Al cabo de todo lo malo que sucedió este año que termina, lo que hubiera correspondido hacer es cerrarlo con días largos de duelo, en los que el país entero recordara a quienes murieron sin despedida y fueron cremados o enterrados con apuro.
En nueve o diez meses, la plaga mató más gente que la que cayó en todos los años de guerra contra Sendero. Mató más gente que la guerra contra Chile. Que haya tenido también efecto calamitoso en casi todos los continentes y países de la tierra no es ningún consuelo. Este, además, fue uno de los peores escenarios.
Los sobrevivientes no nos dimos tiempo para la despedida que toda nación digna debe dar a las víctimas inocentes de una masiva desgracia, por guerra o por catástrofe.
No debemos hacerlo todavía porque la peste no ha sido aún vencida; y porque la nación debe honrar a sus caídos después de haber logrado la victoria o la plena comprensión de la tragedia. Y ninguna de las dos cosas ha sucedido.
Vamos a entrar al año bicentenario con una plaga en peligro de recrudecer, mientras intentamos soldar los huesos de la fracturada economía y llevar adelante elecciones para un cambio de gobernantes, con un gobierno en funciones donde la falta de claridad intelectual, energía y capacidad de acción, coexiste con una concentración excepcional de agentes tóxicos en nuestra vida pública, especialmente en el Congreso, pero no solo en él.
Es un tiempo oscuro en la vida de la nación y sería necio pretender que solo navegamos entre tumbos agitados en nuestras normales anormalidades.
En la hora de crisis saltó a la luz lo peor del país. Individuos cuya trayectoria es un prontuario aparecieron encaramados en posiciones importantes de poder en el Congreso y precipitaron la enorme crisis de la destitución presidencial el 9 de noviembre pasado, que no solo estuvo a punto de liquidar la democracia en la nación, sino que paralizó para todo propósito práctico las principales acciones contra la pandemia. Ese día acabó, por ejemplo, la hasta entonces exitosa operación Tayta, que había logrado reducir en forma contundente picos graves de contagio en Arequipa, Cusco y Moquegua en las semanas previas.
En indignada reacción, se puso de pie y en marcha lo mejor de esta tierra. La movilización sin precedentes en la Semana más Larga, arrinconó al gobierno usurpador, que en pocos días pasó de la amenaza y la agresividad al miedo y la desbandada hacia los fingidos mantras de un hipócrita arrepentimiento.
La magnífica resonancia de la movilización popular tuvo un complemento, casi silencioso, pero de enorme significado en nuestra historia. Cuando el usurpador Merino intentó ordenar a la Fuerza Armada que salga a reprimir a la población, aquella, a través del Comando Conjunto, se negó. Su comunicado fue una declaración trascendente de fidelidad a los principios de democracia y libertad que definen a nuestra República. En ese momento fracasó la usurpación.
El nuevo gobierno, presidido por Sagasti, que debió su existencia no al voto acobardado del Congreso sino a la movilización de los ciudadanos, ha estado lejos de dar la talla hasta ahora. Le quedan algunos meses para crecer o perderse en la pequeñez.
Está por amanecer, sin que amaine la oscuridad, el nuevo año, pero dependerá de nosotros, de la nación que expulsó a los usurpadores, que las horas tormentosas y las turbulencias sean cortas para que asome la luz.
La sociedad alerta, presta a movilizarse si surge la necesidad, apoyada por los bolsones de integridad que existen dentro del Estado, será el factor central para los tres desafíos principales que enfrenta el Perú en los primeros meses del Bicentenario:
- Controlar y vencer a la Peste;
- Fortalecer la Democracia antes, durante y después de las elecciones. Derrotar de la manera más rotunda posible a los grupos enemigos de la democracia y a los corruptos.
- Recuperar el crecimiento económico, con énfasis especial en el apoyo a los más dañados por las medidas que ocasionó la pandemia.
No es el editorial que hubiera escrito en otra circunstancia. Hubiera, como otros años, reseñado lo que hizo el periodismo de investigación de IDL-Reporteros durante los doce meses pasados. Creo que es evidente para nuestros lectores el esfuerzo que llevamos a cabo, especialmente durante la pandemia. No dejamos de trabajar, de reportear, de investigar, un solo día. Entendimos que era nuestro deber y arriesgamos lo que había que arriesgar.
Pero en tiempos de emergencia grave, como el actual, donde las acciones e inacciones tendrán un largo efecto, es importante hablar sobre todo como ciudadanos.
No nos toca festejar todavía el Bicentenario sino enfrentar resueltamente los desafíos que vivimos y no parar en la determinación de vencerlos antes de que el nuevo gobierno – y el tercer siglo de nuestra República – inicien los tiempos de un futuro que será mejor si, al decidir bajo los principios fundacionales de nuestra nación, hacemos lo que se debe.