Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2367 de la revista ‘Caretas’.
Este año se inicia el crepúsculo de la presidencia de Ollanta Humala. En los relativamente cortos ciclos de vida de los gobiernos democráticos (sobre todo en países, como el nuestro, que prohíben la reelección), debiera ser igualmente normal finalizar que comenzar. Se empieza con expectativas, se acaba con realizaciones. Uno se aleja a paso calmo hacia el poniente. Quizá se vuelva algún día, quizá no. Pero uno se va sereno, sin mirar atrás.
A menos, claro, que uno se vaya sintiendo que el tiempo pasó y se perdió la oportunidad. Que aunque la nota final sea aprobatoria será mediocre, cuando pudo y debió ser sobresaliente. Que el coro de aplausos, de alegre esperanza y horizonte abierto que sigue a las victorias sorprendentes e inesperadas, cierre el ciclo con el coro opuesto, en el que compitan débiles elogios con imprecaciones hirientes, burlas sonoras y silenciosos desprecios; con las faltas de respeto que siguen al poder que se pierde antes de entregarlo.
Entonces sí que se hace deprimente la salida, aunque se la sienta injusta (que lo sería en cierta medida); pero eso antes de comparar la esmirriada aprobación de la gente con la que dejaron, por ejemplo, Mujica en Uruguay o Bachelet en su anterior gobierno en Chile. Entonces solo quedará preguntarse y responderse: “¿Buscas un responsable? ¡Te espera en el espejo!”.
La transición que tiene lugar ahora en el gobierno metropolitano de Lima pudiera ser un prólogo suave a la de julio-agosto de 2016, al final de un drama cuyo último acto está por empezar, en el que las impericias finales del timonel y sus segundos a bordo pudieran llevar a elegir finalmente entre lo malo, lo pésimo y lo peor.
¿Por qué esta probable ruta hacia la noche? Veamos primero el escenario actual. A Ollanta Humala no le va nada bien en la capacidad de gobierno. Hasta las iniciativas que él genuinamente cree, según entiendo, positivas –como la ley ‘Pulpín’– terminan reventándole en la cara ante el regocijo de los transformistas candidatos opositores.
Buena parte de la oposición democrática, incluso –o quizá en especial–, la proveniente de la propia coalición política que lo llevó al poder en 2011, cree que Humala protagonizó un transfuguismo comprehensivo. No, ni mucho menos, por el tránsito que llevó de la Gran Transformación a la Hoja de Ruta sino el que llevó de la Hoja de Ruta a la Confiep.
Todos saben, nadie ignora, que Humala nunca hubiera sido elegido con el programa de la Gran Transformación como bandera. Y tampoco solamente con la Hoja de Ruta. Humala ganó las elecciones el día que pronunció el solemne juramento de defensa de la Democracia en el salón de Grados de San Marcos. Ese día se definieron los campos; y ese día Ollanta logró la victoria que aseguraron los otros aciertos en los días finales de su campaña.
Con esa coalición de fuerzas y el programa que ella implicaba, Humala tenía lo necesario para gobernar, y para gobernar bien. Tenía mayoría, representación, y cuadros (es decir, funcionarios de alto nivel) grosso modo capacitados para manejar el gobierno en el camino medio del espectro, con pragmatismo y eficiencia económica, manejo racional de los conflictos sociales y diálogo constante con las fuerzas masivas que lo llevaron al poder. Ignorarlas era no solo temerario sino tonto. Esas fuerzas representaban una posibilidad real de dinamizar y hacer más eficaz la acción del gobierno. Eran el tipo de capital que ningún buen político demócrata desprecia sino, por lo contrario, cultiva con esmero.
