Viví en Panamá desde 1996 hasta el 2001. Fueron años intensos en una tierra extranjera que pronto ganó mi corazón, aunque no en escenarios precisamente románticos sino en los azarosos del periodismo de investigación.
Hacia la mitad de mi estadía, John Le Carré publicó “El sastre de Panamá”, donde definía, me parece, al país como: “Casablanca sin héroes”. Era –lo escribí hace algunos años– una media verdad. Como en Casablanca, en Panamá “sobran los pillos y escasean las salidas”. Pero claro que tuvo y tiene héroes, “a veces paradójicos y en algún caso inesperados”.
Pienso en varios panameños admirados y admirables cuyo valor y entereza moral los destacaría en cualquier lugar del mundo. Pero si tuviera que pensar en uno, que fuera a charlar un rato con Humphrey Bogart en el Rick’s Bar de la inmortal Casablanca que nunca fue, escogería sin duda alguna a Guillermo Sánchez Borbón. Estoy seguro de dos cosas: primero de que luego de un rato de desconcierto, Bogart se daría cuenta de que ese panameño de ajada guayabera que entra a su bar a ofrecerle un pan caliente en lugar de un trago, es valiente como el que más; y también que, a despecho de los guionistas, haría reír a carcajadas al adusto Bogart/Rick al contar en la Casablanca de celuloide las anécdotas de la del istmo.
Guillermo era un escritor y poeta (si hay como diferenciarlos) de justa fama cuando los azares de la lucha contra la dictadura de Noriega lo llevaron a La Prensa, ese diario excepcional de accionariado difundido que se creó para, precisamente luchar contra ella. Pocas cosas socavaron tanto la dictadura norieguista como la pluma de Guillermo Sánchez Borbón. No solo era un escritor cultísimo, un artesano magistral de las palabras, sino que tenía un sentido excepcional del humor, de punta, filo y contrafilo frente al cual los rufianes de la dictadura no lograban protección posible.
«Me despedí de Koster y del “jovencito Sánchez” pensando que más temprano que tarde los volvería a encontrar».
Y no la tenían porque detrás del talento había una valentía formidable, de aquella que el humor potencia y robustece. Además, Guillermo tenía otra fuente de fuerza e influencia: su sencillez, la llaneza con la que se dirigía a todo el mundo sin una molécula de vanidad.
Había vivido buena parte de la historia de Panamá y solía imitar, por ejemplo, la forma en la que el viejo caudillo Arnulfo Arias se dirigía a él como “jovencito Sánchez” con el seseo involuntario de una dentadura mal ajustada. Las anécdotas frecuentemente guiñolescas de la política tropical lo llevaron a formular uno de sus muchos principios: “si metes la pata, no la saques”. A Nicolás Ardito Barletta, elegido presidente con trampa con el apoyo de la dictadura, lo apodó de inmediato “Fraudito” Barletta. Y como tal quedó.
Las virtudes de Guillermo no incluyeron las empresariales, ni siquiera las prácticas. Pero fue un hombre sencillo a quien le bastó con lo poco que le dio su gran talento y el inmenso servicio a la democracia en Panamá.
Hacia fines del siglo pasado, el gran escritor anunció su vocación de envejecer. Le dijimos varios que era inútil, que la lozanía de intelecto, la agudeza y acidez del “jovencito Sánchez” no se iban a ir así nomás. Pero este bocatoreño era terco y terminó retirándose como director emérito de La Prensa.
Lo vi por última vez el 2003. Cenamos junto con el escritor estadounidense Richard Koster, su gran amigo y coautor del libro: “In the Time of the Tyrants” (“Tiempo de Tiranos”) sobre las dictaduras de Torrijos y Noriega. Yo llevaba ya dos años fuera de Panamá y llegué para participar en un congreso anticorrupción. Entonces, una de las autoridades más corruptas con las que lidié durante mis cinco años en Panamá –el procurador general José Antonio Sossa–, pensó que me tenía en un momento débil y logró que me pusieran un impedimento de salida. Era algo típico. Mientras fui director asociado de La Prensa trataron de sacarme del país. Dos años después, buscaron que no pueda salir. En el primer caso me quedé; y en el segundo, salí.
Pero esa noche fue de conversación tranquila y alegre con dos intelectos brillantes con décadas de perspectiva, conocimiento sin ilusiones y sin amargura. Me despedí de Koster y del “jovencito Sánchez” pensando que más temprano que tarde los volvería a encontrar.
Guillermo murió, tranquilo y en paz, quizá con un último chiste o cuando menos una sonrisa, este domingo 24 en Panamá. Tenía 94 años, aunque Arnulfo todavía lo hubiera llamado “jovencito”.
Si existe la realidad que debiera existir, imagino que en aquella Casablanca del nunca jamás, las puertas del bar de Rick acaban de abrirse y un nuevo visitante con vieja guayabera avanza sonriendo hacia el bar precedido por el olor del pan recién horneado que lleva bajo el brazo. El héroe de la Casablanca tropical ha llegado y nadie, excepto los peores malos, dejará de quererlo.