Reproducción de la columna ‘Las Palabras’ publicada en la edición 2232 de la revista ‘Caretas’.
San Salvador.- Pocas horas después de llegar a El Salvador, para un seminario de seguridad para periodistas en riesgo, leí la noticia de la muerte de Carlos Fuentes y recordé, con nostalgia y tristeza, el año ya lejano en que otro grupo de periodistas conoció a Carlos, admiró su talento, tuvo su amistad.
Era el otoño septentrional de 1985, y la promoción Nieman de periodistas 1985-1986 iniciaba el año más feliz de sus carreras en la universidad de Harvard. Yo era miembro de ese grupo y había llegado a él casi por casualidad.
Bill Montalbano fue uno de los dos grandes corresponsales extranjeros de la primera parte de los ochenta (el otro fue Allan Riding), que llegaban con frecuencia a Lima, impelidos tanto por la apasionante intensidad de la realidad peruana de entonces, como por el pisco sour del hotel Bolívar (“best pisco sour in the World” solía decir Montalbano con certeza apodíctica). Ambos eran buenos amigos de Enrique Zileri y recalaban invariablemente en Caretas como primer paso de sus coberturas. “Nuestro trabajo tiene dos partes” decía Allan Riding, “el reportaje y el recortaje. Este último es, por supuesto, el más importante”.
«En el Sanders Theatre, Carlos Fuentes mesmerizaba a su audiencia, con una visión deslumbrante de América Latina a través de los siglos, épica y a la vez prolija, pero sobre todo reveladora.»
Detrás de ese sonriente cinismo, había, por supuesto, un trabajo arduo pero que nunca dejaba de lado el sentido del humor. Viajé algunas veces a Ayacucho con alguno de ellos, o con ambos, y aprendí muchísimo de ese par de veteranos que sin esfuerzo aparente y sin darle nunca descanso a la ironía, captaban de un solo golpe de vista lo saltante o lo esencial de los hechos. “Primera regla del corresponsal apenas llega a un lugar peligroso: ver cómo va a salir de él”, decía Montalbano; y aunque eso parezca de Perogrullo, era lo último en lo que uno pensaba, con tanto por hacer y tan poco tiempo por delante. Pero el viejo Montalbano tenía, por supuesto, razón.
Él me animó a postular a la NiemanFellowship en la universidad de Harvard. “Te cambiará la vida”, dijo. Y cómo acertó. Me presenté como quien compra un billete de lotería; pero unos meses después me enteré que yo, mi entonces embarazadísima esposa y mi hija mayor dejábamos por un año la vida febril de Lima para ser parte de un grupo privilegiado de periodistas y familiares a quienes la universidad de Harvard ponía a disposición todos sus recursos.
Luego de los primeros días de confusa exploración de cursos, sin saber bien qué escoger entre tanta abundancia y diversidad de temas desarrollados por mentes talentosas, cada uno de los miembros de la promoción Nieman 85-86 fue decantando los cinco o seis cursos que el interés súbito o la vocación o un proyecto largamente acariciado los llevó a seleccionar.
PERO hubo uno en el que, en medio de decenas de estudiantes, una gran parte de la clase Nieman terminamos encontrándonos. En el Sanders Theatre, el más grande y bello auditorio de conferencias en Harvard, Carlos Fuentes mesmerizaba, clase tras clase, a su audiencia, con una visión deslumbrante de América Latina a través de los siglos, épica y a la vez prolija, pero sobre todo reveladora.
Carlos Fuentes puede ser discutido como novelista, por la calidad desigual y quizá la ambición fallida de algunas de sus novelas. Pero como conferencista fue indiscutiblemente extraordinario. La conjunción del dominio de tema y de escena; de talento expresivo con conocimiento erudito diverso y capacidad polémica, le dieron la fuerza y el atractivo para que semana a semana sus clases estuvieran repletas, su auditorio cautivado y su influencia en el debate de esos años se hiciera mayor.
Quizá una de las grandes ventajas que tuvo Fuentes como conferencista en Estados Unidos fue no solo su maestría en el inglés sino su conocimiento de la cultura norteamericana. Al conocerla tan bien pudo traducir con gran brillo expresivo la historia, el espíritu de Latinoamérica.
Hay expositores que dan tanto de sí ante el público, que terminan agotados, en el silencio interno de la fatiga mental. Con Carlos Fuentes era al revés. El auditorio lo energizaba, de repente hasta le divertía y terminaba con todas las ganas de pasar del discurso a veces hasta solemne al diálogo divertido de grupo pequeño.
Nuestra promoción Nieman entabló una relación más estrecha con Fuentes y no solo fue un invitado especial en el seminario que organizábamos semanalmente, además de las clases, sino que pasó con nosotros el Thanksgiving, el día de acción de gracias, de ese año, que para él, de paso, fue muy bueno. Ese fue el año en el que publicó “Gringo Viejo” (“Old Gringo”), la novela sobre el viaje final de Ambrose Bierce, el amargo, ocasionalmente genial escritor estadounidense de, sobre todo, la Guerra Civil de Estados Unidos, que a los 71 años se internó en México en 1913, para cubrir la revolución y desapareció en ella.
(Bierce, que conocía muy bien los peligros que iba a enfrentar escribió en pleno viaje a un familiar, que ser fusilado en México “es una manera bastante buena de partir de esta vida. Le gana a la vejez, a la enfermedad o a caerse en las escaleras del sótano. Ser un Gringo en México – ¡Ah, eso es eutanasia!”).
LA novela de Fuentes, un best seller en Estados Unidos, fue llevada al cine por Jane Fonda, amiga del escritor, que la actuó junto con Gregory Peck, como Bierce.
Nada más opuesto al destino de Bierce que el de Fuentes, cuya influencia y prestigio en Estados Unidos creció mucho en esos años, muy pocos después de habérsele negado la visa de ingreso por considerarlo comunista. De hecho, tuve por momentos la impresión de que en el ambiente liberal de Nueva Inglaterra, el culto y cosmopolita Fuentes sentía la comodidad personal que la ríspida, contenciosa Latinoamérica muy pocas permite.
Él ganó y mereció la amistad y admiración que le dieron los gringos –pese, hay que decirlo, a que Fuentes siempre subrayó y remachó, listo para la polémica, su condición de mexicano –, entre otras razones porque a la par de su mérito intelectual y talento retórico, fue amable y sencillo con los amigos viejos y los nuevos, entre los cuales la promoción Nieman de 1985.
Pronto, demasiado pronto, terminó ese año encantado y todos regresamos a nuestras vidas y destinos. Muchos de mis compañeros de promoción Nieman tuvieron carreras notables en periodismo y literatura. Jubilados algunos, (¡Yo, no!) el grupo se aproxima lentamente a la edad en la que Bierce emprendió su viaje a Chihuahua. Cada cual lo hará a su tiempo y manera; la mayoría, me parece, razonablemente contenta.
Todos conservamos, viva, tierna y nostálgica, la memoria de los días de ese año, del placer insuperable de leer y aprender y pensar y comprender sin apremios; de perderse en las bibliotecas y de acudir a las clases de todo tipo de mentes notables; como cuando acelerábamos el paso para llegar al Sanders Theatre a escuchar, brillante y memorable, a Carlos Fuentes.