En los futuros relatos del conflicto presente en el Perú, es posible que un nuevo concepto estratégico se añada al de la “niebla de la guerra” clausewitziano.
“La guerra —escribió Clausewitz en el capítulo tercero de su ‘De la Guerra’— es el territorio de la incertidumbre; tres cuartas partes de los factores sobre los cuales se basa la acción en la guerra están envueltos en una niebla de mayor o menor incertidumbre”.
Y así es, desde la niebla estratégica hasta la camanchaca táctica: decidir acciones sin el conocimiento suficiente es la perenne realidad y el inevitable desafío de todo evento bélico… y también en gran parte de las negociaciones, pugnas, confrontaciones y hasta seducciones que se dan fuera del ámbito de la guerra.
Hay nieblas etéreas y límpidas; también nieblas densas y aceitosas, ambas prominentes en los combates, pero no menos en la literatura. De ellas puede surgir el horror, la letalidad, pero también el encanto.
Un caso diferente es el del actual conflicto peruano (¿alguien duda que lo haya?). Aquí, el concepto de niebla clausewitziana necesita un añadido.
¿Les parece “el barro de la guerra”? No me refiero al empantanamiento del terreno ni al combate en los pantanos. Tampoco a la equívoca lucha que se llama “mud wrestling”, ni siquiera al barro (y equivalentes) como proyectil.
Si la niebla de Clausewitz oscurece el horizonte estratégico y el ámbito táctico, el barro que menciono confunde la naturaleza misma del conflicto. Extraviar, camuflar, distorsionar la realidad y forzar una radical disonancia cognitiva.
Si suena oscuro es porque describe lo oscuro, pero ahora lo aclaro.
«Esto es el Barro de la Guerra: el conflicto en el que no solo se oscurece el horizonte estratégico y el escenario táctico, sino la naturaleza misma del antagonismo. Donde los criminales se presentan como luchadores contra la corrupción e intentan presentar a quienes lo son, como criminales».
Durante los 10 o 15 primeros años de este siglo, el principal conflicto político, social y cultural que tuvo el país fue entre la democracia y sus enemigos. Hubo, por supuesto, varios otros antagonismos, pero todos resultaron, de una u otra manera, subordinados a aquel. Y el sistema funcionó con éxito, pese a los vicios públicos y secretos que lo socavaban.
El conflicto, por cierto, no ha cesado, pero la dinámica de los vicios del sistema hizo que otra confrontación, en principio subsidiaria, se convirtiera en la más importante. Desde el 2013-2015, la lucha contra la corrupción se convirtió en un factor crecientemente central en la vida del país.
Luchar contra la corrupción supone sacar a la luz lo que ya existe, antes de confrontarlo con las leyes y morales que violó. Ni crearlo ni inventarlo, sino darlo a conocer. La corrupción supone ocultamiento y secreto junto con ganancia; y cuando es una gran corrupción que funciona con continuidad, articulación y gran escala, en profunda metástasis dentro de instituciones y transacciones claves, darla a conocer, sacarla a la luz es un trabajo complejo, difícil e inevitablemente traumático.
En el Perú, los casos complementarios de Lava Jato y Lava Juez fueron revelados por el periodismo de investigación y desarrollados luego por un número pequeño de fiscales de élite (el equipo especial; las fiscales del Callao y destacados fiscales regionales, como Juan Carrasco y otros pocos más), apoyados por la actuación íntegra de algunos jueces selectos y policías de calidad.
Lava Jato y Lava Juez empezaron la vigorosa revelación de la inmensa corrupción que socavó la democracia y la sociedad este siglo. Con una parte importante ya revelada, queda proseguir desenterrando e identificando la arqueología restante. El asunto es que se trata de una arqueología criminal de personas e instituciones vivas, en las que están en juego no solo reputaciones y libertades personales, sino poderes, medios y organizaciones dominantes.
Un factor central en el avance de las investigaciones fue la decisión de Odebrecht —antaño la primera empresa criminal y luego cabeza de las corporaciones que se opusieron a la delación, hasta que el peso de la evidencia las forzó a capitular— de delatar lo muchísimo que sabía y que guardaba en su complejo sistema de bases de datos clandestinos. El acuerdo con Odebrecht abrió las puertas legales a la revelación masiva de fechorías y obligó a personas y compañías nacionales a formar colas en las fiscalías para negociar su colaboración eficaz, mientras hubiera tiempo.
Los corruptos ya desvelados o a punto de serlo —y que no se habían alineado todavía con la colaboración eficaz— se recuperaron en parte del trauma de ver desplomarse las estructuras que pensaron impregnables y, antes de que se desplome el mundo equívoco en el que prosperaron, buscaron armar una contraofensiva.
El primero en hacerlo en forma consistente fue el fallecido ex presidente Alan García. El objetivo no fue enfrentar el caso en sí sino atacar a quienes lo investigaban con ofensivas de descrédito personal, en las cuales la verdad no era ni siquiera un detalle incómodo sino un factor inexistente.
Las ofensivas de descrédito intentan destruir el prestigio del, en este caso, investigador a través de sostenidas desinformaciones difamatorias con el objetivo de persuadir al mayor número posible de gente que la investigación está viciada por una agenda oculta, bastarda y subalterna.
Las operaciones de desinformación más complejas tratan de convencer a la gente de que detrás de la investigación hay una conspiración siniestra de oscuras organizaciones internacionales que intentan destruir a los defensores de la pureza nacional (representada por adalides como, digamos, Héctor Becerril) presentándolos como corruptos. Ese es el mecanismo básico que usan los procesos de desinformación: la mentira ligada a una teoría conspirativa, cuanto más vieja, mejor.
