Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2419 de la revista ‘Caretas’.
Una de las imágenes más célebres de Napoleón Bonaparte es la del cuadro de Jacques-Louis David, la idealizada representación ecuestre del Gran Corso durante el cruce de los Alpes por el Paso de San Bernardo, en ruta a la victoriosa batalla de Marengo. Capa al viento, sereno sobre el brioso corcel encabritado, el general de treinta años señala la ruta hacia Italia y la gloria.
Aquí en el Perú, cuando Edwin Donayre fue comandante general del Ejército, bajo el gobierno de Alan García, uno encontraba, al entrar a su oficina, en el lado derecho, un cuadro similar de cruce ecuestre de montañas, solo que el pintor desmontó a Bonaparte y sentó a Donayre sobre el brioso caballo.
Cuando Donayre dejó la jefatura del Ejército la obra siguió a su modelo y desapareció con discreta rapidez.
Ahora, el folclórico general es líder importante de APP, el partido que encabeza César Acuña como candidato a la presidencia de la República.
A la vez, quienes siguen las noticias judiciales saben que Donayre es también uno de los principales acusados en uno de los mayores casos de corrupción militar en el Perú post-Fujimori: el de los generales gasolineros y su cutra de alto octanaje.
El caso no es broma; y lo que demuestra su larguísima duración es cómo los corruptos pueden frenar y hasta neutralizar las investigaciones más contundentes, la evidencia más demoledora a través de una pantanosa guerra de desgaste mediante la acción de redes trasversales de cómplices, que se encargan de sabotear las investigaciones, de alargar los procesos para que las pruebas se sequen, los escándalos se olviden y los investigadores honestos no dejen de pagar el precio por haber cumplido con su deber.
El escándalo de los generales gasolineros reventó a fines de 2006, hace poco más de nueve años, en un artículo que publiqué en Caretas 1953 del 30 noviembre. Ahí relaté la maniobra con la que el alto mando del Ejército –entonces bajo la jefatura del general EP César Reinoso– había engañado a los auditores de la Contraloría que investigaban el robo de gasolina en la institución: Por lo menos seis Comandcar habían sido llevados de la 18º Brigada Blindada del Batallón de Tanques Nº 232, del Rímac, a la Brigada de Fuerzas Especiales, en Las Palmas. Al llegar ahí, las placas de seis vehículos fueron cambiadas por las de otros, inutilizados, de la BriFE. El propósito fue hacer ver que esos carros estaban en pleno funcionamiento, quemando la gasolina que de otro modo no se podía justificar haber usado.
Apenas terminó la revisión de los auditores de la Contraloría, los vehículos, retornaron al Rímac, donde un suboficial los repintó nuevamente.
Pese a su reveladora contundencia, ese cambiazo era apenas una anécdota menor dentro de un gigantesco proceso de robo cuya principal víctima era el propio Ejército y cuyo principal responsable era entonces su comandante general, César Reinoso, con la complicidad de otros miembros del Alto Mando, entre quienes estaba Edwin Donayre. Como escribí entonces: “El entrenamiento, la alimentación, el bienestar, la seguridad misma de oficiales y soldados es depredada por las camarillas de corruptos que utilizan la disciplina, la verticalidad y el nombre de la seguridad nacional como escudo para enriquecerse”.
«Es que quizá los caminos de la plata llega sola y la plata como cancha, no anden tan lejos el uno del otro».
Eran los primeros meses del gobierno de Alan García. El ministro de Defensa era Allan Wagner, una persona honorable que reaccionó ante la evidencia como correspondía: A la vez que ordenaba una investigación propia, demandó un informe pronto y claro a Reinoso. Luego de recibirlo, Wagner le comunicó en términos cortantes que no estaba satisfecho con la respuesta y lo conminó a explicarse bien en un término perentorio. Reinoso no tuvo otro remedio que renunciar.
