Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición la 2505 de la revista ‘Caretas’.
En enero de 1990, el entonces mayor de la PT, Benedicto Jiménez, regresó a dirigir el Delta 8, la unidad operativa que había creado en la Dirección contra el Terrorismo de la Policía.
El retorno no fue auspicioso. Jiménez provenía de una corriente en la policía antiterrorista predicada en el conocimiento profundo del enemigo. Se había aplicado episódicamente en los 80 y había logrado hasta entonces los mejores resultados frente al senderismo. Ahora, Jiménez quería profundizar ese método, pero sus nuevos jefes deseaban reemplazarlo por el más simple, enérgico y expeditivo de los arrestos al destajo.
“A mí no me interesa la historia de la abuelita de Mao, Jiménez”, le dijo en esas semanas, cortante y desdeñoso, un coronel, “no me haga perder el tiempo con cojudeces, que estoy ocupado atrapando terroristas”. Jiménez hizo patente su desacuerdo, los otros su despectiva hostilidad; y en febrero de 1990, Jiménez fue separado del mando del Delta 8.
Sintiendo que su carrera policial peligraba, Jiménez buscó al jefe de la Policía Técnica, general Fernando Reyes Roca, y le pidió que lo sacara de la Dircote y lo enviara a otra unidad. Reyes Roca, un policía gregario, de ingenio criollo, que prefería razonar antes que imponer y que, ajustando y aflojando, se hacía con frecuencia obedecer, intentó imponer la permanencia de Jiménez en la Dircote. No funcionó.
Jiménez le pidió entonces a Reyes Roca trabajar directamente con él, para armar un equipo que aplicara en forma sostenida y sistemática, las nociones de inteligencia operativa policial que ambos habían visto funcionar.
Pero Reyes Roca no quiso tomar solo la decisión y llamó (por el teléfono “de tres cifras”) a Agustín Mantilla, el entonces ministro del Interior del primer gobierno de Alan García, con quien había desarrollado una relación de respetuosa familiaridad. Le pidió que viniera a su oficina y Mantilla, frecuente visitante de las instalaciones policiales, aceptó la invitación y se dirigió a la decisión más importante de su vida.
“En medio de la angustia de un país herido, Benedicto Jiménez formó y dirigió con extraordinario talento a un grupo pequeño de policías que cambiaron en menos de dos años el curso de la guerra”.
En la reunión, Mantilla aceptó la sugerencia de Reyes Roca de crear una unidad especial, fuera del aparato de la Dircote, dedicada solo a detectar, ubicar y capturar a dirigentes senderistas. La unidad dependería directamente de Reyes Roca.
¿Cuántos deberían ser? Jiménez pidió trabajar con veinte personas, para empezar. Pero, en la ruinosa economía de 1990, eso era imposible. El apoyo del gobierno iba a ser primordialmente moral. Finalmente, Reyes Roca convenció a Jiménez de que empezara la nueva unidad con otros cuatro policías.
Jiménez, un capitán, dos alfereces y un cabo empezaron a trabajar el 4 de marzo de 1990, cinco meses antes de que finalizara el gobierno de García.
No pareció un comienzo auspicioso. El grupo se ubicó en el punto muerto de un corredor. Tenían una máquina de escribir prestada, una mesita con una silla a la que se le caía el respaldar. Para vigilar, disponían de la cámara fotográfica de Jiménez y de otra más. Reyes Roca les prestó una vieja cámara de vídeo Panasonic.
Así empezaron. Les faltaba casi todo, excepto conocimiento. El nombre de la unidad, GEIN, fue prestado de una unidad antidrogas bajo el mando del general Edgar Luque, en la que había servido Jiménez años atrás, y donde aprendió varios de los métodos que puso en práctica.
Pese a ser autónomos, dependían de la Dircote y allá debían pasar lista. Formados en el patio, ganaron otro nombre. El coronel Blanco Carrillo, que incluso antes de la secesión de Jiménez le guardaba una franca hostilidad, pasó lista a cada Delta. “¡Presente!” rugían los nombrados. Al llegar el turno del flamante GEIN, Blanco Carrillo hizo una pausa de efecto antes de pronunciar un estentóreo “¡Cazafantasmas!”. Las carcajadas de los delta resonaron en el patio.