El objetivo de esas campañas es trastocar fundamentalmente la realidad con una versión opuesta que no resistiría un análisis serio, pero que al repetirse a gritos, al movilizar fanatismos y odios concomitantes, atropella la razón y amenaza lincharla.
El problema, hay que decirlo, es que muchas campañas de descrédito de ese tipo han tenido éxito a lo largo de la Historia y han provocado horrores y muertes sin cuento. Entre la instigación fanática y la letalidad hay una breve distancia.
Imaginemos una ciudad góticamente corrupta, en la que un grupo de investigadores decididos logra avanzar en exponer los complejos y ramificados nudos de corrupción que infestan la ciudad. Los ciudadanos aplauden y alientan ese avance, acelerado por las confesiones de algunos de los mayores criminales, que se arrepienten.
Entonces, una confederación ad hoc de las redes criminales y sus beneficiarios, desde la Corte de los Milagros hasta la Banda del Choclito, arma una contraofensiva para salvarse. El método es sencillo: disfrazarse de cruzados anti-corrupción, gritar que los verdaderos criminales son quienes investigan, que los arrepentidos nunca se arrepintieron y que sus confesiones son mentiras, que violan la moral y buenas costumbres porque provienen de un criminal. Que la población debe seguirlos en su lucha por destruir al delator y hacerlo desaparecer (a él y sus letales informaciones) y mandar a la cárcel a los investigadores que se atrevieron a utilizarlas.
Sale la Corte de los Milagros, sale la Banda del Choclito a aullar y atacar. Se han dado cuenta que ellos todavía tienen el poder, que controlan instituciones claves, dinero abundante, pasquines listos, viejos corruptos movilizados y levantan día a día los decibeles de sus gritos y la extensión de sus mentiras. Lo que hubiera parecido extravagante anteayer ya luce aceptable hoy. Como sucede siempre, hay un grupo de gente razonable pero medrosa que abandona el escenario y guarda las Nikes con las que era lindo marchar cuando los fanáticos no exhalaban la halitosis que moviliza los miedos junto con la repugnancia.
La Corte y la Banda ya se presentan como líderes de la “lucha anticorrupción” y avanzan en su suerte de Revolución Cultural, con mini linchamientos callejeros de sus enemigos. Otros fanáticos, con causas extravagantes, se suman. Las teorías conspirativas ya se han disparado y recogen los guiones básicos de las que provocaron mayor desolación en la historia de los últimos siglos.
Sin embargo, los investigadores, aunque estén por momentos asediados en lo que parecen islas de integridad que un mar de lodo empieza a cubrir, prosiguen revelando, sacando a luz datos concretos, irrefutables. Su trabajo es ahora una guerra, que libran con decisión, sin ceder terreno, avanzando también. Pero sabiendo que si la gente honesta, que sigue siendo una abrumadora mayoría, no se moviliza, la lucha de un grupo de élite, por intrépida que sea, no podrá triunfar. Y que la mejor oportunidad que tuvo esa ciudad en todos sus tiempos, se habrá perdido.
Creo que ya entienden lo que es el Barro de la Guerra. Es el conflicto en el que no solo se oscurece el horizonte estratégico y el escenario táctico, sino la naturaleza misma del antagonismo, la identificación, el carácter, la causa, los nombres de los grupos en pugna y la definición misma de los términos. Donde los criminales se presentan como luchadores contra la corrupción e intentan presentar a quienes lo son, como criminales.
El salto de la historieta a la realidad nacional es pequeño. Estamos ahora en el Perú en medio del barro de la guerra. No es lo más estético ni lo más agradable, pero es un período que resultó inevitable pasar y que hay que enfrentar con entereza y decisión.
Una de las principales formas de hacerlo es definirlo y describirlo con precisión. Hay demasiado cobarde y alcahuete en estos tiempos como para dejar de hacerlo. Este artículo busca empezar con ello para que quien tenga ojos de ver, vea con claridad y, ojalá, decida actuar.
Lo haga o no lo haga, nosotros proseguiremos con nuestra misión. Ya dije que no es lo más simpático (ni aromático), pero sí, creo firmemente, lo más importante. De lejos.
Nunca se ha avanzado tanto en la lucha anticorrupción como ahora. Es verdad que todas las indignadas iniciativas contra la corrupción del pasado lejano y cercano terminaron en frustración y derrota y fueron luego cubiertas por el pantano; pero nunca como ahora se logró tanto progreso y nunca como ahora se estuvo tan cerca de un triunfo que, de conseguirse, cambiará el país en forma inmensamente positiva.
¿Qué está en juego?
¿Vale la pena la lucha anticorrupción?
¿Es la lucha anticorrupción buena para la moral pero mala para la economía?
¿Es verdad que la investigación del caso Lava Jato ha paralizado la economía?
El éxito de la lucha anticorrupción es vital para la economía. Es vital para el país. Después de la Independencia, quizá esta sea la lucha más importante que se haya emprendido, porque de su éxito o fracaso depende el futuro que tendrá la nación.
Un país limpio tendrá una economía multiplicada, un desarrollo humano infinitamente mejor y será, además, un país con gente mucho más feliz.
Eso no es un buen deseo moral, sino una afirmación que puede probarse en forma concreta, con casos, procesos y realidades que, durante los siguientes días y semanas, IDL-Reporteros expondrá en detalle.