Wagner quiso cambiar a todo el Alto Mando por generales libres de corrupción, pero García impuso el nombramiento de Donayre y Wagner hubo de contentarse con promover a esos generales a posiciones expectantes, la más importante de las cuales en ese momento fue el nombramiento del general EP Francisco Vargas Vaca como inspector general del Ejército.
Con el decidido impulso de Wagner, la investigación se desarrolló en varios frentes a la vez: la Contraloría – bajo la dirección de Genaro Matute – amplió rápidamente la investigación a las regiones; el Ministerio Público intervino en el caso a través de una enérgica fiscal anticorrupción: Marlene Berrú, quien llevó también su propia investigación a provincias, especialmente a Arequipa, donde Donayre había sido hasta hace poco jefe de Región. Ahí encontró evidencias claras de robo masivo y fraude para ocultarlo.
A la vez, el inspector general del Ejército, Vargas Vaca, investigó en otras regiones y demostró sin dificultad otros grandes casos de robo, especialmente con los combustibles.
Todas las investigaciones confluyeron en describir, desde diversos ángulos, un solo cuadro: el Ejército había sido tomado por una camarilla dedicada a parasitar su propia institución, a robarla sistemáticamente con gasolina fantasma, con soldados fantasmas, con comida fantasma. A pesar de la memoria todavía fresca de las expoliaciones y latrocinios de los Hermoza, Saucedo, Villanueva Ruesta y otros; el Ejército estaba en manos de una nueva generación de cleptócratas.
Con la revelación múltiple y probada de los hechos se podía llevar a cabo una limpieza rápida y ejemplar seguida en corto tiempo por una reforma dirigida a obtener un Ejército limpio y eficaz.
Entonces empezó la contraofensiva. García sacó a Wagner (aunque con buenas maneras) de Defensa. Donayre sacó a Vargas Vaca de la Inspectoría. Y el procurador Gino Ríos Patio, nombrado por García, demandó a la fiscal Berrú que deje el caso. A su turno, Genaro Matute culminó su gestión en la Contraloría y tuvo el deprimente reemplazo de Fouad Khoury.
Berrú resistió; y entonces el ataque conjunto de Ríos Patio, Donayre, Reinoso y otros generales gasolineros se centró en ella. Cuando, pese a la colaboración de fiscales corruptos, no pudieron doblegarla, la entonces fiscal de la Nación, Gladys Echaíz, la separó del cargo de fiscal anticorrupción. Ahí tanto esa como otras investigaciones que el gobierno de García quiso anular, quedaron paralizadas.
Pasaron los años y el caso de los generales gasolineros no murió sino se mantuvo en latencia. Luego, Donayre entró de lleno a la “política” en el equipo de César Acuña, a quien se considera la némesis de Alan García. Entonces, ¿qué hace ahí Donayre, amigo cercano y aliado de García, a cuya protección él y otros gasolineros deben la impunidad lograda hasta hoy?
Es que quizá los caminos de la plata llega sola y la plata como cancha, no anden tan lejanos el uno del otro. Ya se vio, en el caso del sabotaje a la investigación gasolinera cómo actúan las redes transversales de encubrimiento.
El caso, sin embargo, finalmente despertó. En octubre del año pasado la Segunda Sala Penal Liquidadora Transitoria de Lima, presidida por el magistrado Aldo Figueroa, abrió el juicio oral sobre el caso a Reinoso, Donayre y otros 41 implicados. La fiscal superior Escarleth Laura está a cargo de la acusación. Así que para Donayre es campaña por un lado y banquillo por el otro.
Me pregunto qué dirán algunos de sus compañeros de partido que en un pasado no tan lejano asociaron sus nombres a la lucha anticorrupción: ¿Anel? ¿Pastor Lay?
Mientras ambos despiertan, o deciden permanecer amodorrados, quizá Donayre pueda distraerse intercambiando anécdotas napoleónicas con un conocedor del tema: Luis Favre, quien necesitará algo más que el sol de Austerlitz para intentar repetir la faena de 2011 con el monumental arroz con mango que tiene ante sí.