Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en El País el 31 de octubre de 2017.
En América Latina el caso Lava Jato se desarrolla de dos maneras claramente diferentes: en Brasil y fuera de Brasil. La primera, hechas las sumas y las restas, ha tenido una evolución espectacular. La segunda corre el riesgo de una involución que termine como acaban los otros escándalos de corrupción que saltan periódicamente a la luz en un país sí y en el otro también. Ahí, en procesos de encubrimiento travestidos de integridad, hay un guion que transita en forma experta por las etapas usuales de histrionismo fariseo, sacrificios distractivos de bribones de poco calibre, tinterillaje, desinfle, impunidad.
La disparidad es hasta cierto punto explicable porque las empresas acusadas en Lava Jato son brasileñas, fueron investigadas, procesadas y forzadas a capitular en Brasil. Una vez rendidas y en proceso de delación, fueron interrogadas por fiscales [procuradores] brasileños que conocían mucho sobre su país, pero muy poco sobre las otras naciones latinoamericanas.
Casi cada acto de corrupción en la operación Lava Jato fue cosmopolita en, sobre todo, el escenario latinoamericano
Eso resultó en una literal disonancia cognitiva para los investigadores brasileños, puesto que el cartel de empresas de Lava Jato actuó en la mayor parte de los casos con un criterio de unidad de escenario, organizando con inédita eficiencia y colaboración doméstica una reproducción de la corrupción en Brasil. Así, el dinero de gran parte de las coimas que se pagó en Brasil se extrajo de contratos sobrevalorados en otros países de América Latina (o África). Y también el dinero destinado para los sobornos (y otros pagos clandestinos, como los de campañas electorales) en América Latina fluyó de un país a otro, con escalas, divisiones y recomposiciones en offshores, antes de llegar a las cuentas o manos de los corruptos específicos.
Casi cada acto de corrupción en Lava Jato fue cosmopolita en, sobre todo, el escenario latinoamericano. Una verdadera integración continental de la cutra, para utilizar el elocuente peruanismo sobre la corrupción. Sin embargo, aunque la investigación caminó bien en Brasil, renguea lastimosamente fuera de él.
Cuando, después de liderar la resistencia a ultranza, Odebrecht levantó la bandera blanca el año pasado, muchas empresas habían pasado ya por el confesionario, y era mucho lo que habían contado. Siempre competitiva, Odebrecht ofreció algo sin precedentes: la delación corporativa organizada de cerca de 80 de sus principales ejecutivos.
El proceso, llevado a cabo con la típica disciplina de esa empresa, tomó alrededor de seis meses intensos en multitud de declaraciones individuales videograbadas y acompañadas por documentación corroborativa. Otros contratistas externos (como los manejadores de campañas electorales João Santana y Mónica Moura, por ejemplo) contribuyeron con la sinfonía de delaciones. Fuera del marco empresarial, según entiendo, hubo por lo menos dos delaciones importantes sobre Odebrecht: la del operador del departamento de sobornos, que llegó a mover cerca de 700 millones de dólares al año, Fernando Migliaccio y la de Rodrigo Tacla Durán.
Al escuchar y ver esas confesiones —parte de las cuales fue conseguida por la Red Latinoamericana de Periodismo de Investigación Estructurado de la que formo parte— es evidente que cuando los fiscales preguntan sobre Brasil existe un equilibrio de conocimientos entre interrogadores e interrogados. Pero sobre el resto de Latinoamérica el desequilibrio es evidente. Los interrogados conocen mucho; los interrogadores, muy poco. Usan bien la lógica, es cierto, y analizan cuidadosamente los documentos; pero eso cubre solo una fracción del tema. El resto es asunto de fe.
En los casos que hemos visto ya hay contradicciones y, sobre todo, información insuficiente. Eso podría, en teoría, resolverse con las delaciones acordadas independientemente con las autoridades fiscales de cada país. Pero no es el caso. El esquema virtuoso de policías, procuradores y jueces íntegros, capaces y apoyados por leyes y procedimientos eficientes, que hizo posible el éxito en Brasil, no existe en sectores análogos en el resto de Latinoamérica.
En México, el fiscal Santiago Nieto, que investigaba el caso del soborno confesado por Odebrecht al exdirector de Pemex Emilio Lozoya, fue destituido el 20 de octubre. Apeló, pero luego desistió de su apelación. En Panamá, la no precisamente brillante investigación fiscal del caso peligra después de que una jueza decidió abreviar plazos bajo el argumento de que el caso no era complejo. En Venezuela, la fiscal Luisa Ortega tuvo que fugarse del país y hacer públicas desde el exilio algunas pruebas que revelan la corrupción del Gobierno de Maduro en el caso Lava Jato.
En Perú, fiscales que investigaban aportes clandestinos a la campaña presidencial de Ollanta Humala en 2011 desestimaron información que el propio Marcelo Odebrecht les dio sobre posibles contribuciones a Keiko Fujimori y a la candidatura del partido del expresidente Alan García.
En todos los casos mencionados arriba, lo que ha permitido algún avance, entre retrocesos y encubrimientos, es lo que ha logrado revelar el periodismo de investigación. Notable en algunos casos, pero muy poco en cuanto a la dimensión del caso y al efecto erosivo de avances fiscales, procesos judiciales parciales y distorsionados.
Se precisa de imaginación y audacia para encontrar soluciones adecuadas. Entretanto, el peligro de impunidad generalizada, salvo algunas víctimas propiciatorias, crece en Hispanoamérica.