Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2456 de la revista ‘Caretas’.
El seudónimo del líder de las FARC, Rodrigo Londoño, es Timochenko, me imagino que en homenaje al antaño mariscal de la Unión Soviética, Semyon Timoshenko. Recio, disciplinario y duro, Timoshenko no fue un gran orador. Timochenko tampoco.
Sin embargo, hasta la oratoria plana de Londoño, ‘Timochenko’, despertó intensos aplausos, poco después de que, ‘balígrafo’ en mano, firmara junto con el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, el acuerdo de paz entre las FARC y el gobierno colombiano en el escenario hermoso de Cartagena.
Su momento más dramático, que provocó vítores emocionados, fue cuando dijo: “En nombre de las FARC-EP pido sinceramente perdón a todas las víctimas del conflicto por todo el dolor que hayamos podido causar en esta guerra”.
A su turno, con la voz enronquecida en el esfuerzo por gobernar su emoción, el presidente Juan Manuel Santos habló a la altura de esa hora de destino para su nación y para Latinoamérica también. Porque al cerrar Colombia sus propias violencias, terminaba también para Latinoamérica el capítulo final de sus guerras internas.
Queda todavía activa la guerrilla del ELN, es cierto, pero eso sucede luego del fin de casi toda guerra: permanecen focos recalcitrantes sin futuro, que el tiempo eventualmente esfuma o diluye.
“Cesó la horrible noche”, exclamó Santos al terminar, citando el himno colombiano “para el amanecer de la vida”. Un coro de niños cantó entonces la Novena Sinfonía de Beethoven. ¿No apto para diabéticos, dirán algunos? Quizá, pero ni Colombia ni Latinoamérica olvidarán ese día, y lo proclamado entre lágrimas y lo cantado con inocencia e ilusión marcarán su conmemoración incluso cuando el futuro descubra, como eventualmente sucederá, que habrá, aunque ojalá que mucho más cortas, otras noches horribles y algún amanecer luctuoso también. Esta es, al fin, Latinoamérica.
Aunque se considera que este acuerdo de paz termina con una guerra iniciada en 1964 –el año en el que se fundó las FARC–, ese evento fue más bien un cambio organizacional que continuó una guerra iniciada mucho antes: en 1948, con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el Bogotazo y el inicio de la Violencia en la que surgieron los guerrilleros que formaron las FARC.
Uno de los participantes en el Bogotazo, en 1948, accidental pero protagónico, fue un joven estudiante cubano: Fidel Castro Ruz, que once años después, en 1959, entró triunfante en La Habana luego de que la eficaz insurrección guerrillera que comandó, venciera al dictador Fulgencio Batista.
Esa victoria fue el inicio de una fiebre de fuego y sangre que consumió a toda una generación, sobre todo en los treinta años siguientes, en América Latina. La Revolución perdió el apellido y se transformó en un fin en sí misma. Al comienzo fue el imperativo de dejar la ciudad para ir al monte, donde tras las soñadas jornadas de prueba y aprendizaje se encontraría el acondicionamiento aeróbico, la auto-redención en un hombre nuevo, la poesía de la guerra montuna para, luego de aplicar el jiu-jitsu estratégico descubierto en la Sierra Maestra de Cuba, vencer a ejércitos y policías, descender desgreñados pero triunfantes a las ciudades para fundar sociedades nuevas y personas también.
Si una fracción del formidable esfuerzo insurreccional se hubiera empeñado en lograr reformas sociales dentro de la legalidad democrática, se hubiera ahorrado la “horrible noche” de las dictaduras contrainsurgentes.
¿A cuántos encandiló lo que escribieron el Che Guevara y Regis Debray? A muchos, el Che entre ellos, que marcharon hacia su destino con mochilas en las que había siempre lugar para un libro de poesía. Los libros de poesía en mochilas de guerra son casi siempre un pésimo augurio. Con ellas marcharon muchos brillantes jóvenes ingleses en los meses que siguieron a agosto de 1914 a los campos de fuego cruzado que segaron a su generación y despedazaron hasta el último de sus sueños.
