Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2400 de la revista ‘Caretas’.
“Ayer mochileros, hoy transportistas”, decían, hace pocos años, con cierto orgullo empresarial los jóvenes trasteadores de cocaína, en los talleres de mecánica en el VRAE donde improvisaban escondrijos dentro de las Hilux y otras camionetas resistentes, para caletear la droga llevada por carretera desde el VRAE hasta Bolivia.
El dicho se convirtió en “ayer transportistas, hoy aviadores”, en los últimos tres o cuatro años, cuando en el Valle se volvió a escuchar el ruido de los motores de avionetas en ruta hacia pistas de aterrizaje que se multiplicaban día a día, mientras el puente aéreo de la droga resurgía con tanta o mayor intensidad que la que tuvo durante los años de auge del narcotráfico, en los 80 y parte de los 90 del siglo pasado.
El 7 de marzo de este año, cuando el presidente Ollanta Humala viajó a Llochegua, en el corazón cocalero del VRAE, para inaugurar dos puentes, el Tincuy y el Mayapo, pudo percatarse que estos no eran, ni mucho menos, la obra de infraestructura de transporte en el Valle que movilizaba las mayores expectativas y actividades.
Al sobrevolar el área, Humala vio las decenas de pistas de aterrizaje que hacían del VRAE el aeropuerto más extenso –y uno de los más intensos– en el Perú. El Presidente pudo ver cómo, en, por ejemplo, Mayapo, había pistas rústicas pero funcionales que casi se tocaban entre sí y, lo que era más interesante, a cercana distancia de las bases militares.
«En las semanas y meses que siguieron hasta agosto, los zapadores militares dinamitaron y desactivaron no menos de 200 pistas clandestinas de aterrizaje».
Cuando, pocas horas después, Humala bajó en Tambo, en el ande ayacuchano, se encontró con el jefe del Comando Conjunto, el almirante AP Jorge Moscoso. Humala le contó a Moscoso lo que acababa de ver y le dijo en tono que no admitía mayores dudas ni interpretaciones que cuando él, Humala, volviera –y eso sería pronto–, no quería ver ni una pista de aterrizaje clandestina en funcionamiento.
Moscoso, según versiones confiables, trasladó inmediatamente la orden –junto con contexto y subtexto– al jefe del CEVRAEM, general EP César Astudillo.
No fue la primera ocasión en la que Humala supo de las pistas de aterrizaje clandestinas. De hecho, el tema, según fuentes con conocimiento de causa, era para él una preocupación insistente desde meses atrás. Para Humala, el crecimiento del puente aéreo del narcotráfico aparejado a la oposición del gobierno de Estados Unidos [antaño promotor de la idea] a que se pusiera en marcha un programa de interdicción, se había convertido en una de esas situaciones en las que la parálisis de la decisión solo acrecienta la presión por tomarla.
Pocos días después, el CEVRAEM pasó a dedicarse fundamentalmente a la demolición y voladura de las pistas de aterrizaje. Hacia fines de marzo, ya habían volado más de 30 pistas, dentro de una creciente velocidad demoledora.
En las semanas y en los meses que siguieron hasta agosto, el número de pistas desactivadas fue creciendo ininterrumpidamente. Los zapadores militares dinamitaron no menos de 200 pistas clandestinas de aterrizaje.
Al principio, la reacción de las poblaciones cercanas a las pistas, cuyo funcionamiento se había convertido en parte central de la intensa dinámica económica del narcotráfico local, fue de la mal disimulada alegría con la que veían las anteriores campañas de dinamitamiento de campos de aterrizaje. Su reparación significaba trabajo adicional para la gente, y trabajo generalmente bien pagado por quienes tenían la urgencia de embarcar cargamentos de droga. Una pista dinamitada no quedaba inoperativa por mucho tiempo.
En este caso, sin embargo, los pobladores locales tuvieron más trabajo de reparación del que podían realizar. Hubo algunas pistas de aterrizaje, como en Santa Rosa, por ejemplo, que se dinamitaron hasta siete veces seguidas. De manera que la reparación de ellas pasó de ser una compulsa de voluntades a un cálculo simple de costo-beneficio, en el que lo primero superó de lejos lo segundo.
