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Carta Del Director

El Fotógrafo y la Historia

por Gustavo Gorriti
PUBLICADO jueves 26 DE noviembre, 2015 A LAS 16:10
ACTUALIZADO miércoles 25 DE enero, 2023 A LAS 03:42

Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2413 de la revista ‘Caretas’.

En el último concurso latinoamericano de periodismo de investigación, que tuvo lugar en Lima la semana pasada, un tema que llevó a una discusión corta pero interesante fue si la investigación sobre hechos largamente pasados puede considerarse o no como periodismo investigativo.

Ello fue a propósito de un reportaje de TV Bandeirantes sobre un incendio que devastó la favela de Vila Socó, en el litoral de São Paulo, en 1984. La investigación que aclaró la magnitud de la tragedia solo se realizó 30 años después.

¿Periodismo de investigación o historia? En mi concepto, ambos a la vez, sin que lo uno cancele lo otro.

¿Y hay un periodismo de memoria, compilación y remembranza? Me puse a pensar en eso mientras leía el libro ’¡Nunca Más!’ , que reúne y organiza por temas el trabajo del gran fotógrafo Óscar Medrano. Óscar, viejo compañero de muchos reportajes en Caretas, me pidió que fuera uno de los presentadores del libro; y, al revisarlo, el recuerdo, capturado en sus extraordinarias fotos, surgió con fuerza, pero a la vez la lectura fue más allá de la mera memoria. Ahí estaban los episodios vividos en su tiempo que ahora, organizados en los hechos y sus resultados, tenían un sentido, un proceso definitivo que no existía cuando se los vivió.

Al terminar la presentación del libro de Medrano, fui a la exposición del trabajo de Hugo Bustíos, que se inauguró este martes 24 en la Plaza Francia. Hugo empezó a ser corresponsal de Caretas en Huanta cuando yo estaba a cargo de la sección que, entre otras cosas, cubría la guerra interna; y sus despachos, acompañados por sus fotos, me llegaban todas las semanas, con el relato de muertes violentas y crueles, ilustradas con la chocante pero inevitable crudeza de sus fotos, que había que organizar, escoger, incorporar a la narrativa periodística de esa semana.

Pese a recordarlo con memorias de editor, fue imposible no sentirme conmocionado por el trabajo reunido del intrépido corresponsal que día tras día reportaba la muerte, sus víctimas, su complejo lenguaje, su inocente obscenidad, sus inesperados encuentros (el cadáver, por ejemplo, que espera tras una curva, en medio de la carretera, y que no estaba en el viaje de ida por la mañana. Cuerpo con los ojos abiertos y un simulacro de tímida sonrisa, que pareciera preguntarte por qué lo mataron, puesto que él nunca llegó a saberlo).

De un escenario de asesinato al siguiente, Hugo caminó, con los ojos abiertos y la mente clara, hacia su destino. No lo pensó inevitable pero, como lo escribió, lo supo probable. ¿Por qué no dejó todo y se fue, como hicieron otros? Cuando uno ve las fotos y lee lo que Hugo escribió para sí y los suyos, entiende por qué.

No lleven niños ni tampoco lágrimas guardadas, pero vayan a ver esa exposición breve y durísima si quieren darle un vistazo a la sinrazón homicida que cubrió de angustia los territorios asolados por la guerra, cuya ponzoña residual no abandona todavía al país. Si se les anuda la emoción, recuerden que Hugo Bustíos fue una persona alegre y vital, que no permitió que la marea de violencia y sangre le ahogara el alma.

Algunos meses después de su muerte, viajé con Enrique Zileri y Óscar Medrano a Huanta. Hubo varias diligencias, de reporte, investigación y demanda, pero lo que me impactó más fue la visita al cementerio junto con los periodistas huantinos. En el camposanto nos enseñaron el mausoleo que habían construido para ellos, donde esperaban guardarse para siempre compañía. Yo conocía las casas de varios y vi que habían puesto más cuidado en el arreglo del mausoleo que en sus propios hogares. Con orgullo triste y resignado nos mostraron lo que muchos de ellos pensaron iba a ser su próxima morada. Por fortuna, se equivocaron. La muerte ya no buscaba a los periodistas sino la cárcel a los asesinos, aunque tardó y todavía tarda en encontrarlos.

Vuelvo al libro de Medrano, donde las fotos cubren los ciclos completos de lo que en tiempos normales es una generación, pero que en años de guerra se aceleran. Sobre un mismo lugar, en la comunidad iquichana de Huaychao, por ejemplo, veo las impresionantes fotos que tomó cuando estuvimos allá, en enero de 1983, cuando acababa de suceder la tragedia de Uchuraccay, de la que nosotros, estando cerca, no supimos sino días después. Las fotos de Óscar retratan las emociones intensas y contradictorias de los comuneros movilizados. El gesto desafiante, de quienes ya cruzaron una línea sin retorno, de los cuerpos apretujados, blandiendo sus armas inútiles. A la vez, el temor, la angustia de ser abandonados por la fuerza armada a la represalia senderista que ellos sabían iba a llegar, como en efecto sucedió.

En los meses siguientes, Sendero devastó, en varias incursiones punitivas, a Uchuraccay y Huaychao. Casi todos los comuneros que aparecen en la foto murieron. Los sobrevivientes se dispersaron.

Años después, terminada ya la guerra interna en los Andes, Óscar regresó a Huaychao. En la misma aldea, en el centro comunal que sufrió tanta violencia, Medrano retrató a niños sonrientes, los nietos de la guerra, mientras armaba la exposición de las fotos que tomó seis lustros atrás. Gracias a la guía de los sobrevivientes ya retornados a su pueblo, los niños pudieron ver a sus abuelos muertos o desaparecidos, muchos de ellos muy jóvenes. Los vieron contemplar con preocupación un futuro incierto que para ellos supuso una muerte pronta y cruel, pero que eventualmente supuso el renacimiento de su comunidad, con niños pequeños que les sonríen y miran ilusionados su propio futuro.

Desde el primer reportaje que hice con Óscar Medrano, en octubre de 1981, hasta los más recientes en el VRAE en 2012 y 2013, una de las cosas que más he admirado en él es su capacidad de observación, que le permite anticipar las fotos y esperarlas en la mejor perspectiva para cuando ocurran.

Junto con ello, la sencillez con la que se aproxima a la gente y la confianza inmediata que suscita, abre las expresiones y los gestos y hace posible que su fotografía termine expresando, como con pocos, el fondo de las cosas.

Y finalmente, lo que no ha cambiado en nada a lo largo de los años es la actitud de este hoy veterano maestro, que emprende cada nueva misión con la misma intensidad y cuidado, la misma preocupación por el detalle y determinación de regresar con una gran foto con las que salió a su primera comisión.

Gustavo Gorriti

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