Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2360 de la revista ‘Caretas’.
Brittany Maynard fue la hija única de una madre soltera que creció libre, viajó mucho y quiso luego crear una familia con el esposo que amó. Antes de cumplir los 30 años supo que iba a morir pronto, que un cáncer al cerebro la iba a matar lenta y dolorosamente, que le esperaba una ejecución con tortura que le iba a arrebatar la forma, la memoria, la conciencia y la iba a hundir en un pozo oscuro de dolor para terminar de exprimirle ahí la vida. Con inmenso valor y dignidad, Maynard se enfrentó al verdugo y le quitó la oportunidad de torturarla.
Cuando se discute el suicidio es frecuente mencionar una de las citas de Albert Camus que han sobrevivido a su pensamiento: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”.
Por seductora que sea la idea, tan firmemente arraigada en las vetas pesimista y estoica de nuestra cultura grecolatina, no es precisamente cierta, como el propio Camus lo desarrolló en “El mito de Sísifo”.
Lo que importa, en cambio, es la necesidad de discutir con lucidez nuestra condición mortal, la relación de cada cual con su propia muerte y el ámbito de libertad para decidir no solo sobre la marcha del propio destino sino sobre su final.
«El legado perdurable de Brittany Maynard es haber demostrado con su vida y con su muerte el derecho de toda persona no solo a ser dueña de su existencia sino también a terminarla con dignidad».
Pero la discusión tiene dos escenarios claramente diferentes: uno el de la discusión sobre el suicidio como el derecho del individuo de decidir cuándo y cómo terminar con su propia vida, incluso si ello significa matarse por una depresión; o consumar una pulsión tanatófila en medio de una existencia objetivamente saludable y próspera.
El otro escenario, muy diferente, es el que discute sobre si la persona tiene o no el derecho de escoger la propia muerte como liberación de una agonía dolorosa, de una tortura humillante y prolongada, de un sufrimiento extremo y sin salida.
Ese es el dilema usualmente presente en la historia, la literatura, la vida. Es el que suelen enfrentar personas o grupos que quieren la vida, que no se les ha ocurrido pensar en los absurdos de la existencia y que tampoco creen, como Segismundo, que “el delito mayor/ del hombre es haber nacido”.
Desde los rebeldes de la fortaleza de Masada; hasta Aníbal de Cartago; o Catón el joven; o Séneca; o Petronio; o los 47 Ronin de la historia y la leyenda; o el Katow de “La condición humana” de André Malraux, el suicidio (o la renuncia a él, como hace Katow en un acto supremo de generosidad, al ceder a otros su pastilla de cianuro poco antes de ser quemado vivo), es la salida, la liberación de un sufrimiento terrible, de una humillación que degradará irreparablemente lo que quede de la vida, o de una agonía prolongada que degenerará por el dolor el cuerpo y el espíritu antes de matarlo.
Brittany Maynard no era, ciertamente, una persona afligida por la vida o abatida por la depresión. Tampoco era una discípula de Schopenhauer. Lo que he leído y visto traza la imagen de una californiana joven y bella, de espíritu viajero, soleado y generoso, que tuvo la fortuna de casarse con quien amaba, que no se hizo problemas con criar un gran danés en casa mientras esperaba irla llenando con niños.
Entonces vino la detección y diagnóstico de cáncer al cerebro, la confirmación de que en poco tiempo iba a morir, que no habría niños, ni familia, ni existencia, salvo un lapso de corta vida y larga agonía.
El comienzo del desenlace no tardó en llegar: terribles dolores de cabeza, convulsiones. Los medicamentos le hicieron subir velozmente de peso, le cambiaron el rostro, deformaron el cuerpo. No quería mirarse en el espejo, como dijo en una entrevista, y sabía que cada vez querría mirarse menos, antes de que dejara de importar, pues ya no sabría a quién tenía por delante.
Pero ella ya había tomado una decisión: no transitar por el deterioro penoso, el sufrimiento de la agonía y morir antes, sin dolor, en paz, con quienes quería, en el momento de su elección.
Son cinco estados en Estados Unidos los que permiten la ayuda médica para una muerte digna en casos de procesos terminales de enfermedad. California no es uno de ellos pero el vecino Oregon, sí, y hacia ese lugar se mudó la familia Díaz-Maynard, para obtener la receta y luego las pastillas que darían una muerte tranquila y en paz.
Desde que se hizo legal en Oregon la muerte asistida, hace poco más de 17 años, unas mil personas obtuvieron recetas profesionales para morir sin sufrimiento y solo algo más de la mitad decidió finalmente hacerlo. De manera que lo que menos hubo fue una epidemia de suicidios.
La diferencia, en el caso de Brittany Maynard, es que ella decidió explicar públicamente su caso y defender, a través del propio, el derecho de otras personas a tener alternativas dignas, sin dolor ni sufrimiento, para enfrentar la muerte.
Mientras ella cumplía metódicamente sus últimos deseos, los tabúes se despertaron y junto con ellos las prédicas y las censuras. Es incorrecto matarse, era el argumento, hay formas de paliar el sufrimiento, puede surgir una cura, ¿quién eres tú para matarte?
Las respuestas de Maynard fueron conmovedoras por su fuerza y autenticidad. Entrevistada por Jan Crawford, de CBS this morning, en Portland, Oregon, Maynard habló, entre lágrimas, de su amor por la vida y lo duro que era dejarla antes de cumplir 30 años.
“… Yo no quiero morir… –dijo Maynard– si alguien pudiera darme una cura mágica, de manera que yo pueda vivir y tener hijos con mi esposo ¿sabes? la tomaría en el momento”.
En respuesta a quienes le reprocharon hacer una causa pública de su suicidio, Maynard contestó que “… Yo no estoy terminando con mi vida. El cáncer es el que está terminando con mi vida. He escogido terminarla un poco antes, con mucho menos dolor y sufrimiento”.
En las semanas finales, cada día fue un logro nuevo para esta mujer que amaba los viajes, el descubrimiento. “Espero –dijo en una entrevista con CNN- disfrutar lo mejor que pueda los días que me queden en este mundo bello y pasarlos la mayor parte del tiempo fuera de casa”.
Pero el avance del cáncer fue también veloz. Luego que las convulsiones se hicieran más frecuentes, con mayores estragos, Maynard supo que se acercaba el momento de partir en paz. “No puedo siquiera expresarte el alivio que sentí cuando me dijeron que no tengo que morir de la manera como me dijeron que el tumor me va a ir matando”.
El primero de noviembre, Brittany Maynard murió bajo sus términos, amando a los suyos, amada por ellos, con lágrimas y tristeza, libre y lúcida en su noble fuerza y admirable dignidad.