yo me encontré con la barra del techo en la mano, arrancada de cuajo en la tensión del choque. Yovera tomaba fotografías, mientras Tejada caminaba enérgicamente al lado del accidente y el chofer permanecía silencioso, al parecer todavía incrédulo del milagro de haber salvado.

El reportaje siguió. No estábamos tan indemnes, pero nos enteramos del daño solo al terminar la misión. El accidente, que afortunadamente no fue mortal, fue el resultado de un pésimo mantenimiento y control del jeep.

Luego, a lo largo de los años, supe de varios accidentes similares, donde sus víctimas no tuvieron nuestra suerte.

Y lo que sucede con el mantenimiento se repite, acaso con mayor gravedad, en el entrenamiento.

“Sudar para no sangrar”, es el viejo dicho de los campos de entrenamiento militar, donde está claro que la intensidad del esfuerzo, el buen diseño y programación de los ejercicios, dará habilidades, creará reflejos y movimientos automáticos que podrán salvar la vida propia y la de los demás.

Pero vayan y pregunten a cualquier Policía cuándo fue la última vez que practicó tiro programado por su comando. Habrá algunos que respondan que en la Escuela, y otros dirán que nunca.

Solo unas pocas unidades están entrenadas (el Suat, parte de la Dinoes), pero el resto constituye un peligro para sí mismos y los demás cuando empuñan un arma.

Y no se diga de entrenamientos en técnicas de arresto, de defensa personal. Hace unos pocos años el entonces director general de la Policía, un general de profuso bigote, asistió a una demostración de krav magá operativo y quedó tan entusiasmado por su utilidad que dijo que aunque tuviera que empeñar su reloj, un entrenamiento masivo para la Policía se iba a llevar a cabo.

Por supuesto que ni él empeñó el reloj ni tampoco se realizó el sistema de entrenamiento.

Pésimo mantenimiento, pobre entrenamiento. Los equipos duran menos, se aplican mal. Los policías no saben cómo actuar. Las cosas se almacenan mal, se depredan o descuidan y suceden, inevitables, los accidentes.

Se hacen presupuestos para compras extravagantes pero no se contempla ni mantenimiento ni entrenamiento.

Ni uno ni otro pagan comisiones, pero salvan vidas y evitarían, si se hicieran, bochornos como el de Aramburú, que pudo ser una tragedia pero por fortuna fue solo una vergüenza.

Gustavo Gorriti

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