Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2376 de la revista ‘Caretas’.
El incidente por el último caso de espionaje naval chileno en nuestro país ha producido las palabras, los gestos y los fruncimientos que era de esperar. No concluye todavía, al parecer, la sucesión de comunicaciones verbales y no verbales a través de esa suerte de danza diplomática de pasos fijos que terminará en ‘satisfacciones’ aceptables, al cabo de las cuales las cosas volverán a la normalidad y los embajadores a sus oficinas.
El proceso es tan poco original como predecible, aunque mejor que casi cualquier otra alternativa. Churchill, que conocía bien ambas cosas, expresó, al término de un almuerzo poco abstemio en la Casa Blanca en 1954, lo que parece la primera formulación de la diplomacia: “better to jaw-jaw than to war-war”. En traducción libre, mejor chamullo que mechadera. Los embajadores son costosos, pero evitan costos mayores.
Pero dado que nosotros, ciudadanos de a pie, no vivimos obligados por protocolos, fórmulas ni retóricas, ¿qué les parece si analizamos el tema con la herramienta infrecuente del sentido común? Empecemos con algunas preguntas básicas.
¿Las naciones con historia de conflictos y controversias en proceso se espían entre sí? ¿Sus fuerzas armadas lo consideran como parte de su misión? Si la controversia es marítima, ¿las fuerzas navales se sienten particularmente motivadas a jugar el juego del espionaje? Las respuestas son evidentes y llevan a la siguiente pregunta: ¿esperamos que nuestros propios espías, especialmente los navales, espíen a su vez a sus contrapartes del sur? Yo, por lo menos, espero que sí. ¿Tendrá eso alguna utilidad práctica? No mucha, pero tampoco el espionaje de ellos.
«Un buen oficial de inteligencia cultiva la lealtad a su propio país haciendo que otros traicionen al suyo. En el viejo juego de espionaje tu mal es mi bien».
Eso es porque ni ellos quieren guerra ni nosotros tampoco y porque no nos preparamos en serio para eso por lo menos desde los ya lejanos 70 del siglo pasado. Pero a la vez tenemos fuerzas armadas que, a falta de otras mejores, mantienen sus hipótesis preferentes de conflicto internacional. Miles de jóvenes entran a las fuerzas armadas de aquí y de allá y salen ya medio viejos luego de dedicar una parte nada desdeñable de su vida profesional a prepararse para esa hipótesis que muy pocos, de ellos, o nosotros, desean ver convertida en realidad.
No somos enemigos, no, pero tampoco somos realmente amigos. Hacemos negocios, cooperamos, es frecuente que nos llevemos muy bien individualmente, pero de Estado a Estado y hasta de sociedad a sociedad, hay suspicacia y una endémica desconfianza. Así las cosas, ¿esperamos que no nos espíen? No somos tan tontos ¿Esperamos espiarlos cuando podamos? Por supuesto que sí. ¿Sirve de algo ese espionaje clásico? En verdad, de muy poco. Pero el juego, por poco útil que sea, se seguirá jugando.
Veamos otros escenarios de mayor cercanía ¿Se espían entre sí los amigos? Pregúntenle a Dilma luego que se enteró del espionaje de Obama. ¿Se espían entre sí los aliados además de amigos? Angela Merkel les puede responder eso y contarles lo que le dijo a, otra vez, Obama al respecto.
En cuanto a las reacciones frente a espiar y ser espiado, ¿practican los Estados la hipocresía como virtud patriótica? ¡Y cómo! Luego de las muy incómodas revelaciones sobre su espionaje a aliados, los Estados Unidos trataron de morigerar el desagrado de estos con algunas visitas y gestos propiciatorios. Pero sin pedir disculpas.
Si un aliado, en cambio, los espía, como sucedió cuando su analista de inteligencia, Jonathan Pollard, fue detectado espiando a favor de Israel, el castigo a aquel fue mayor que si hubiera espiado para países enemigos. Espías rusos y cubanos han sido canjeados o liberados. Pollard sigue preso.
Ese doble estándar es común entre los Estados. La verdad no es un fin sino un instrumento y mentir puede ser virtuoso. Lo mismo en cuanto a los valores básicos de lealtad y traición. Un buen oficial de inteligencia cultiva la lealtad a su propio país haciendo que otros traicionen al suyo. En el viejo juego de espionaje tu mal es mi bien.
Anacrónico, decimonónico, pero desafortunadamente real en el caso Perú-Chile. Y vivir fijados por el apasionante siglo XIX es, después de todo, bastante mejor que las feroces retrogradaciones que hoy plagan otros lugares del mundo, donde enloquecidas reencarnaciones del medioevo esparcen una cruel oscuridad sobre los territorios y poblaciones que conquistan y depredan.
En fin. Ojalá que Perú y Chile logren en el futuro cercano reemplazar la suspicacia por confianza y cercanía. Sin que sea igual, podríamos aprender algo del Ecuador. El momento en que ambas naciones proclamen que no hay controversias pendientes y que se produzcan acciones mutuas de generosidad, de sensibilidad histórica y de honor al vecino, entonces se habrá pasado a la etapa de verdadera amistad, cercanía y cooperación.
Hasta entonces haremos negocios y nos vigilaremos; sus espías y los nuestros tratarán de reclutar mandos medios desafectos. Cuando se descubran, vendrán las protestas de histriónica indignación, las danzas de diplomáticos y, eventualmente, el retorno a la normalidad. Por el momento, y espero que en el futuro también, nada de eso tiene que ver con ningún peligro real de guerra ni con ganancia o pérdida de información de importancia estratégica.
Pero, como es natural, mientras nos toque jugar el juego, juguémoslo bien.