Reproducción de la columna ‘Las Palabras’ publicada en la edición 2209 de la revista ‘Caretas’.
En alguna cabina de apuntador debe trabajar sin pausa un guionista de culebrones escribiendo día a día los episodios de conflictos inesperados, abruptos amores, embarazosas explicaciones, sacadas de vuelta y quiebres de argumento que hacen la vida pública peruana.
Guiones y guionistas hay muchos. Los bien organizados no solo conocen la estructura general del argumento sino tienen claro el esquema de los capítulos y apenas llenan los detalles. A otros, más improvisados, inexpertos o mal organizados, los alcanzó su argumento y sufren con el de cada día como sufrimos algunos periodistas con el cierre de las notas: sabes dónde empiezas, no dónde terminarás.
Bienvenidos, señoras, señores, a la entretenida temporada escénica “después de los cien días”, con un elenco amateur pero insuperable de actores y actrices que viven sus romances, intriga y suspenso en escenarios naturales. Tomen asiento, que al fondo hay sitio, pero presten atención, que este argumento corre tan rápido que, por inverosímil que parezca, y a diferencia del de la Perricholi, no han podido censurarlo.
En capítulos anteriores hemos visto las evidencias que apuntan a que Chehade no es el que decía ser. Él dice que sí es y promete que lo demostrará, pero llegan nuevos testigos que refutan su versión. Los escenarios han sido inmejorables: tres comisiones diferentes del Congreso y una fiscalía donde, como en Rashomón, se discute lo que pasó y no pasó en un restaurante de Brujas y un cuartel en el distrito de la Perricholi cuyo nombre parece recordarla, el Potao.
Recordemos que esta serie empezó donde otras terminan. El protagonista principal, el que nunca debió ganar según los supuestamente poderosos, ya ha ganado y, muchacho provinciano sencillo y de buena entraña, muestra equilibrio, optimismo, energía más deportiva que imperativa y durante tres meses tanto él como su excelente esposa logran que gente muy diversa y hasta contrapuesta, sienta que algo diferente y bueno ha empezado en el país.
«El público de otros países quizá se pregunte, ¿por qué la provincia más pobre no quiere a la mina más rica?».
Pero estamos en Lima, donde esos sentimientos nunca duran mucho y tenemos ahora regiones más dispuestas a la acción que a la intriga. Al final, como sucede en toda serie que se respete, ni las cosas ni la gente son lo que parecían ser, y empieza el conflicto, la revelación y el suspenso.
UN viejo consejero de los tiempos duros ha sido despedido y acusa a un asesor extranjero con pinta de galán maduro, de conspirar junto con otro asesor, un ex militar que solo tiene pinta de maduro y afición por el secreto, para socavar a aquellos que soñaron coronar sus esperanzas juveniles de justicia con los logros modestos pero prácticos de sus generalmente sexagenarios presentes.
¡Se desata un intercambio feroz de estocadas en el campo contemporáneo de la esgrima, el twitter! Y resulta que en el entrechoque de aceros digitales, se rasgan los secretos del pasado. Nombres cambiados, intrigas legendarias… a poco, las sombras de los duelistas empiezan a parecerse a las de Trotsky y Stalin y en el creciente entrevero, la tercera y la cuarta internacional prosiguen su pelea.
Con la aparición de las sombras, sobre todo las marxistas, las cosas se complican y por un momento parece que el guionista queda más rayado que el escribidor de la tía Julia. ¿Cómo es posible? La sombra de uno de los gerentes más duros de la minera mayor proyecta también a Trotsky; y la del manejador de conflictos de esa y otras minas junto con la del columnista que despotrica de las izquierdas con la misma frecuencia con la que el perro de Pavlov saliva, se parecen a las de Mao con el libro rojo en la mano. Entonces, ¿todos esos enfrentamientos son parte de la pelea inconclusa entre los nietos de Lenin y bisnietos de Marx?
En el próximo comercial hay que volver a leer el libro de Isaac Deutscher, “Herejes y renegados”.