Eso pasó, de otra forma, en América Latina. En diversos escenarios, que eventualmente comprendieron todo el Hemisferio latino, y etapas rurales y urbanas, miles de jóvenes, idealistas muchos de ellos, no encontraron la victoria sino la tortura y la muerte. Y provocaron todo tipo de desventuras y calamidades en las sociedades que se lanzaron a querer cambiar sin saber bien cómo. Su insurgencia, respondida con contrainsurgencias militares usualmente brutales, arrasó con las democracias reformistas de esos años y cubrió a Latinoamérica con dictaduras militares. La internacionalización guerrillera tuvo como respuesta la contrainsurgente del Plan Cóndor y gran parte del continente se convirtió en coto de torturas y asesinatos sin fronteras.
En los primeros treinta años de insurgencias y contrainsurgencias murieron por lo menos medio millón de personas. ¿El resultado? Aparte de Cuba, solo la guerrilla nicaragüense alcanzó la victoria y con el tiempo creó una suerte de burguesía burocrática voraz y corrupta, aunque excesivamente tropical como para considerarla orwelliana. Los salvadoreños lograron un empate estratégico y firmaron un acuerdo de paz. Uno de los comandantes más talentosos de esa guerrilla, Joaquín Villalobos, terminó siendo un asesor importante del gobierno colombiano.
Hubo guerrilleros a quienes la derrota llevó al poder: fue el caso de Dilma Rousseff y José Mujica; otros lograron importantes cargos regionales o municipales, como Antonio Navarro Wolff o Gustavo Petro, en Colombia. A otro, el excomandante guerrillero Salvador Sánchez Cerén, de El Salvador, le tocó asumir la presidencia para iniciar una violenta campaña represiva contra un nuevo tipo de insurgencia: la del crimen organizado de las maras.
Otros, tras vivir existencias novelescas en la clandestinidad, emergieron a posiciones importantes en el poder, como José Dirceu en Brasil, para terminar años después en la cárcel, acusado por graves actos de corrupción en los casos de Mensalao y Lava Jato.
El saldo de esa guerra de treinta años fue muy negativo. Si una fracción del apasionado y formidable esfuerzo insurreccional se hubiera empeñado en lograr reformas sociales dentro de la legalidad democrática, el continente hubiera crecido y se hubiera ahorrado la “horrible noche” de las dictaduras contrainsurgentes.
En ese escenario, las guerras internas en Colombia tuvieron características propias, sobre todo en cuanto concernió a las FARC, que mantuvo una distancia del ethos cubano. Por eso, mientras otras guerras internas terminaban en América Latina, las FARC pasaban a la ofensiva.
Pero eventualmente el gobierno colombiano mejoró sustantivamente su capacidad contrainsurgente, paró el crecimiento de las FARC, las puso a la defensiva y, sin poder derrotarlas del todo, les paralizó el futuro. Ante la certeza de terminar como señores regionales de la guerra, muchas veces en competencia con los caciques de las Bacrim, el nuevo liderazgo de las FARC se hizo más propenso a negociar la paz. Y el gobierno de Juan Manuel Santos tomó la oportunidad con audacia, buen manejo de negociación y con una visión trascendente de la política que culminó en el histórico fin de la guerra que comenzó en 1948.
No hay Historia sin ironías. Si para el inicio de la violencia y la guerra llegó desde Cuba un Castro Ruz, Fidel; para el fin de la guerra y el inicio de la paz llegó otro Castro Ruz, Raúl, quien, cosas del tiempo y de la vida, fue central, como anfitrión y facilitador de las negociaciones. Desde su retiro, el hoy frágil Fidel bendijo también la paz. Si antes sostuvo que el deber de todo revolucionario es hacer la revolución; la consigna de hoy parece ser que el deber de todo exrevolucionario es hacer la negociación.
De aprender, aprendieron pero les tomó su tiempo.