Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2535 de la revista Caretas.
En toda conferencia debiera haber un invitado misterioso. Sobre todo en un simposio de periodismo de investigación.
En la tarde de este sábado 14, en el Stanley Hall de la universidad de Berkeley, en California, Lowell Bergman esperaba, con la media sonrisa de un entrevistador aprestado, la aparición del invitado misterioso. Frente a él un auditorio expectante aguardaba la sorpresa. Éramos los asistentes a la duodécima versión del simposio anual sobre periodismo de investigación que auspicia la Fundación Reva & David Logan en Berkeley*. Cada año el simposio confronta un tema diferente: el de este era casi inevitable: “El periodismo en la era de Trump”. El folleto con el programa ilustraba, sobre un fondo rojo, la silueta en negro del rostro más identificable de estos tiempos, con la boca, por supuesto, abierta, hablando, hablando, hablando…
Bergman es uno de los periodistas de investigación más reconocidos de Estados Unidos, con hazañosos reportajes como productor del legendario programa “60 Minutes” de la CBS (¿recuerdan a Al Pacino en “El Informante”, interpretando a Bergman?). Terminada esa etapa, fue uno de los primeros periodistas en llevar la práctica del periodismo de investigación a un programa de post grado universitario. Fue en la universidad de Berkeley, con el mecenazgo de la Fundación Logan.
“En los turbulentos escenarios de la era de Trump, el periodismo enfrenta la desinformación de medias verdades y noticias falsificadas, tras las cuales emerge la intuición de extrañas conspiraciones, complejos encubrimientos y eventos salaces”.
En la pantalla gigante detrás de Bergman apareció el rostro del invitado misterioso. Ahí estaba, también con la media sonrisa algo inquietante de un rostro acostumbrado a la dureza, el exdirector de la CIA, John Brennan, para hablar y criticar ferozmente a Donald Trump.
No es fácil imaginar un escenario así en Latinoamérica o en otras partes del mundo. Un exjefe de inteligencia recientemente retirado, que tuvo durante años una responsabilidad central en la lucha contra, sobre todo, el terrorismo islámico, que dirigió durísimos y controvertidos operativos en una guerra irregular que cubrió gran parte del mundo, dialogando con Bergman ante una asamblea de periodistas de investigación, sobre el presidente de Estados Unidos, a quien llamó en esos días “inestable, inepto, inexperto y también anético”.
En la entrevista con Bergman, y luego en sus respuestas a las preguntas del auditorio, Brennan reiteró y abundó en las razones de los calificativos que dedicó a Trump luego de la destitución del subdirector del FBI Andrew McCabe, en marzo pasado. Trump festejó el despido de McCabe, de quien dijo “sabía todo sobre las mentiras y corrupción en los niveles más altos del FBI”.
A eso, Brennan contestó lo siguiente a Trump: “Cuando sea conocido el alcance completo de tu venalidad, vileza moral y corrupción política, tomarás el lugar que te corresponde como un demagogo en desgracia en el basurero de la historia (…) podrás convertir a Andy McCabe en un chivo expiatorio, pero no podrás destruir a Estados Unidos. Estados Unidos triunfará sobre ti”.
No eran las palabras de un radical afiebrado sino las de un duro exjefe de la CIA durante largos años de cruentas y letales operaciones, que ahora advertía a un auditorio de periodistas investigativos sobre el peligro que Trump representaba para la democracia y también para la seguridad nacional estadounidense.
Para este latinoamericano, resultaba interesante la interacción fluida entre el exjefe de espías y los periodistas. Pensaba, pienso, que solo la percepción de un peligro mayor puede adormecer la suspicacia implícita en esa relación.
Los espías y los periodistas, especialmente los de investigación, nos parecemos y nos repelemos.
