Reproducción de la columna ‘Las Palabras’ publicada en la edición 2240 de la revista ‘Caretas’.
HACE varios meses publiqué, en Caretas 2205, un artículo, “Cabeza de turco” sobre la prisión sin sentencia, desproporcionadamente larga impuesta entonces a la pareja más conocida de la picaresca política nacional: Rómulo León y Alberto, ‘don Bieto’ Químper.
Ambos eran, y son, personajes pintorescos, cuyos diálogos chuponeados son, en varios momentos, de difícil olvido. Como escribí entonces, a diferencia de Rómulo León, que fue caricaturizado y metamorfoseado en un incómodo roedor, la imitación cómica de Químper casi no tuvo distorsión porque el original – “con el aire y la figura de un decadente senador romano”– no tenía mejora.
Tanto Químper como Rómulo León fueron chuponeados extensamente dentro de un caso que terminó con los chuponeadores en la cárcel, ya sentenciados, y con aquellos dos chuponeados también presos.
El problema es que ni León ni Químper han sido hasta ahora sentenciados. León recobró la libertad después de alrededor de tres años en prisión –sin acusación fiscal ni, por cierto, sentencia– y sigue ahora el proceso judicial con comparecencia, como debe ser en este caso.
Pero Químper, con 75 años a cuestas permanece preso en el penal de San Jorge. En su caso, sufrió un arresto domiciliario que excedió los 36 meses. Luego, al ser visto en La Bonbonniere de San Isidro (según él para aliviar una vejiga cuyas válvulas se asume debilitadas por los años) fue sancionado con prisión efectiva, primero en el penal de Aucallama y después en San Jorge.
Han pasado algo más de nueve meses y Químper sigue preso. Cualquiera diría que un castigo de tanta carcelería, sea por un croissant, una meada o la suma de ambos, es ciertamente excesivo. Pero hace pocos días, una sala judicial rechazó su petición de libertad y lo mantiene en prisión.
Entonces, ‘don Bieto’ va a pasar dentro de pocos meses cuatro años de encierro sin sentencia alguna. La única razón que podría esgrimirse como justificación para ese extremo punitivo sería el peligro de fuga. Y sostener que Químper, a sus nada atléticos 75 años representa riesgo alguno de huida, ya no es siquiera ridículo sino patético.
Al mantener en prisión a Químper, sin sentencia, se perpetra una clara arbitrariedad, un abuso de autoridad que desprestigia cuanto queda de la lucha anticorrupción.
¿Por qué critico la prisión de una persona que, para muchos, encarna el rostro, la expresión, los giros y ademanes de la corrupción?
Es verdad que como en su momento escribí que yo no pensaría en Rómulo León como candidato para la presidencia de la Apafa local, tampoco pensaría precisamente en Alberto Químper para presidir ninguna otra cosa que no fuera una peña dedicada al chisme histórico.
Pero nada de lo que he visto en su caso me explica porqué se ha extremado tanto el celo punitivo. Tenerlo 36 meses en prisión domiciliaria y luego encerrarlo otros nueve meses en la cárcel, sin sentencia, es un abuso. ¿Cómo era el latinajo? ¿Abusus non est usus, sed corruptela?
LA carcelería desproporcionadamente larga, sin sentencia, sobre todo si no hay peligro de fuga que afecte el resultado de la sentencia representa una forma de corrupción. Desmerece, degrada y devalúa la lucha anticorrupción y resulta una alternativa postiza y falaz de esta.
¿Por qué quieren mantener encerrado a Químper? Puede ser por una combinación de inercia burocrática, por la imagen pícara de Químper y el miedo a la reacción estridente de algunos medios. Puede ser. Claro que la tentación de interpretaciones conspirativas es fuerte: Químper sabe mucho, de mucha gente. Ha sido abogado tributarista de varios, entre ellos de alguno de los políticos de más peso en el país. Tenerlo en la opresión y precariedad penitenciaria, donde las cosas siempre pueden ser peores, puede verse como una forma eficaz de mantenerlo callado.
Aunque no sea ese el caso, lo que sí ha habido en las supuestas acciones contra la corrupción es el uso de víctimas propiciatorias, en el cual un escándalo se tapa con el linchamiento de figuras menores, para proteger a las mayores. Jureles a los que se presenta como cachalotes y se los zambulle en la realidad grotesca e incoherente de buena parte de los procesos judiciales, en donde solo se arriba a la verdad por error o casualidad.
Los grandes corruptos, mientras tanto, se protegen detrás de esos linchamientos de personajes secundarios que dan la sensación equívoca de que se avanza en la lucha por una mayor honestidad pública.
El enfrentamiento de la corrupción y de los delincuentes que la perpetran debe ser inteligente y eficaz antes que aparatoso. Debe buscar resultados en profundidad, que sean el producto de una investigación bien articulada, metódica, consistente y rigurosa.
Toda investigación contra el crimen organizado y la corrupción, debe apuntar preferentemente por la vía más corta posible a los jefes, organizadores, estrategas y beneficiarios mayores del delito.
¿Ha sido ese el caso en el Perú? A primera vista pareciera que sí, dado que la lista de jerarcas del fujimorato que se encuentran en prisión, empezando por el propio Fujimori y continuando con Montesinos, es importante.
PERO eso sucedió en gran medida por la –para los peruanos honestos– afortunada imprudencia de Montesinos, por la arrogancia de ese régimen, que se sintió políticamente eterno y aseguradamente impune. Por ello, documentó con precisión sus propias fechorías, para recordarlas, para tener elementos de presión y chantaje (como bien lo supo luego gente como Schutz).
Así que esa avalancha de pruebas inculpatorias fue, en buena medida, autogenerada. Pero, ¿hubo luego grandes investigaciones anticorrupción, descubrimientos propios a partir de una labor de búsqueda e investigación coherente, severa y sin pausa? Solo unas pocas, como, por ejemplo, la investigación judicial (y en el nivel de Corte) sobre el caso del contrabando de armas para las FARC, hecha por las vocales Villa Bonilla y Tello de Ñecco. La inmensa mayoría no solo no investigó ni descubrió nada sino ni siquiera aclaró lo que se sabía. En otros casos, como los de la llamada sala VIP, el propósito de su creación fue el encubrimiento.
Entonces, si existiera una voluntad real de montar una campaña eficaz contra la corrupción, habría que hacer por lo menos dos cosas: una, montar una auditoría a fondo de lo que no ha funcionado y no funciona en esa lucha, en los niveles policiales, fiscales, judiciales y penitenciarios, para llevar a cabo reformas que busquen una sustancial mejora cualitativa.
Y, a la vez, evitar el abuso judicial, sobre todo el penitenciario, que ahora se presenta falsamente como una muestra de severidad en la lucha contra la corrupción pero que en el fondo, además de ser una injusticia en sí, termina favoreciéndola.
El caso de Químper y el de los faenones entrevistos y los que están por conocer, debe resolverse, y ojalá revelarse en el proceso y la sentencia judicial. Hasta ese momento, no existe otra razón que la de la arbitrariedad para mantenerlo en la cárcel.