Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2412 de la revista ‘Caretas’.
Los sangrientos ataques terroristas perpetrados en Paris remecen el alma por su vesania depredadora y parecen a primera vista un desarrollo nuevo en los métodos del terror.
¿No lo es esa intensidad maléfica en busca de la máxima resonancia a través del asesinato masivo de gente inerme? Los verdugos implacables que irrumpen donde menos se los espera (la ciudad, el local, las personas), para matar a todo ser humano que el destino haya llevado ahí ¿son un nuevo tipo de terrorista?
No. No lo son, pese a que es verdad que toda acción de crueldad extrema escribe sobre una página en blanco de la experiencia humana mientras la desgarra y desintegra. Nada prepara a la memoria colectiva para enfrentar el horror. Solo algunos sobrevivientes pueden convertir el dolor extremo en un mecanismo de acción. ¿Cómo lo hacen? Quizá alguno de los combatientes yazidíes que, junto con los kurdos, acaban de reconquistar Sinjar lo pueda explicar, si encuentra las palabras.
Pero si se toma distancia para lograr perspectiva, la genealogía y las líneas de parentesco entre estrategias y tipos de acciones de terror se hace visible. Hay una memoria y una línea metodológica que, entre pugnas, cambios y contradicciones, conecta etapas diversas del terrorismo e innova parcialmente al adaptarlas a su medio y sus tiempos.
«Toda acción de crueldad extrema escribe sobre una página en blanco de la experiencia humana mientras la desgarra y desintegra».
El más letal de los últimos atentados en Paris fue el perpetrado por tres terroristas armados con fusiles de asalto (aparentemente AK-47s) durante el concierto en la sala Bataclan. La matanza duró tres horas, hasta que un grupo de choque de la policía entró al local, mató a uno de los terroristas y produjo el suicidio por explosivos de los otros dos.
– Hace casi 44 años, el 30 de mayo de 1972, el vuelo Air France 132, proveniente de Roma, aterrizó en el aeropuerto de Lod en Tel Aviv. Entre los pasajeros se confundían tres turistas japoneses que llegaron a recoger su equipaje cerca de un grupo nutrido de peregrinos portorriqueños en visita a Tierra Santa.
Los tres turistas japoneses recogieron sus maletas, las llevaron a un lado y las abrieron como quien revisa su contenido. De ahí sacaron y esgrimieron fusiles AK-4 y granadas para empezar a segar a la gente a rafagazos y explosivos.
Los tres pertenecían al llamado ‘Ejército Rojo Japonés’, una organización terrorista que se había ofrecido a perpetrar la acción en nombre del Frente Popular para la Liberación de Palestina, entonces dirigido por George Habash.
Uno de los tres atacantes, Tsuyoshi Okudaira, entró disparando a la pista de aterrizaje, contra los pasajeros que descendían de un avión El Al. Cuando se quedó sin balas, se reventó a sí mismo con una granada. El segundo, Yasuyuki Yasuda, cayó muerto de un balazo. El tercero, Kozo Okamoto, también salió disparando hacia la pista de aterrizaje, donde fue herido y reducido primero por un empleado civil de El Al.
En los cortos minutos de la masacre, los terroristas mataron 26 personas e hirieron a 80. 17 de los muertos fueron peregrinos portorriqueños, ocho israelíes y un canadiense.
Como los atacantes de Bataclan, cuatro décadas después, Kozo Okamoto esperaba morir en la acción, pero no lo logró. Luego pidió que le den lo necesario para suicidarse, pero los jueces israelíes le prescribieron cadena perpetua. Fue liberado en un canje de prisioneros a mediados de los ochenta.
La tanatofilia, el amor a la muerte en ese tipo de asesinos que esperan dejar la vida en medio de una marea de sangre ajena, fue curiosamente descrito por Okamoto, el sobreviviente involuntario. Los tres atacantes, dijo en el juicio, esperaban convertirse en otras tantas “estrellas de Orión”.
Poco importa si fantasean terminar en las llamas y la noche del espacio o atareados con las 72 huríes que supuestamente los esperan al otro lado de la explosión. El hecho es que en el momento anterior a que restalle el primer latigazo de la violencia letal, solo los verdugos saben que ellos también van a morir; pero no solo no les importa sino los exalta la idea de sacrificar antes a todos los inocentes que puedan, porque para ellos no lo son. Nadie, excepto la secta, lo es.
– “Carlos el Chacal” –el venezolano Illich Ramírez– fue capturado en Sudán en 1995, después de un cuarto de siglo dedicado a realizar atentados, algunos espectaculares, la mayoría sórdidos. Dos años después fue condenado en Francia a cadena perpetua.
En 2007, el juez anti-terrorista francés, Jean-Louis Bruguiere, abrió un nuevo juicio contra ‘Carlos’ por atentados que este fue acusado de perpetrar en 1982 y 1983: los ataques con explosivos contra dos trenes y la oficina de un periódico, en los que murieron once personas y más de 100 quedaron heridas.
‘Carlos’ se proclamó inocente pero la Corte lo declaró culpable y lo sentenció a otra cadena perpetua en 2011.
En octubre del año pasado, se anunció que ‘Carlos’ iba a ser juzgado por otro atentado más, uno con granadas, que ocurrió en Paris en 1974, mató a dos e hirió a 34 personas.
‘Carlos’ ilustra el proceso transicional del terrorismo en el Medio Oriente. Empezó siendo marxista pero en el curso de los años se convirtió al islam y terminó escribiendo, ya en prisión, en favor de Osama bin Laden, antes del surgimiento del ISIS o Daesh. En la izquierda secular de sus comienzos o en la derecha religiosa en la que terminó, ‘Carlos’ mantuvo un cierto tipo de coherencia en sus actos: dejó un camino regado de víctimas inocentes mientras pudo actuar y admiró, cuando ya no pudo, a quienes, siguiendo sus pasos, lo hicieron en mayor escala después.
– Algo no muy diferente sucedió con los jefes militares del Daesh. Buena parte fueron oficiales de las fuerzas armadas de Saddam Hussein, un régimen secular y tiránico que los entrenó en los usos de la guerra sin reglas y la atrocidad como sistema.
Expulsados del ejército luego de perder la guerra con Estados Unidos y sufrir la incompetente ocupación gringa, no fue un paso demasiado largo para muchos de ellos terminar en el Daesh. Entre servir a una tiranía secular sunni y una tiranía teocrática sunni esta última tuvo la ventaja de su cruel agresividad e iniciativa.
Romper fronteras con fuerza expansiva debe haber parecido lo más natural para estos militares educados en el pan-arabismo. Y la religión les ha dado reclutas y alcance en buena parte del mundo
En muchos sentidos, la lucha contra el Daesh no es nueva sino la continuación, con nuevos guiones de conflictos viejos.
Y mañana como ayer, la mejor enseñanza de las luchas contra el terrorismo, será comprobar que el arma más eficaz para enfrentarlo es el sistema democrático. La línea de tiempo es más clara e inequívoca cuanto más larga. Si se examina el éxito de sociedades diversas en resistir el terrorismo y la violencia política desde el siglo XIX, no hay duda en cuanto al resultado: las democracias lograron mucho mejores resultados que los regímenes absolutistas.
Las que prevalecieron no fueron las democracias tontas, sino las que supieron ser enérgicas, pragmáticas y resistentes a la complacencia en la defensa de sus derechos y libertades. Pero su flexibilidad intrínseca les dio el tipo de ventajas que, por lo menos hasta ahora, ningún régimen autoritario ha podido equiparar.