El general EP Jaime Salinas Sedó murió en Washington DC, el 27 de abril, a los 86 años. Una vida larga en la que vivió con valor sus días. Un mes antes de su muerte, el 25 de marzo, Salinas estuvo en una reunión con la Comisión de Derechos Humanos de la OEA. Fue la jornada final de su última y larga campaña: el reconocimiento justo, la reivindicación de los militares que lo acompañaron en el, por desgracia, fallido intento del 13 de noviembre de 1992 para devolver a la nación la democracia arrebatada en el golpe de Estado del 5 de abril de 1992.
Conocí al general Salinas Sedó hacia finales de abril de 1992, en las turbulentas semanas que siguieron al golpe. Un político, opuesto abiertamente al golpe, me contactó y pidió que nos encontráramos más tarde ese día. A la reunión llegó el general Salinas acompañado por un ayudante. Yo conocía, por supuesto, su importancia en la Fuerza Armada de esos días y sabía que mantenía un gran predicamento dentro de la oficialidad aún después de su pase al retiro. Todos los generales son, por definición, jefes, pero apenas unos pocos son considerados líderes. Salinas Sedó era, claramente, uno de ellos.
En la conversación, y en las que siguieron durante esas semanas, quedó claro el propósito del general Salinas de restablecer la democracia en el país. No se trataba de derrocar a una camarilla militar y reemplazarla por otra, sino hacer posible que Máximo San Román –nombrado como presidente legítimo del Perú por el disuelto Parlamento, en una ceremonia en el Colegio de Abogados de Lima que tuvo el decidido respaldo del expresidente Fernando Belaunde Terry– asumiera el poder constitucional una vez derrocado el dictador.
Hubo un número no menor de civiles que participaron en la planificación de las acciones para restaurar la democracia que dirigió Salinas Sedó, en la que también se involucraron varios altos jefes militares de los tres institutos de las Fuerzas Armadas. Algunos de ellos, civiles o militares, se convirtieron en fujimoristas y montesinistas rabiosos luego del fracaso del 13 de noviembre. Pese a ello, Salinas Sedó jamás reveló la identidad de nadie, ni la de los derechos ni la de los torcidos.
Yo salí del país a mediados de 1992 y volví a encontrar al general Salinas en Washington. Hablamos varias veces; la última un rato antes de que fuera al aeropuerto que lo llevó al Perú y al desenlace del 13 de noviembre.

Lo volví a ver tiempo después al visitarlo en la fortaleza del Real Felipe donde estuvo encarcelado junto con los oficiales capturados en el debelamiento de la intentona. En la derrota, el general Salinas demostró un temple y valor que inspiró a los suyos. La presencia de ánimo en la adversidad, la firmeza con la que enfrentó a los carceleros dejó claro desde el principio quién ejercía la autoridad que cuenta: la moral.
Cuando, años después, el dos mil, se conquistó la democracia, el reconocimiento y la reivindicación a los militares del 13 de noviembre fue apenas parcial; y no alcanzó, ni de lejos, a compensar las privaciones e injusticias que debieron afrontar tanto en la prisión como cuando salieron de ella. Jaime Salinas sintió que su deber hacia los oficiales que lo acompañaron en el infortunio solo terminaría cuando se les hiciera justicia. Y aunque la muerte de algunos fue raleando sus filas, él persistió en su empeño hasta el final de su propia vida.
Despido con afecto y respeto al general Salinas Sedó, el ilustre militar que mantuvo inalterable la lealtad a sus principios y a sus compañeros de armas y destino.