Los primeros avances de la investigación se registraron en una cartulina, donde Jiménez dibujaba el mapa creciente de conexiones entre los sospechosos vigilados. El progreso fue evidente y eso exigió más policías.
En mayo de 1990, el GEIN tenía ya 12 policías, entre ellos el entonces mayor Marco Miyashiro, más antiguo en el grado que Jiménez. Este mantuvo, sin embargo, el liderazgo del GEIN.
El 17 de mayo de 1990 fue el décimo aniversario del inicio de la guerra interna en el país. Ese día hubo una fiesta en el departamento de “Isa”, la mujer que era entonces el objetivo primario de vigilancia. Llegaron varios sospechosos conocidos y otros nuevos. Uno de ellos fue seguido pese a que tomó precauciones extraordinarias antes de entrar en una residencia muy cerca del Pentagonito: la casa 459 en la calle 2. El vecindario tenía centinelas militares las 24 horas. Varios otros lugares y personajes significativos fueron también identificados. En la calle Los Jazmines, los detectives vieron por primera vez a “Sotil”, Luis Arana Franco. No lo sabían entonces, pero Arana Franco habría de llevarlos eventualmente a Abimael Guzmán.
El 1 de junio de 1990, el GEIN golpeó por primera vez, en varios lugares. Casi todos rindieron resultados sorprendentes. Pero los hallazgos en la casa de Monterrico fueron deslumbrantes y resultaron decisivos.
Ahí funcionaba la dirección del DAO, el Departamento de Apoyo Organizativo y ahí fue capturada su jefa, Elvia Zanabria. Tenía desde un museo senderista en el que se exaltaban sus acciones y victorias en artesanías y pintura. Mapas y banderas bordadas. Había cientos de documentos ordenados en archivadores con informes sobre acciones, actas de acuerdos, sesiones. También encontraron centenares de “cartas de sujeción” a Abimael Guzmán, firmadas con nombre y documento.
Encontraron mucho más: regalos a Guzmán, documentos de identidad llenos y en blanco. Habían capturado el archivo central de Sendero, con la información cuidadosamente ordenada. Nada igual se había siquiera entrevisto antes. Era un tesoro de inteligencia listo para ser utilizado al máximo. Y lo fue. Ese día cambió el curso de la guerra y fue el principio del fin.
Después, la historia fue diferente. Si la Marina les dio antes un apoyo logístico relativamente modesto pero eficaz, luego de los primeros triunfos la CIA les proporcionó una importante ayuda en adminículos, viáticos y algún entrenamiento (a cargo de gente de Scotland Yard). Lo más importante de eso fue la protección ante el nuevo hombre fuerte: Montesinos, especialmente luego de la competencia y choque de visiones incompatibles que tuvieron con el grupo Colina.
Después vino la casa de Chacarilla, donde pudo haber terminado todo si se actuaba a tiempo; varios otros aparatos senderistas desactivados; y finalmente la captura de Guzmán el 12 de septiembre de 1992, el golpe brillante que terminó la guerra.
¿Qué pasó después con Benedicto Jiménez? No lo sé. Puedo pensar en varios factores, pero ninguno lo explica bien. Lo que sí sé, y es el momento de decirlo, es que en una de las horas más oscuras de nuestra historia, en medio de la angustia de un país herido, Benedicto Jiménez formó y dirigió con extraordinario talento a un grupo pequeño de policías de gran motivación y capacidad, que con la destreza inédita de sus acciones cambiaron en menos de dos años el curso de la guerra hacia una victoria inapelable.
Al margen de los hechos que lo llevaron a donde está ahora, Benedicto Jiménez merece la gratitud de la nación. Si los policías del GEIN han sido justamente honrados como héroes de la democracia, no es posible olvidar a quien los convocó, los inspiró, comandó y condujo hasta el triunfo, que fue el de la sociedad entera.