A Víctor Robles Sosa, el conversador.
22 de abril de 1997, 15:23 horas
– ¡Salir a formar!, gritó el cuartelero.
Era la sagrada hora del entrenamiento físico en la Escuela Militar y aceleré el paso junto a Harold Díaz Arana, pues andábamos sobre la hora, lo que nos podía costar una papeleta de fin de semana. En eso, vi como a unos cuatro cadetes entrar al cafetín que quedaba a mitad de camino entre mi cuadra y el patio de armas y luego a dos cadetes de año superior que también iban en sentido inverso a la formación. Mi curiosidad pudo más, así que me desvié de la ruta y hallé por lo menos un par de secciones apiñadas frente a un televisor.
Veían, anonadados, los pormenores de la Operación Chavín de Huantar.
Llegué en el momento en las cámaras de televisión captaban a unos comandos haciendo un orificio sobre el techo de la residencia; en las postrimerías de aquella acción. Jorge Suazo, a quien conocía desde niño, pero que estaba en la promoción anterior a la mía, me dijo:
– He visto que tu teniente está herido.
Se refería a mi jefe de sección, Julio Díaz León. Buscábamos ver, entre los hombres en casco que cantaban su victoria, a quien reconocíamos.
Pronto, la voz rabiosa de los tenientes se fue aproximando en nuestra búsqueda. Faltaba medio batallón para el entrenamiento físico, pero, con tamaño episodio, a pocos les terminó importando si eran acribillados por la infausta frase: “cadete, nombre y código”.
***
Al anochecer, después de cenar, cada uno de nosotros hacíamos la reconstrucción de nuestros propios hechos y desentrañábamos el misterioso comportamiento de nuestros tenientes, cuyos horarios comenzaron a volverse un imprevisto, pues aparecían y desaparecían en horas incompresibles dentro de la rutina tan inflexible de la Escuela Militar.
Recuerdo que vi en el parte diario la justificación de la ausencia de mi oficial: “reentrenamiento”, decía en las ocurrencias. No lo sospeché, ni desde un principio. Ese fin de semana, cuando llegué a mi casa en San Miguel, mis primos me comían a preguntas. El domingo en que caí, como siempre hambriento, por casa de mi abuela, cada uno de mis tíos y tías me comentó lo que estuvieron haciendo a las 3 y 23, hora en que sorpresivamente, la televisión comenzó a mostrar las imágenes del rescate de los rehenes en la residencia del embajador del Japón.
La siguiente semana los tenientes regresaron convertidos en capitanes. Habían sido ascendidos. Como muestra, llegaron con sus heridas. Oí que un oficial le hacía una broma a otro, diciéndole que, aprovechando la cicatriz de una esquirla que le había caído en la cara, se hiciera la cirugía completa y se la arreglara toda.
Al retorno de las clases militares, llegó el nuevo capitán Armando Abanto, conocido por el sobrenombre de “abantoman”, por la gran cantidad de condecoraciones que lucía, de bastante renombre. Venía a darnos la instrucción regular, pero un cadete levantó la mano y le dijo si es que podía contarnos lo ocurrido en la operación. Abanto, quien no había perdido el dejo colombiano que adquirió durante su permanencia en esas tierras, se negó:
-Yo he venido a dar instrucción sobre sec fus motz y sobre sec fus blin.
Pero después, casi obligado por los cadetes, cedió a la presión y dejó los manuales de sección de fusileros motorizados y sección de fusileros blindados sobre un atril. Pasamos varias horas extasiados, sin dormirnos, oyendo su relato lleno de balas, explosiones, gritos, paredes rotas y faltas a la ley de la gravedad, mientras que nuestra imaginación volaba al escenario lleno de túneles y gases.
***
Por esos años no me imaginaba que el rescate me perseguiría de una manera tan constante, que terminé escribiendo un libro al respecto y un guion de cine que es más difícil de financiar que la misma operación. He pasado varias horas en el estudio personal del almirante Giampietri, en los despachos de los generales Williams y Alatrista, en la casa de la familia de Juan Valer y de los entonces tenientes y capitanes, hurgando por detalles y siempre me asombro por la cantidad de imprevistos que se dieron, como cuando un pedazo de muro se desprendió del segundo piso y cayó sobre un comando que corría en el primero (y siguió corriendo) o la tremenda explosión que hizo que un capitán cayera con escalera y todo desde la segunda planta sobre un automóvil estacionado desde el día del secuestro (y volvió a subir).
Tengo en la cabeza las escenas, cuarto por cuarto, piso por piso y túnel por túnel.
A pesar del tiempo, y al margen de los tintes y retintes que terminaron con los chavineros contra las cuerdas –en este raro país capaz de juzgar sin misericordia a sus héroes—siempre descubro algún detalle interesante que extiende el largometraje:
Entonces, me dijo el comando, sentí que me ahogaba por los gases y subí hasta la terraza y cogí una botella de agua San Luis que seguro estuvo allí para la fiesta y justo pasó un tipo filmándonos. Estuve a punto de mandarlo a rodar, pero no sé cómo se me ocurrió limpiar la etiqueta de la botella y le dije, mirando a la cámara, “después de un rescate exitoso, tome San Luis. Ah y no se olvide, no es mineral”. ¿Hubiera sido una buen comercial? ¿No crees?