Algunos de los lugares que se recorren por aquí tienen nombres de heroica recordación entre nosotros: Sanabamba, Matucana Alta, Tintaypunco, Tutumbaru o Machente. Sea que pasemos a pie, en vehículos o helicóptero, como que la sensación de saber que personas conocidas o cercanas a nosotros dejaron de existir en esos parajes de una manera cruenta, parece perseguirte, soslayadamente, pero sí, te persigue: es un susurro al oído, que te dice, aquí fue. Miras el sitio y lo escarbas con la vista.
La guerra regular e irregular tiene ciertos cánones que tienen que ver con el liderazgo de los oficiales. Quien bate a un oficial en combate, comienza tener cierta ventaja sobre el enemigo de turno. En este tipo de guerra, llena de desplazamientos, trampas, escondites y emboscadas, un tirador selecto puede llevarse la presea dorada de desorganizar a una patrulla completa acertándole al subteniente, teniente o capitán. Ya desde los años ochenta, se sabía que era un pecado capital patrullar con los brillantes galones puestos sobre los hombros; comenzó entonces la usanza del cabello largo, los uniformes sin apellidos y de tratar de entreverarse con la tropa lo mejor posible.
Sin embargo, hay aspectos inevitables. La formación de cinco años en la Escuela Militar, que continúa después en los cuerpos de tropa, generan que un individuo obtenga cierta condición física, que pasa desapercibida entre los mismos militares, pero no entre la gente de a pie. No necesariamente es la complexión corporal, sino los ademanes o posturas. Si una patrulla opta por ir vestida de civil a una misión especial, quizás de lejos puedan ser confundidos, pero de cerca no. Hace unos meses llegué a un pueblo con una patrulla con ese atuendo, atraído por una información, y el presidente de la comunidad apenas al verme, me dijo de dónde venía y a qué base pertenecía.
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Aunque el equipamiento actual permite reducir las diferentes fisonomías entre hombre y hombre, lo cierto es que el color de tu piel puede ser tu fatalidad personal. En Sanabamba, una columna senderista dinamitó una trocha por donde pasaban el capitán Fernando Suarez Pichilingue con sus hombres y cuando tomaron el control de la situación, le comenzaron a preguntar a los soldados agonizantes quién era el oficial al mando. Los soldados, pese a su estado, no quisieron revelarlo, pero a los atacantes no les fue muy difícil distinguirlo: Suárez era blanco como la nieve. Lo separaron del grupo y le dieron un tratamiento aparte.
Lo recuerdo muy bien pues era un proactivo cadete de la promoción 106 de la Escuela Militar, una después de la cual formo parte. El teniente Manuel Delgado Nauca, de la promoción 111 y cuyo episodio fatal relaté en una columna anterior, era del mismo semblante y el francotirador que le acertó, lo distinguió por eso. En Matucana murió el mayor Carlos Castañeda –un cajamarquino que tenía pinta de actor de cine– también de una de esas formas viles que uno no quiere imaginarse. Mi imagen de Castañeda era de un comando vehemente y pertinaz; le decían el “Zorro” y su metro ochentaitrés era distinguible desde cualquier altura del bosque.
Así que las características físicas que serían ideales para una escolta o una compañía de desfile en una capital, en esta parte, podrían cobrar otra factura. Cuando uno lee los escritos senderistas, puede precisar que se consideran a sí mismos “militares” o “combatientes” y el conocer sus deficiencias –en particular las dificultades para conseguir munición—los ha condicionado a refinar sus procedimientos para tener éxito si decidieran atacar. Por eso, el uso de francotiradores no solo es un tema sicológico, sino un tema logístico.
Si su objetivo estuviera al alcance de su mano, no se molestarían en dispararle. Sacarían su machete.
El uso del machete es un arte. Lo he observado bien; el machete en una mano diestra tiene mejores usos que cualquier artículo de tienda por departamentos. Sirve para cortar pasto, pelar frutas, limpiar chacras, tomar leña, doblegar los árboles, abrir caminos y todo lo imaginable. Conforme más campestre es el origen, el machetero es mejor; si no se tiene costumbre es mejor no atreverse. Tenía un soldado del Rímac, un moreno con postura de crack, que se le ocurrió un día tomar el machete por su cuenta y al tercer intento se voló un pedazo de dedo. Para suerte, no llegó a comprometerle el hueso y milagrosamente se le regeneró la piel. Otra vez vi, en Amazonas, como cien soldados tarapotinos abrían una trocha por el monte a machete limpio, sin maquinaria de por medio, para dejar libre el camino a la recientemente explorada catarata de Gocta, la tercera más alta del mundo.
(*) Escritor y militar, el mayor EP Carlos Enrique Freyre lleva la literatura donde lo lleva el servicio.
Ahora Freyre sirve en el VRAE, donde a la par del cumplimiento de sus deberes de oficial, escribe notas, pensamientos y relatos sobre la intensa y conmovedora realidad que observa.
Son sus “Diarios de guarnición”, la columna que IDL-Reporteros publica cada 15 días.