Ambos buscamos la mejor y más importante información y desarrollamos técnicas y talentos para conseguirla antes que los demás. A partir de ahí diferimos y nos enfrentamos. Los periodistas buscamos entregar la información a la sociedad, los espías al Estado. Para los periodistas, la mejor información debe ser dirigida al mayor número posible de personas; para los espías, cuanto más importante sea la información, menor el número de personas autorizadas a conocerla. Para los periodistas, la información es un bien en sí mismo: la verdad de los hechos que ilustra y fortalece a los pueblos. Para los espías, la verdad de la información es un instrumento para la acción del poder.
Por su naturaleza, el periodismo es una cobertura ideal para los espías (como fue, entre muchos otros, el caso de Kim Philby) y todo periodista genuino sabe, por eso, que pocas cosas son tan corrosivas y peligrosas para el periodismo como su uso de disfraz de espías. A la vez, hay casos en los que un espía busca tornarse periodista (como fue, entre varios otros, el caso de Edward Snowden). Lo primero requiere una planificación mucho más larga, un engaño más sostenido y complejo. Lo segundo es, por lo general, el resultado de un conflicto ético, de valores y emociones, que normalmente se expresa en acciones de corto tiempo que terminan en prisión o fuga.
Y, sin embargo, en medio de la implícita tensión descrita, en sociedades democráticas estables no es infrecuente una relación de fuente entre periodistas y espías (generalmente de alto rango), basada en el tipo de confianza que suele construirse lentamente, a lo largo de años, misiones, coberturas y escenarios. Por lo general son relaciones limitadas, con el punto de encuentro de la conveniencia mutua, sin que nadie ceda su misión ni sus valores.
Pero en tiempos de crisis extrema es cuando se forjan esas extrañas alianzas entre perros y lobos. El espía es, al fin, un burócrata al servicio de los jefes del Estado, pero desde organizaciones más permanentes y duraderas que sus jefes, con los valores propios de su identidad corporativa y su sentido de misión. Ante ese tipo de crisis pueden ocurrir alianzas poderosas entre espías y periodistas de investigación.
Ese fue el caso de la investigación de Watergate. Los periodistas Bob Woodward y Carl Bernstein, del Washington Post, tuvieron una fuente secreta que apodaron ‘Garganta Profunda’, cuya identidad fue solo compartida con el jefe de redacción Howard Simons y con el director Ben Bradlee. Esa fuente decisiva fue Mark Felt, el subdirector del FBI, que condujo una guerra clandestina de información contra el gobierno de Richard Nixon a través del Post, hasta la victoria. Las circunstancias convirtieron aquí el conflicto en simbiosis.
La guerra de Brennan contra Trump es diferente. Abierta, desde la ciudadanía recobrada del retiro, pero todavía con un gran valor informativo, que facilita y garantiza su llegada al periodismo en escenarios nuevos y sorprendentes.
Mientras Brennan atacaba a Trump ante los fascinados periodistas, el exjefe del FBI, James Comey, publicaba y promocionaba su explosivo libro: “A Higher Loyalty: Truth, Lies, and Leadership”. (“Una lealtad superior: la verdad, mentiras y liderazgo”), en tanto Trump le dedicaba más insultos e inquina que la suma de los dirigidos hoy a Assad y a Kim Jong Un en el pasado reciente.
Que los exjefes de la CIA y el FBI ataquen abierta y enérgicamente al presidente de Estados Unidos, mientras este responde tuiteando insultos adolescentes, describe una situación sin precedentes, en la que las instituciones de una democracia de larga duración luchan por sobrevivir al demagogo que ha capturado la jefatura del Estado, sin destruir a este.
En los turbulentos escenarios de la era de Trump, el periodismo enfrenta la desinformación de medias verdades y noticias falsificadas, tras las cuales emerge la intuición de extrañas conspiraciones, complejos encubrimientos y eventos salaces. Por ahora, el Calígula de la Casa Blanca parece haber unido a adversarios en la noción del peligro común que ellos y su democracia enfrentan.
* IDL-Reporteros, la publicación digital de periodismo de investigación que dirijo es también agradecido beneficiario del mecenazgo de la fundación Reva & David Logan.