El primer día de abril, una persona ilustre murió en Arequipa. Fernando Camargo Salcedo falleció abatido por una neumonía que, en estos tiempos de peste y expeditiva cremación, privó a su familia y a los muchos que lo admiraron y respetaron, de despedirlo honrando su nombre al pie del ataúd.
Nuestra Historia, que exige escribirse con desoladora frecuencia como atestado, lista más protagonistas bribones que personas justas. Pero hay gente justa, poco conocida, que llena el concepto de lo que el judaísmo conoce como los “lamed vav”, los 36 hombres justos que, por el ejercicio sostenido y coherente de su virtud, hacen posible que Dios, siempre cerca de la furia ante las iniquidades perpetradas por quienes creó, decida no destruir el mundo mientras no baje el número de los 36 justos.
Aunque justo no equivale a santo, conocí a católicos devotos como personas justas. Hubert Lanssiers, sacerdote, fue un justo. Fernando Camargo, abogado, fue otro. Pocos saben hoy quién fue y por eso debo recordarlo.
¿Cómo lo conocí? En el pasado fui agricultor. Me crié en el campo, en la irrigación de Bella Unión, en el departamento de Arequipa. Mi infancia fue la de la irrigación, creada en medio del más árido desierto por un grupo de pioneros formidables. Salí para estudiar pero regresé a ella en la década de los 70 del siglo pasado, para ayudar a defenderla.
La Reforma Agraria, durante el gobierno militar, sobre todo, del general Velasco Alvarado, ha sido recientemente recordada gracias al documental “La revolución y la tierra”. Y está bien que ello haya sucedido, pues la visión panfletaria con la que se recuerda ese complejo proceso está mucha más cerca de la caricatura que de un recuento mínimamente fiel de la realidad.
«Como Fernando Camargo fue modesto hasta el exceso, se hizo paulatinamente menos conocido incluso en su propia Arequipa. Importa poco. Fernando Camargo, fue, en la suma de sus nobles cualidades, antes que nada un hombre justo».
Pero, en medio de las luces y las sombras, lo cierto es que a través de la Reforma Agraria se perpetró muchos abusos en nombre de la justicia social, cuyo precio se sigue pagando hasta hoy en el campo peruano. No se trató solo de una historia de latifundistas y comuneros. Bajo ese manto, burócratas sin preparación ni conocimiento, barrieron también, sobre todo en la costa, a una clase media rural, de medianos y hasta pequeños propietarios, que vivían con sus familias en el campo, que aportaron tecnología, capacidad de gestión y conocimiento en su ámbito; y que, como sucedió en Bella Unión y otras irrigaciones, sobre todo en Arequipa, ampliaron con su enorme esfuerzo la frontera agrícola del Perú.
Los burócratas de la Reforma Agraria confiscaron sumariamente ese trabajo en muchos lugares, con resultados no solo injustos sino, al final, desastrosos. Barrieron el campo hasta llegar al departamento de Arequipa, donde, por fin, encontraron una firme resistencia.
Los agricultores de Bella Unión, en el extremo norte del departamento, nos organizamos con muchos otros agricultores medianos y pequeños de Arequipa, en lo que fue el Frente de Defensa del Agro Arequipeño. Fue una lucha de varios años en la que participé desde el principio, al lado de los trejos agricultores de Arequipa, la mayor parte de los cuales estaba dispuesta a dar la vida por defender lo construido con tanto esfuerzo, pero que prefería, en la medida de lo posible, no morir sino vencer. Eso se logró. Al final, ni un centímetro cuadrado fue expropiado/confiscado en Arequipa. Es una historia olvidada porque nadie llegó a escribirla, pensando quizá que bastaba con que viviera en la memoria de la gente que la protagonizó.
En esa campaña, desde el primer día, conocí a Fernando Camargo. Era el asesor legal, consejero, gestor e inspirador fundamental del Frente. Lo vi como una persona de continente austero, expresión coherente, con frecuencia severa pero nunca inapropiada. Camargo era uno de los mayores y mejores conocedores del derecho agrario en el país. Pudo, por supuesto, haberse enriquecido escogiendo clientes con mucho por perder y mucho que pagar, pero nunca lo hizo. Como lo ha recordado uno de sus discípulos y luego amigo cercano, Jaime Salas, Camargo concibió su profesión como “… un servicio humano y como una militancia de amor a su tierra, Arequipa”.
Los broncos y recios agricultores arequipeños a quienes defendió y representó, admiraban no solo su inteligencia sino a la vez, su integridad y devoción por lo que, a juicio de Camargo, encarnaba los más profundos y mejores valores de Arequipa: el agro, que no solamente creaba la hermosa y hoy muy amenazada campiña sino ampliaba la frontera productiva con irrigaciones como La Joya, San Isidro, San Camilo, Quiscos Uyupampa… y, claro, Bella Unión, en la frontera norte del departamento.
