Reproducción de la columna ‘Las Palabras’ publicada en la edición 2250 de la revista ‘Caretas’.
En su “milonga para Jacinto Chiclana”, que según él se escribió sola, Jorge Luis Borges expresó esta filosofía que con solo enunciarse se demuestra: “Entre las cosas hay una/ de las que no se arrepiente/ nadie en la tierra. Esa cosa/ es haber sido valiente”.
Los hechos grandes de la historia nos llevan a asociar principalmente la valentía con el ejercicio de la guerra o, por lo menos, de la pugna violenta entre personas. Lanzarse a combatir dominando el miedo al desgarro de carnes y de vísceras o al ahogamiento doloroso en el frío de la muerte: eso es para muchos la idea máxima del valor, a través de la febril danza tanática de las batallas, que exige alimentar a la muerte para que ella no se alimente de ti.
En sus hechos básicos, el valor es crudo y puede ser hasta zafio. Pero en la misma circunstancia puede ser noble, abnegado y hasta trascendente. Aquel lugar común, que la valentía no es la única virtud, pero es la que hace posibles a todas las demás, no por tópico es menos cierto.
Aparte de ‘escuchar con los ojos a los muertos’ intrépidos en los libros, he conocido gente valiente, y también valiente y noble. Desde mi experiencia en las artes marciales y mi afición por la historia militar, admiro y respeto el valor guerrero. Su cosecha es deprimente pero gracias a él, cuando lucha en el lado justo, se han salvado civilizaciones.
«A ambos, Pilar y Hubert, la guerra les marcó la vida, la Civil de España a ella y la Segunda Guerra Mundial a él».
Sin embargo, alguna de la gente más valiente que he conocido no era guerrera, aunque en la mayoría de los casos la guerra hubiera jugado un papel central en sus destinos. Algunos son, fueron, periodistas que cubrieron conflictos o revelaron corrupciones o contaron algo profundamente cierto e importante que pocos querían escuchar. El nombre que primero me viene a la mente es el de Anna Politkovskaya, que unió a su intrépida capacidad investigativa una campaña abierta por los derechos humanos de aquellos cuyas tragedias reportó con tan intensa fidelidad.
AQUÍ acabamos de despedir a Pilar Coll, con la tristeza que a la vez celebra una vida noble, consagrada con coherencia inquebrantable al bien de los demás, sobre todo de los que más sufren. Su despedida, cómo no, hizo recordar a la que hace pocos años, en casi los mismos lugares y con el mismo dolor, le dieron a Hubert Lanssiers, los presos y las presas a quienes ambos asistieron, alentaron y dieron esperanza mientras tuvieron vida.
A ambos, Pilar y Hubert, la guerra les marcó la vida, la Civil de España a ella y la Segunda Guerra Mundial a él. Ambos vieron después mucha más violencia y sus resultados; y trataron de remediar lo que era imposible evitar.
Ninguno de los dos tuvo el aire monjil o resignado que se espera de capellanes al pie del patíbulo o al costado del sufrimiento, porque lo último que percibí en ninguno de ellos fue resignación. Las rabias de Hubert fueron tan memorables como su sarcasmo ante su enemiga perpetua: la estupidez. Pilar, en lo que la conocí, fue una persona sonriente y muy afable, pero capaz de ser todo lo franca y hasta dura que la circunstancia ameritara. No era persona de ambigüedades sino de inequívoca claridad. Con alguna diferencia de matices, tanto para ella como para Hubert la defensa de los derechos humanos fue una lucha, una campaña perpetua con acciones que acometer a lo largo de la vida, con el mismo brío y pujanza que al inicio. En esa vida dispensaron mucha bondad, pero a la vez esa misma vida les demandó una gran valentía, que ninguno de ellos regateó.
Defender los derechos humanos en el país fue una de las actividades que exigió mayor valor, y por supuesto valores, durante los años de la guerra interna. Significó en muchos casos, especialmente para aquellos que vivieron en las zonas más duras de la guerra, interponerse desarmado y sin otra protección que su fuerza moral, entre los asesinos y las víctimas. Supuso vivir al filo de la muerte y terminar, en muchas ocasiones, segados por ella.
Luego, cuando cayó la dictadura, la creación y puesta en marcha de la Comisión de la Verdad, representó sobre todo un hito moral, de ruptura con el infecto gobierno gangsteril que acababa de caer y cuyas fechorías y vilezas emergían a la luz pública a través de vídeos, documentos y, a veces, confesiones.
¿Qué hizo posible que poco después los portavoces, los lobistas, agitadores y payasos de esa canalla lograran caricaturizar y poner a la defensiva a buena parte de quienes integraron la CVR o las organizaciones de derechos humanos?
Lo curioso es que aquellos que más variaciones le encuentran a la palabra ‘caviar’ (caviarada, caviaraje, caviarín, caviarón, caviarato…) dejan tras suyo una estela de halitosis de canapé, mientras saltan de una bandeja a otra en las recepciones de embajadas.
El asunto es folclórico y a veces hasta chistoso, en los casos eventuales en los que la chapa le calza a uno que otro. Pero el trasfondo es uno de la más profunda deshonestidad, en los que una manga de pillos busca desacreditar algunos de los valores fundamentales de la democracia como parte de la guerra cultural que ha ayudado a que gran parte de quienes medraron durante el fujimorato, haya vuelto a posiciones de poder y hegemonía muy cercanas a las que tuvieron entonces.
Un ejemplo patético de ello fue la ofensiva contra la CVR que tuvo lugar después que se anunciara la muerte de ‘William’, el dirigente senderista del VRAE. Ese importante éxito operativo provocó que el gabinete inexperto informara sin el conocimiento suficientemente comprobado de lo que había, en verdad, sucedido.
Los ministros del Interior y de Defensa afirmaron que el nombre real de ‘William’ era Rolando Cabezas, (curioso nombre, de paso, pues es el mismo que el del coronel de la entonces Guardia Republicana que perpetró la masacre de Lurigancho, durante los motines y matanzas penitenciarios en junio de 1986).
ALGUIEN descubrió que Cabezas figuraba como víctima de Sendero Luminoso, que pedía un resarcimiento económico del Estado. Inmediatamente se desató una histérica ofensiva de los fujimoristas en contra de la CVR, acusándola, en los hechos, de prohijar y solventar a terroristas.
Pero luego resultó que ‘William’ no era Rolando Cabezas. Eso no amilanó a los fujimoristas más estridentes, que ya casi lograban – respaldados por su elenco estable de plumarios y de medios – que la nueva campaña contra la CVR despegara y adquiriera vida propia.
Al final primó lo importante: ‘William’, uno de los principales dirigentes de SL-VRAE, había sido abatido al cabo de una diligente y esforzada labor policial reforzada por la Fuerza Armada. La campaña contra la CVR, sin embargo, siguió en el Congreso y en algunos periódicos deprimentes, teniendo como protagonistas a un importante número de recordados actores y célebres actrices en la más importante producción de los estudios del SIN: los vladivideos.
Se trata de una guerra de desinformación en la que la verdad le importa un pito a las geishas y a sus plumarios.
Sugiero responder la ofensiva desinformadora con, por ejemplo, una campaña informativa. Un festival de vladivideos, donde aparezcan, en diálogos que no debieran ser nunca olvidados, varios y varias de los apenas reciclados compinches de Montesinos. Hasta el perro ‘Puñete’ aullaría abochornado.
Sea como fuere, al despedir a Pilar, al recordar a Hubert no hay que olvidar que la defensa de la democracia y de los derechos humanos debe ser tan enérgica ahora como lo fue en los años del fujimorato.