Mientras eso ocurre en las alas, el centro del escenario pareciera ponerse inquietantemente parecido a la última escena de “Granja de animales” (Animal Farm), la novela-distopia de George Orwell. Los que hasta hace cuatro meses eran enconados enemigos del protagonista principal, lo colman de elogios y también de inquietantes zalemas. Un viejo político, muy perspicaz y probablemente sabio, lo llama una “grata caja de sorpresas”. Una importante financista internacional dice abiertamente que lo encuentra atractivo, quizá por las feromonas de bonos soberanos.
Una abogada de rotunda presencia gremial, que hizo lo posible para que perdiera, lo encuentra ahora “tierno”. ¿Tierno? Las dudas se ahondan cuando se consulta el diccionario. Uno de los significados de ‘tierno’ es el de “blando y flexible o que fácilmente se deforma o corta: ‘la carne del solomillo es la más tierna de la ternera’”. Lo menos que se puede decir es que es un piropo sazonado.
A estas alturas, varios argumentos se intercalan y entremezclan. Cuando uno pierde tracción, surge otro y luego otro más. Mientras los consejeros prosiguen batiéndose en las cornisas del Twitter, buena parte del elenco, los personajes y sus sombras, se enfrentan en el último y más importante capítulo de la pelea entre el campo y la mina. El capítulo del Proyecto Conga.
Si la serie se exporta (y todo indica que así será), el público de otros países se preguntará, ¿por qué la provincia más pobre no quiere a la mina más rica?
Si la serie llega, por ejemplo, a Arabia Saudita, la publicidad de repente provocará con algo así como: “es como si aquí dijéramos: petróleo no, camellos sí”.
Nadie dejará de verla.
De verdad, ¿por qué? ¿El oro en medio de la pobreza y los pobres lo rechazan? ¿Cuál es el secreto, la razón detrás de lo que parece ser una extraña sinrazón?
Eso aparecerá, me imagino, en capítulos posteriores, cuando se hable de cerros tajados y tragados, de infusiones de cianuro y, sobre todo, de pobreza que no se va, mientras que el oro, sí. Costo y beneficio estratégicos: eso no suena bien para un guión, pero detrás de esas tres palabras radica todo el drama.
Entre tanto, siguen las escenas y los capítulos. El gabinete se divide: un ministro minero resulta afín a la mina; y el otro de ambiente, siente más por el campo. El segundo observa con brevedad pero elocuencia el estudio que aprobó el primero. Este habla de tremendismo y aquel retruca defendiéndose.
PERO entonces, el primer ministro, distraído quizá por la pelea entre consejeros, interviene, habla con el de Ambiente y éste aparece de repente conciliador hasta la contradicción.
Las correntadas son fuertes, sin embargo, y uno de sus viceministros renuncia mientras el otro proclama que no renunciará.
Hasta ahí, el Ministerio del Ambiente parece estar en crisis y el de Minas en fortalecimiento. Pero el estudio de aquel ministerio ha tenido un fuerte impacto y el desorden se agudiza y amenaza extenderse. El principal protagonista puede ver ya el posible escenario de terminar reprimiendo a quienes lo apoyaron y apoyando a quienes lo reprimieron.
Las protestas se hacen cada vez más encendidas. Súbitamente, la mina anuncia que suspenderá el proyecto y obedecerá lo que el Gobierno disponga mientras espera y busca mejores tiempos.
El primer ministro dice entonces que “desde ahora… los proyectos mineros deben enmarcarse en un proyecto de desarrollo y concertación con la población, despejando todas las dudas y garantizando el agua prioritariamente para el consumo humano”. Dijo también que la mina está de acuerdo con la condición impuesta por el Gobierno y que, por eso, ahora se recurrirá a peritajes nacionales e internacionales para “recuperar la confianza de la población”.
Bien dicho. Pero, ¿por qué tan tarde?
Quizá porque, pese a todo lo que ya ha pasado, la serie recién está empezando su primera temporada.