Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2393 de la revista ‘Caretas’.
Así como hay personas que uno espera encontrar a través de los años apenas tocadas por el tiempo, así también hay lugares que arraigan con más fuerza en la memoria que en el presente. Lo escribo mientras pienso en el Alto Huallaga.
Mi primera comisión periodística en el Alto Huallaga fue para asistir al responso de un periodista muerto por un narcotraficante.
Fue en 1982. La Fiscalía de la Nación era una institución recién fundada y tenía como primer fiscal de la Nación al formidable Gonzalo Ortiz de Zevallos. Cuando le llegó la noticia de que un periodista llamado Orlando Carrera Yépez había sido asesinado en Uchiza, tomó la decisión de viajar allá para rendir homenaje al periodista y ver que se tomaran las medidas para capturar y procesar al asesino o los asesinos.
Caretas me encargó acompañar al Fiscal de la Nación y reportar los hechos. Luego de pasar la noche en Tingo María salimos al día siguiente hacia Uchiza. Un fuerte contingente policial, sobre todo efectivos del Umopar, acompañó a Ortiz de Zevallos y aseguró Uchiza poco antes de su llegada. No porque este lo hubiera pedido, pues su tranquilidad contrastaba con la visible inquietud de los policías.
Después de cruzar el Huallaga sobre balsas que transportaban personas y vehículos, llegamos por primera vez a Uchiza. La plaza, vacía, estaba tomada por la Policía y parte de la población se agolpaba en una de las calles que desembocaban en ella y miraba en silencio, pero en un coro de miradas hostiles, cuyo silencio las hacía más ominosas que si las hubiera acompañado un griterío.
Ortiz de Zevallos convocó al cura, un español claretiano, y le pidió rezar en el lugar preciso, en la Plaza de Armas en el que el asesino, un joven narcotraficante hasta entonces desconocido, llamado Catalino Escalante, había ultimado a Carrera Yépez, el primero de muchos periodistas que habrían de caer cumpliendo su deber en los años siguientes.
Fue un gesto de gran significado. El fiscal de la Nación recorrió medio país para llegar al punto preciso donde cayó muerto el periodista a fin de rendirle el doble homenaje del responso y la exigencia de que se capture a su asesino. Pero pese a lo significativo, el gesto fue solo eso: el recuerdo de una bella acción, que no se hizo sistema y que terminó con la salida de Ortiz de Zevallos.
El oficial del Umopar, un comandante a quien todavía algunos recuerdan por su apodo célebre: “el chino” Cano, logró persuadir a Ortiz de Zevallos para que retornara por aire a Tingo María. En el aeropuerto esperamos la llegada de la avioneta que vendría de Tingo María, cuando, precisamente, descendió una.
«Cuando uno volaba sobre el valle, aún sabiendo la letalidad que circulaba en él, era difícil imaginarla viendo la hermosa vitalidad de sus campos, sus bosques y el río».
No era la que esperábamos. Descendió un joven con traza y ropa de prosperidad rural y un sorprendido acento colombiano al verse rodeado y arrestado por policías que no esperaba. Era un hijo de papá (pues lo mencionó) quien al parecer quería iniciar ya al junior en ocupaciones productivas. Pasé junto a él cuando un policía vestido de civil y de traza ruda le susurraba: “Tú te pegas y no te despegas de mí”. Y es que pocas cosas eran lo que decían ser en el Huallaga.
Sendero llegó después, en 1983, clandestino, inesperado y letal desde el comienzo. En una de las primeras comisiones para reportar su presencia, viajé acompañado por Víctor Ch. Vargas. Había habido una presencia fuerte en Venenillo y Corvina, y cruzamos el Huallaga, esta vez en una embarcación estrecha, para encontrarnos con caseríos desiertos y las huellas de una huida en pánico de la población del área. En una playa del río había sido abandonada una máquina de coser. Ahí estaba, solitaria y perdida, objeto de valor y utilidad que la pobreza aprecia tanto, pero un poco menos que el miedo brutal de entonces.
Las violencias diversas confluyeron hacia el mismo cauce y choque a choque, muerte a muerte, se impuso la más profunda y mejor organizada, de Sendero Luminoso. El joven asesino, Catalino Escalante, no alcanzó una mínima longevidad. Su sucesor, “el Tigre” se enfrascó en una guerra sin fortuna contra “Machi”, el señor de Paraíso, quien luego de imponerse enfrentó a Sendero con una organización que trató de imitar a los paramilitares colombianos. Rodeado por los senderistas en su fortín de Paraíso, ‘Machi’ fue rescatado por la Policía, llevado a Lima y luego liberado antes de fugar para Colombia, donde fue, según se reportó, asesinado.
En la entrevista que, integrando un equipo de IDL-Reporteros, tuve con ‘Artemio’ meses antes de su captura en el Huallaga, este me contó haber enviado –mediante acuerdo previo con un narco colombiano– un comando de senderistas a Colombia, que asesinaron a Machi y retornaron luego al Huallaga en uno de los vuelos del entonces activísimo narco-puente aéreo. Puede ser. Pero semanas después de la entrevista recibimos en IDL-R un mensaje electrónico anónimo que afirmaba que ‘Machi’ no había sido asesinado como decía ‘Artemio’, que la historia era otra y que me contactaría para contarla. Por los detalles que dio, se trataba de alguien con conocimiento cercano de los hechos. Pero, como sucede con muchas fuentes, a quienes el miedo lleva al silencio, nunca llegó.
Y la pista de aterrizaje de Uchiza donde bajó, aquel día caluroso de 1982, el narco junior de mala suerte, se había convertido pocos años después, en un cosmopolita aeropuerto internacional, donde llegaban varios vuelos diarios de narcoavionetas, algunas avionetas de itinerario que partían de Lima y el avión del Banco de Crédito, entre otros. Pese a todos los vuelos y el mucho dinero que movía, fue un sitio rústico y siniestro, donde gente mal encarada miraba con suspicacia hostil a todo forastero que bajaba de las aeronaves o que llegaba a abordarlas, como fue el caso del periodista Todd Smith, quien salió caminando desde ahí hacia su muerte.
Está claro que durante los años de la guerra interna, el Alto Huallaga fue una región terriblemente violenta y corrupta. Quizá hubo distritos en otras partes del Perú en los cuales la violencia fue más específicamente letal, pero en ninguna otra llegó Sendero a tener la potencia de fuego y la capacidad de movilización que alcanzó en el Huallaga.
Sin embargo, aunque hubo en el Perú muchos lugares en los que la violencia aplastó el paisaje, eso no sucedió en el Huallaga. Cuando uno volaba sobre el valle, aún sabiendo la letalidad que circulaba en él, era difícil imaginarla viendo la hermosa vitalidad de sus campos, sus bosques y el río. Era ese paisaje que te quedaba en la memoria mientras intentabas comprender la compleja dialéctica de las destrucciones y asesinatos que no lograban ahogar su belleza y su inherente vitalidad.
Ahora, el levantamiento del estado de emergencia sentencia formalmente lo que la realidad expresó hace por lo menos un par de años: que la guerra interna terminó y que hoy y después, ya no será necesario elevarse sobre el valle para apreciar su fuerza y su belleza.