Para las avionetas bolivianas, se fue haciendo crecientemente difícil aterrizar en pistas tranquilas donde ya estuviera la carga preparada.
No solo eso: en un par de incidentes, el helicóptero blindado Mi-35 demostró ser más rápido que las narcoavionetas. La visión de ese tanque volador, con su impresionante capacidad de fuego, debe haber resultado terrorífica para los narcopilotos que lo vieron aparecer en su horizonte de vuelo.
En por lo menos una ocasión más, hubo fuego desde tierra (o desde el agua) a las avionetas del narcotráfico. En un incidente aparentemente confuso, la avioneta boliviana CP-2914 fue derribada el 15 de abril, cerca al pueblo Micaela Bastidas, sobre el río Tambo. Sus tripulantes, el colombiano Carlos Giraldo y el piloto brasileño Asteclinio Da Silva Ramos, resultaron heridos por arma de fuego. Los familiares de este último acusaron a las fuerzas de seguridad peruanas de un derribo ilegal y amenazaron con enjuiciar al Estado peruano.
Pero la terca y rápida insistencia de los zapadores militares en volver a llenar de cráteres una pista recién reparada y el cambio de actitud global de las fuerzas de seguridad hacia los narcos, ayer pasivas y hoy hostiles, afectó en forma perceptible la frecuencia y los patrones de narcovuelos sobre el VRAE.
Sin embargo, el narcotráfico no amainó. Y los narcovuelos solo disminuyeron un poco, pero el sistema cambió.
Volvieron los “cargachos”.
Desde hace pocos meses, los narcotraficantes del VRAE reorientaron las zonas de exportación aérea fuera del Valle. No en su totalidad, por cierto, pero sí en la mayoría de casos.
El nuevo punto de embarque aéreo de la droga – desde hace algo más de tres meses– está a aproximadamente 20 kilómetros al sur de Sepahua, cerca al río Ucayali. La zona se llama Alto Pichas y es próxima al área de actividades de Camisea.
En la zona se han construido, según versiones diversas y no del todo consonantes de fuentes expertas, de dos a cuatro pistas de aterrizaje.
A ellas se llega caminando por nueve días desde el VRAE. Y esa ruta la hacen, intensamente, convoyes de “cargachos” organizados de manera diferente a sus predecesores.
Según unas fuentes, en cada convoy van alrededor de 80 hombres, 20 de los cuales son de seguridad. Según otros, el número es menor, de 40 a 60.
La mayor parte del trayecto no cruza ningún pueblo ni zona habitada. Los convoyes deben cargar su propia comida, además de la droga, lo que significa que, luego de cruzar la cordillera, llegan exhaustos y hambrientos al Alto Pichas.
Sepahua, según las fuentes, se ha convertido en un punto crucial de abastecimiento para los cargachos narcos, complementado por las avionetas bolivianas, que traen alimentos en sus vuelos para ayudar a los mochileros en la larga caminata de retorno.
Una pista de aterrizaje en Alto Pichas fue recientemente dinamitada y muy prontamente rehabilitada. Según algunas fuentes, le tomó apenas una hora a los narcos hacerlo; de acuerdo con otras, exigió más tiempo.
Caminatas tan largas y azarosas tienen un costo usualmente alto. Varios cargachos han muerto, abatidos por las dificultades de la ruta, a tenor del relato de gente con conocimiento directo del tema. Y a comienzos de esta semana, un contingente de ‘cargachos’ chocó con una patrulla del CE VRAE. Los mochileros tuvieron dos muertos y varios capturados, mientras que las fuerzas de seguridad sufrieron un herido.
En ese contexto de cambio, esfuerzo, violencia, nuevos escenarios, largas expediciones, muertes en la ruta y vuelos incesantes, es que fue finalmente aprobada por el Congreso la ley sobre interdicción aérea el jueves 20 pasado.