El subteniente abre la puerta de la improvisada sala de operaciones y percibe el golpe de aire caliente. No por el calor cotidiano, sino que la gente en sí misma está caliente. Saben que están entre la línea divisoria entre el honor y el horror. Sobre la mesa está puesta una carta impresa, arcaica, donde no distingue mucho, excepto la sinuosidad de los ríos. Se discute; hay conceptos que todavía no comprende con exactitud, hasta que oye que el comandante del 42 –uno de los batallones más experimentados– le dice al oficial más antiguo:
— Si las patrullas ingresan por ese lado, va a morir gente.
— Es que es la guerra. En la guerra la gente muere. Es su costo, le responden.
El subteniente siente que la respuesta está dirigida a él y le cae como un látigo. Es verídico: “en la guerra la gente muere”. Y ese día, la guerra dejaba de ser una teoría para ser ese conglomerado de sensaciones reales y palpables. Cuando sabe cuál es el plan y qué parte le toca a él, sale de la reunión y recurre a los cigarros. Uno tras otro. Piensa, toma el teléfono, busca la agenda y comienza por la letra “A”. Llama a todos sus contactos de esa letra, los saluda, les pregunta como están y les dice que se cuiden. De allí pasa a la “B” y a la “C” hasta que acaba el abecedario. Después marca el número de su madre y le miente. La mentiras blancas son parte importante de la guerra: “voy a hacer un censo en unos pueblos, allí no entra la señal mamá, no te preocupes”, le dice.
Finalmente, llama a su padre, que es oficial al igual que él, pero que se encuentra en el sur del Perú en ese momento. A él no le miente. Le cuenta los pormenores de su misión y las arengas del general-comandante: ¡Qué honor, señores! ¡Vamos a tomar el bastión de Sendero Luminoso! Y también le dice: “te agradezco mi carrera, mis estudios, no tengo nada que reprocharte; no sabes cuánto te quiero, papá”.
Su padre, a pesar de su propio grado, no podía hacer mucho por él. Se angustió. Le responde: “Vas a volver. Solamente tienes que mirar en donde pisas y estar atento” Aunque, en el fondo, sabía que era mucho más que eso. El subteniente se dio aliento a sí mismo. No podía permitir que sus soldados vieran las dudas que tenía dentro de él, no podía decirles: en la guerra la gente se muere. Es la guerra, pues. Así que entró a la cuadra, muy alegre, los reunió y les dijo:
— A ver muchachos, les tengo dos noticias; una buena y una mala. ¿Cuál quieren primero?
— ¡La mala mi subteniente!
— ¡Ya! ¡Ya! La mala es que vamos a comer basura.
— ¿Y la buena cuál es?
— ¡La buena es que vamos a recibir doble ración de basura!
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Cuando el helicóptero se enciende, el subteniente observa a sus soldados y trata de catar su estado de ánimo. Los arenga. Tiene tres hombres que pueden parar el pleito: “Shiripia” un ex terrorista convertido a soldado, “Matraca”, un ex reo del Lurigancho y “Ruco”, que es de Lima, pero que ha vivido en la selva y conoce sus secretos y manías. Los demás son jóvenes, la mayoría pucallpinos. Su ardor trata de contrarrestar su inexperiencia, pero resulta insuficiente.
Un rato después, observa al ingeniero de vuelo dar la señal de que están cerca. Se pone de pie, reparte cachetadas de aliento entre los presentes y grita algo sobre la gloria, el honor, el valor. El grito se apaga con el sonido de las ametralladoras y cohetes que salen de los helicópteros. Ha llegado la hora. La rampa se abre a una altura poco prudente y saltan sobre una playa. Están al pie del Bidón. Sienten muy claramente el recibimiento. Los zumbidos de las balas rebotando en las piedras y en los árboles. La aeronave es el blanco y el subteniente adivina de dónde los están fusilando. Pide que se acerque el lanzador de granadas y se da cuenta que, excepto “Ruco”, no hay nadie más con él y que el ruido no permite agrupar a su gente dispersa entre la orilla del río y su posición.
El helicóptero tarda una eternidad en escapar y ellos en reorganizarse; tampoco es tan fácil en esa lluvia de balas. El subteniente cuenta a su gente, comprueba que están completos y toma contacto con las demás patrullas que, al igual que ellos, la han pasado bastante mal. En tierra firme, toma el lanzagranadas y lo apunta hacia la altura de donde le disparan. Otro pensamiento lo recorre y agazapado entre los árboles, le dice a “Matraca”.
— Menos mal que solamente van a ser tres días a este ritmo. En el peor de los casos, “Matraca”, serán cuatro.
Lo que no imaginaban ni él ni los hombres que lo acompañaban, era que se trataba solo del primero de los noventa y tres días que estarían en ese lugar, bajo fuego. Algunos de ellos, no volverían.
(*) Escritor y militar, el mayor EP Carlos Enrique Freyre lleva la literatura donde lo lleva el servicio.
Ahora Freyre sirve en el VRAE, donde a la par del cumplimiento de sus deberes de oficial, escribe notas, pensamientos y relatos sobre la intensa y conmovedora realidad que observa.
Son sus “Diarios de guarnición”, la columna que IDL-Reporteros publica cada 15 días.