Pero en determinado momento se inició, y no paró, un proceso de ósmosis entre Humala y la plutocracia oligopólica (uso ambos términos con propósito puramente descriptivo, en nada peyorativo) que manejó la economía y el poder económico junto con los cleptócratas fujimoristas en los 90; que cooptó luego el gobierno de Toledo entre el 2001 y el 2006 (aunque despreciándolo); y que se afirmó durante el régimen de García (con quien se sintieron en general cómodos, por percibirlo un macho alfa político, saberlo vengativo y a la vez, sobre todo, un maestro de los profundos saberes de la política del triple discurso: que hablas de una manera, gobiernas asá, acuerdas así, y fluye luego, en consecuencia, aparentemente sola, la plata hacia donde tiene que llegar, una vez que se escoge a quienes saben administrar el riego –que no riesgo– financiero).
Esos grupos empresariales dominantes y su enjambre de satélites de servicios legales, publicitarios, marketeros, periodísticos, apostaron en forma no solo decidida, sino también amorosa, por Keiko Fujimori.
Perdieron, no por primera vez; y luego, tampoco por primera vez, se adaptaron y buscaron cooptar al nuevo presidente. ¿No había cambiado tanto el candidato, de ser el chavitos del 2006 al demócrata del 2011? ¿Ser demócrata no significaba acaso someterse al free market? ¿Y lo que pasa por free market no era, acaso, la Confiep?
Hacia fines de 2011, la cooptación del régimen del presidente Humala había sido, para todo propósito práctico, estratégicamente lograda. No en forma completa pero sí funcional.
La historia puntual de cómo se logró es muy interesante y será fascinante contarla en detalle en su momento. Fue mucho menos conspirativa de lo que, me temo, pudiera sugerir el texto hasta ahora. En lo fundamental, la cooptación descansó en ofrecer al presidente cómodas (por lo menos en apariencia) soluciones pragmáticas a las principales inquietudes del día a día de gobierno. Lo hicieron con un presidente inexperto que quería mantener a toda costa la estabilidad y el crecimiento económico logrados y que no quería ponerla en riesgo. Que además quería desterrar la percepción previa de “populista” que había de él a través de un pragmatismo que no da explicaciones ni se fija demasiado en consecuencias.
Por eso, como he escrito en otro momento, cuando el entonces primer ministro Salomón Lerner, enfrentado con el problema de Conga, quiso lograr el diálogo para restablecer el orden, Humala ordenó lograr el orden para restablecer el diálogo. Fue una decisión con consecuencias.
El coro naranja de julio estaba todavía excitado pero ya tranquilo en diciembre-enero y retornó su optimismo gremial. A la economía peruana le iba muy bien y a la economía de las más importantes empresas oligopólicas le iba, en general, todavía mejor. Pero su relación con Humala no fue igual, ni entonces ni después, que la que habían tenido con García.
Los oligarcas desconfiaban de Humala y de Nadine Heredia. Teniendo el control casi total de medios, su estrategia fue mantener a Humala permanentemente ansioso, caminando sobre la punta de los pies, para que las decisiones centrales en la economía llevaran a las previsibles salidas supuestamente ‘pragmáticas’. Entre tanto, el capital político del presidente se erosionaba de semana en semana, de mes en mes, pese a ciertos éxitos, nada desdeñables algunos de ellos, obtenidos en otros sectores de gobierno.
¿Qué pudo haber hecho Humala en forma diferente para evitar esa aparente estabilidad que socavaba su propia estabilidad? ¿Cuáles fueron los principales errores y logros de su gobierno hasta ahora? ¿Qué puede hacer para cambiar el perverso decurso actual de las cosas?
Lo veremos en mi siguiente artículo, el primero del 2015 en CARETAS.
Les deseo entre tanto, lectores, un año venturoso. En lo político, el 2015 no va a ser un año nada fácil. La parte fundamental de la campaña electoral presidencial se dará en la segunda parte del año; y será más difícil que las anteriores. Pero si acrecentamos la lucidez, la energía, valor y creatividad que las fuerzas democráticas han conseguido desde el 2000 durante los momentos de peligro, de repente el futuro termina siendo más claro de lo que se adivina hoy.