Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2375 de la revista ‘Caretas’.
Hay señales de que el Gobierno iniciará pronto acciones contra el narcotráfico en el VRAE. Dependiendo de la estrategia que se utilice, los resultados podrán ser desde positivos hasta desastrosos. Ello dependerá, por supuesto, del conocimiento, la claridad intelectual y la independencia de criterio de quienes formulen y apliquen esa estrategia.
Resumo la situación. Hoy por hoy, el VRAE es el centro del narcotráfico en el Perú. Es también, debido a la presencia del SL-VRAE, el lugar con la mayor concentración de bases de las fuerzas de seguridad (FFAA y PNP) en el país y el único en el que se desarrollan operaciones militares.
Tanto Sendero como el narcotráfico tienen una presencia de larga data en la región. Lo usual es decir que la relación entre ambos es simbiótica, pero eso no es correcto. Tienen objetivos e intereses diferentes y han tenido a lo largo de su historia en el Valle más instancias de conflicto que de cooperación.
Ahora, en este último capítulo de la historia, Sendero se encuentra debilitado –aunque no derrotado– después de los golpes sufridos por, sobre todo, las muertes de ‘William’, ‘Gabriel’ y ‘Alipio’. El narcotráfico, contrariamente, se ha fortalecido mucho.
«El éxito de la interdicción aérea desde 1995 no fue ningún mito sino una realidad concreta».
Durante los dos últimos años, el narcotráfico por vía aérea se ha convertido en el medio principal de exportar la cocaína que produce el VRAE. Lo hace una flota de avionetas principalmente bolivianas, que ingresan con total ilegalidad y casi total impunidad al VRAE, tocan tierra en docenas de pistas de aterrizaje y retornan con por lo menos 300 kilos de cocaína por vuelo. Hay no menos de seis vuelos por día –posiblemente hasta una docena– y toda una industria dedicada a la infraestructura, logística y servicios de esos vuelos.
El narcotráfico y Sendero entraron, cada uno por su vía y por distintas razones, al VRAE desde mediados de la década de los 80 del siglo pasado. El Valle fue el teatro más feroz de la guerra interna, donde los campesinos organizados en los DECAS, enfrentaron y eventualmente derrotaron, después de años de cruentas batallas, a Sendero.
A diferencia de Colombia, los grupos de autodefensa en el VRAE fueron siempre de campesinos pobres que no dependían ni de terratenientes ni de señores de la droga. Pero eran cocaleros y con lo que la coca les daba pudieron solventar su durísimo esfuerzo de guerra.
Aunque debilitada, la tradición DECAS pervive hasta hoy en la forma de Comités de Autodefensa (CADs) locales, sumariamente armados pero con capacidad de acción. El SL-VRAE actual buscó insistentemente de hacer las paces con ellos, pero aunque agrietó un tanto las murallas de odio que los separaban, nunca logró hacerlo por completo.
El año pasado, cuando DEVIDA insistía en iniciar una erradicación masiva de cocales en el VRAE, la certeza de que ello llevaría a confrontaciones violentas con los campesinos cocaleros llevó al Gobierno a destituir a la entonces jefa de DEVIDA, cambiarla por un colaborador cercano de Humala, suspender la erradicación y encargar a un ministro (Juan Manuel Benites, de Agricultura) la coordinación del reemplazo voluntario de 5 mil hectáreas de coca por cultivos completamente legales.
Un año después, los resultados han sido cercanos a cero y posiblemente aún negativos, si resulta, como parece, que creció la superficie de cocales. Benites sostiene, en forma poco convincente, que simplemente se les atrasó el reloj (por lo atractivo de los precios de la coca) y que este año sí cumplirán con sus metas.
Frente a eso, vuelve a sostenerse la necesidad de erradicar cocales, sobre todo por parte de grupos y personas que comparten habitualmente la perspectiva del gobierno de Estados Unidos, cuya influencia sobre el peruano es, en ese ámbito, extensa y profunda.