Camargo sentía y sabía que sin su agro, su campo, sus agricultores y su campiña, Arequipa perdería el corazón y quizá el alma. Por eso no solo dedicó su gran capacidad en Derecho para defenderlo, sino fue una fuente incesante de ideas, proyectos y gestiones para consolidar y ampliar el agro arequipeño. Los agricultores, a quienes la vida enseñó a distinguir entre lo auténtico y lo falso, tuvieron por Camargo un respeto afectuoso que en muchos casos –luego de ver el apasionado desinterés con el que este defendía victoriosamente lo que él sabía justo–, lindó con la veneración.
Fernando Camargo fue central en el triunfo del agro arequipeño frente a las intenciones depredadoras de la Reforma Agraria. Si bien los agricultores estuvimos listos a defendernos, si todo fallaba, con la fuerza a la planeada confiscación, convencer para vencer resultó el mejor tipo de victoria. De convencer se encargó el sobresaliente talento intelectual y forense de Camargo, animado por el espíritu de quien lucha por lo que quiere y admira.
Esa lucha terminó con éxito cerca del fin de la década de los 70. Poco después, en el camino de mi vocación, dejé el campo y la vida de agricultor. Pero la admiración y el afecto por Fernando Camargo continuó a través de los años, viendo cómo él seguía derrochando su inteligente entusiasmo y entrega en la defensa de causas siempre nobles e invariablemente relacionadas con su amor por Arequipa.
Como escribió Jaime Salas en su obituario: “… [Camargo] se interesó hasta el final en todos los aspectos del desarrollo de Arequipa… con planteamientos concretos, y como un verdadero Quijote, no desmayaba y proponía, una y otra vez, sus iniciativas […] hay que destacar que con todo ese despliegue de energías, con su desprendimiento y austeridad personal para vivir enalteció y ennobleció la profesión como muy pocas veces se ha visto en este campo de la vida”.
Ese mismo discípulo presenta otro lado de Camargo, sin el cual es difícil comprenderlo: “…fue un auténtico y verdadero cristiano. Su devoción por la Virgen de Chapi y su colaboración permanente con su distrito y su iglesia de Cayma, […] fue consecuente y puntual y a través de esa devoción sirvió a la gente pobre en la medida de sus posibilidades […] fue un cristiano y católico auténtico, su vida transcurrió en observancia y práctica de los principios más hermosos de solidaridad y amor al prójimo consagrados en su fe”.
Es verdad. Acompañé alguna vez a Fernando a visitar las obras de refacción en la iglesia de Cayma y vi de nuevo el entusiasmo con el que en otros tiempos defendió al agro amenazado, al sistema de represas que las irrigaciones necesitaban, a gestiones en las que personas humildes luchaban por derechos grandes, con la fortuna de haber encontrado a Fernando Camargo como su defensor.
Su religiosidad, profunda y guardada en los actos de su vida, no convirtió nunca a Fernando Camargo en intolerante ni cucufato. Una de las amistades que desarrolló y cultivó a lo largo de muchos años, fue con Alfonso Montesinos, el gran intelectual arequipeño, cuyo pensamiento erudito y a la vez irónico, ácido e implacable, era secular y nada religioso. Pese a ello, la amistad entre ambos fue animada por el respeto a la inteligencia que caracteriza (¿o caracterizó?) a Arequipa. Hace muchos años escribí una semblanza de Alfonso Montesinos donde describí una escena que he vuelto a recordar estos días.
Cuando todavía era agricultor llevé a Alfonso Montesinos y a Fernando Camargo de Lima hasta Bella Unión, en la mitad de su jornada por tierra a Arequipa. Fue un viaje que se hizo corto por la conversación intensa, con polémica por momentos muy divertida y con retratos irónicos de personajes, en los que don Alfonso fue ciertamente magistral.
Al día siguiente los embarqué en el puerto terrestre de Chaviña. Un camionero se ofreció a llevarlos, pero en la tolva, porque no tenía sitio en la cabina. Lo último que vi, el cuadro que vuelve hoy a mis ojos, es el de estos dos ciudadanos ilustres encaramados sobre la carga, divertídisimos, como adolescentes en vacaciones, agitando los brazos en despedida mientras el camión descendía hacia el puente en la lenta continuación de su larga ruta.
Como Fernando Camargo fue modesto hasta el exceso, se hizo paulatinamente menos conocido incluso en su propia Arequipa. Importa poco. Fernando Camargo, fue, en la suma de sus nobles cualidades, antes que nada un hombre justo.
Los hombres justos, lo dice la leyenda de los “lamed vav”, suelen llevar vidas anónimas. Su pueblo a veces, no los conoce, pero Dios, siempre, sí.
Y si acaso, añade este agnóstico, no hubiera Dios para reconocerlos, los efectos de su vida ilustre, a veces invisibles, siempre ciertos, en silencio los proclaman.