Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2384 de la revista ‘Caretas’.
Quilish, Majaz, Conga, Tambogrande, Espinar, Tía María… la lista es más larga, pero esos son los casos principales de conflicto entre el campo y la mina durante los últimos años. En ellos chocaron dos asimetrías opuestas. De un lado, la megaempresa minera, varias veces mayor en capital (y lo que ello supone) que la suma de bienes y productos de todos los agricultores. Del otro, la multitud provinciana convertida en masa enardecida, que empequeñece, paraliza y reduce a la impotencia a la mina.
¿Es inevitable el conflicto entre el campo y la mina? En algunos casos, sí, en tanto no haya lugar ni recursos, para los dos. Pero en la mayoría de las circunstancias el choque no solo no es inevitable sino que la cooperación es plenamente posible y preferible además.
Que lo sea no significa que vaya a suceder. La historia del conflicto humano está llena de casos en los que la resolución pacífica era, de lejos, la opción más racional y deseable, pero que terminaron en desenlaces violentos donde todos perdieron. ¿Cómo evitar que ello suceda una y otra vez en el Perú, como ocurre ahora en Arequipa?
Fui agricultor en Arequipa por varios años. Me tocó, junto con otros, asumir responsabilidades gremiales para enfrentar la oleada de confiscación indiscriminada en que degeneró la Reforma Agraria durante el gobierno de Velasco Alvarado y la primera parte del de Morales Bermúdez.
Observamos cómo la Reforma Agraria, una vez terminado el latifundio, barría a la propiedad mediana a lo largo de la Costa y erradicaba a una clase media rural que había vivido con sus familias en el campo, que llevaba conocimiento y tenía la capacidad de comprender y adaptar tecnologías usables, por ellos y sus vecinos, al agro.
Vimos cómo los barrieron, desde Piura hasta Nazca y nos organizamos para resistir en el Frente de Defensa del Agro Arequipeño. Al final de mucho esfuerzo, la mayor parte del cual no ha sido ni será registrado, la supuesta Reforma Agraria del Gobierno Militar fue frenada en seco y no logró expropiar ni un centímetro cuadrado del agro arequipeño. A diferencia de otros lugares, la clase media rural era no solo esforzada sino fuerte en Arequipa, con agricultores decididos a defender el trabajo de su vida con la vida misma.
Eso pasó en los años setenta del siglo pasado, hace una vida y un poco más. Pero me queda la suficiente memoria para comprender la justificada suspicacia de los agricultores de hoy en Islay frente a la Southern, cuyas acciones le ganaron la desconfianza de la gente, desde Ilo hasta Cocachacra.
Cuando uno examina de cerca los conflictos mineros más importantes, queda claro que en la mayoría de los casos la confrontación era evitable y que por lo general fue la arrogancia de las empresas mineras la que precipitó los choques.
«Hay riesgos y hay antecedentes negativos, pero el beneficio potencial de una relación igualitaria y cercana entre el campo y la mina, es mayor».
En Cajamarca, por ejemplo, en el caso del cerro Quilish, hubo inicialmente negociaciones y acuerdos. Una auditoría ambiental encargada por todas las partes a la empresa colombiana Ingetec, en 2003, estableció dudas importantes sobre el impacto ambiental del proyecto y se aunó a la recomendación de “implementar [un] laboratorio de Análisis y Monitoreo Ambiental [bajo una administración] autónoma y de responsabilidad multisectorial, con participación de la sociedad civil”.
Yanacocha montó un laboratorio, pero asumió su dirección y control, dejando de lado las recomendaciones de Ingetec.
En julio de 2004, el experimentado ‘conflictólogo’ Dante Vera presentó un detallado reporte, (“Minería: oportunidades y amenazas en la región Cajamarca”) a la Sociedad Nacional de Minería. En él, Vera identificó el “derecho del uso del agua” como “la principal preocupación y temor de la población rural y urbana de Cajamarca”. Dado que Cajamarca es una zona relativamente seca, la preocupación tenía fundamento. Pero Yanacocha decidió entonces avanzar con los trabajos exploratorios en Quilish y ahí se enardeció la oposición al proyecto, que eventualmente lo paralizó.
Entrevisté entonces al vicepresidente de Newmont, Carlos Santa Cruz, quien, en vena autocrítica, reconoció que “si algún error hemos cometido es haber ido demasiado rápido y muchas veces la curva del crecimiento no va paralela con el tema social”. Fue una sabiduría tardía que sucedió, ya sin efecto posible, a la arrogancia previa.
Un guión parecido al de Quilish es el de Tía María. La suspicacia de los agricultores tiene fundamento no solo en las humaredas del pasado en Ilo sino en el desarrollo del mismo proyecto. Desconfían de la Southern, también del Estado y en varios casos –ya vimos la semana pasada el de la Dinoes–, no les falta razón.
Por toda la merecida desconfianza en el pasado y por el enardecimiento actual, no estoy seguro si será posible algún acuerdo en el caso del proyecto de Tía María.
De lo que sí estoy seguro es que el Perú necesita y debe ser un país tanto minero como agrícola. Conciliar los intereses del campo y la mina no es nada fácil y en algunos casos puede ser imposible. Pero todo esfuerzo por lograr complementariedad (y donde se pueda, simbiosis) entre el campo y la mina, es necesario y hasta vital.
Se trata, por supuesto, de un esfuerzo que debe tener presente la gran asimetría que existe entre el campo (incluso en zonas relativamente prósperas, como Islay) y la compañía minera. Por eso, es en interés de todos –incluso de las mineras– que los agricultores y los campesinos dispongan de la mejor información posible para poder discutir y, llegado el acaso, acordar con la mina en condiciones de igualdad de conocimiento.
Hay riesgos y hay antecedentes negativos, pero el beneficio potencial de una relación igualitaria y cercana entre el campo y la mina, es mayor. La mina puede traer capitales (es decir, medios que generen valor), tecnología y desarrollo al campo. Y este a su vez continuará alimentando a la gente, proporcionando trabajo y una manera noble de vivir, mucho tiempo después que la mina se haya ido. Ambos son indispensables por separado, y mejor si se complementan.
Luego del contraste del cerro Quilish, Carlos Santa Cruz resumió lo aprendido en ese episodio crucial. Cambien el nombre del lugar por el de cualquier otro donde haya conflictos y verán que la enseñanza es igualmente válida.
“Si queremos estar un buen tiempo en Cajamarca, –dijo Santa Cruz– veinte, treinta años …debemos trabajar con la comunidad o con la autoridad local, con los usuarios de las cuencas, de los canales (…) para resolver esos problemas, el tema del agua (…) y el tema del mejoramiento de la producción y la productividad en el campo”.