Otros, entre quienes me encuentro, sostenemos que ese sería un error no solo estúpido sino grave, que podría terminar logrando lo que SL-VRAE no consiguió hasta ahora: la alianza con sus antiguos enemigos campesinos de los CADs.
¿Qué medidas tomar entonces? la más importante es poner en práctica un programa de interdicción aérea complementado por otro terrestre y fluvial. No es una idea nueva. Se llevó a cabo a mediados de la década de los 90, con resultados contundentes. La producción de coca se desplomó y el abandono de los campos llevó a la erradicación de miles de hectáreas de cocales.
¿Por qué no se vuelve a hacer lo que funcionó ayer? Porque el gobierno de Estados Unidos se opone a ello por razones que, según sostiene, tienen que ver con la seguridad de la aviación civil. En el pasado, Estados Unidos participó centralmente en la interdicción aérea, pero su posición cambió en los últimos años.
Hace pocas semanas, Rubén Vargas, director de Inforegión, publicó un artículo en El Comercio: “El mito de la interdicción aérea”, que buscaba demostrar que la interdicción aérea en los 90 fue mucho menos eficaz de lo que se cree y que la razón verdadera del colapso del narcotráfico en el Perú fue la muerte de Pablo Escobar en 1993 y la exitosa acción contra el cartel de Cali, en 1995.
“… Las operaciones aéreas contra las narcoavionetas comenzaron en 1991 y llegaron a su pico más alto en 1995’ escribió Vargas, “[…] el narcotráfico casi había desaparecido en el segundo quinquenio de la década de 1990 […] si revisamos los informes de monitoreo de coca de las Naciones Unidas, veremos que el ciclo de la caída libre comenzó en 1995, justo cuando la interdicción aérea había bajado significativamente en intensidad”.
Esa es una descripción totalmente equivocada.
Los hechos fueron los siguientes:
Hubo un primer intento de interdicción aérea que se inició, en efecto, en 1991. Pero era muy parcial, puesto que los interceptadores peruanos solo vigilaban la frontera norte durante el día. Los narcovuelos pasaron a ser nocturnos. Poco después, el 24 de abril de 1992, cazas peruanos atacaron un avión militar estadounidense, un C-130. Ese incidente paralizó el programa de interdicción.
El único programa serio de interdicción aérea empezó en abril de 1995, con una acción de 24 horas por día y siete días por semana. Tres pisos radáricos (AWACs, Orion P-3 y radares de tierra) cubrieron los cielos de Perú, Brasil y Colombia, y señalaron blancos precisos a los interceptores Tucano y A-37B.
En pocas semanas hubo 40 interceptaciones y alrededor de 15 derribos. ¿Resultados? Hacia fin de ese año no entró un solo narcovuelo al VRAE. Algo parecido sucedió en el resto del país y entonces, con el brusco cierre del mercado colapsaron los precios y se abandonaron los cocales, cien mil hectáreas de los cuales dejaron de existir.
La relación causal entre lo uno y lo otro queda fuera de toda duda. La caída de los Rodríguez Orejuela en 1995 tuvo también un impacto sobre la capacidad de respuesta del narcotráfico, pero lo que hicieron los otros grupos que reemplazaron rápidamente a estos fue acrecentar la producción de coca en Colombia, para eludir así el problema de la interdicción.
De manera que el éxito de la interdicción aérea desde 1995 no fue ningún mito sino una realidad concreta. ¿Sería igual de eficaz ahora? Lo sería, pero con diferencias. Entre otras razones porque no sería inteligente derribar avionetas como en los 90. Sería necesario hacer un esquema de interdicción conjunto con bolivianos y brasileños, que persiga a las avionetas hasta que se vean forzadas a aterrizar. Más costo económico, más complejidad, pero menos violencia.
Los resultados, entonces no serían tan inmediatamente contundentes como en los 90, pero sí muy importantes. Sobre todo si se pone en práctica un programa simultáneo de control terrestre y fluvial. En ese momento, la acción del gobierno a través del ministro Benites podría pasar de atrasar los relojes a dar la hora en el VRAE.