
“Vizcatán”: el piloto oyó el nombre de su destino y no se alarmó. Aunque sonaba fuerte y agreste, era la última jornada después de varios días de vuelos en la región y desde el aire la sensación de peligro parecía atenuarse. Escuchó atentamente las indicaciones. Su misión consistía en dejar víveres a las tropas que habían tomado parte de esas alturas y evacuar a algunos soldados forzados a salir. Nada que no haya hecho antes.
El piloto no sabía que estaba quedando inmerso en el imperio de las malas casualidades. No sabía por ejemplo, que un soldado escribía una carta a su madre. En lugares tan inhóspitos como Vizcatán, el hecho de conseguir un papel y un lapicero y concentrarse en escribir es una tarea más dificultosa de lo habitual.
El piloto y el soldado tampoco sabían que un grupo de terroristas afilaba su puntería en donde supuestamente debería posarse la aeronave. Se trataba de hombres que no se habían visto nunca y tampoco volverían a verse. Solo que el detalle de sus actos, la mañana siguiente, haría que sus vidas quedaran enlazadas, pues en la guerra, aún desde lejos, los rivales más encarnizados terminan unidos por un lazo robusto, a veces más resistente que el propio cordón umbilical.
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El piloto encendió su nave y perfiló su ruta. El calor era tan intenso, que decidió retirarse el chaleco antibalas y colocarlo al lado de la ventana. Varios minutos después el famoso tocotoco que identifica a los helicópteros se dejó oír. Al posarse en tierra, de los subterráneos surgieron los hombres a bajar las cargas de alimentos. Sabían que era una cuestión rápida; de eso dependía la vida.
Y en eso, el piloto observó la figura de un muchacho que le hizo una señal llevando un papel en la mano. Se comprendieron desde lejos: en el reino del peligro, hasta un guiño de ojo puede tener una interpretación trascendental. Le entendió; “quiero que lleve esta carta a su destino”. Era para su madre. El piloto abrió la ventanilla e hizo la señal: “ven rápido”, le dijo con las manos.
El soldado corrió hacia él. A pesar del incendio del calor y de la bulla de los rotores pudo distinguir que era muy joven. No debía pasar los veinte años. Faltaba pocos metros. Estiró la mano para entregar la carta y, de reojo, el piloto pudo distinguir un resplandor en el cerro próximo. El segundo siguiente, sintió un líquido turbio ensuciándolo con violencia: un francotirador había impactado en la cabeza del soldado y su sangre le salpicó el rostro. Los momentos a continuación le fueron confusos, de emergencia. Cerró la ventanilla y quiso tomar el chaleco, pero no pudo porque una ráfaga de balas comenzó a caerle al objeto y lo terminó salvando. Su cara se llenó de esquirlas. Uno de sus tripulantes recibió un disparo que no pudo detener el antibalas. Parecían perdidos.
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En las afueras, la reacción de un capitán dejó una imagen memorable. Tomó una ametralladora y parado en el claro, comenzó a disparar para proteger la aeronave y a sus soldados que buscaban un parapeto. Su acto le proporcionó tiempo al piloto para elevarse y zafar del ataque. Minutos después, con la nave a salvo, aterrizó en otro helipuerto para hacer el recuento de los daños. Saltaban a la vista los heridos, los agujeros de balas y el recuerdo fresco y perturbador del soldado caído con la carta a su madre que no llegó a entregar.
Además, y para cerrar el complejo cuadro de su ventura, se dieron cuenta que faltaba un tripulante. La maniobra de escape fue tan súbita, que nadie se percató de un hecho: el suboficial armamentista del helicóptero se había caído por la puerta. Pasarían muchas horas hasta que volvieron a tener noticias de él. En Vizcatán, el enfrentamiento seguía. Las estaciones de radio transmitían en vivo las incidencias de una larga jornada de enfrentamientos, de una guerra sórdida que parece perdida en los bosques tropicales y cuyo eco se hace inaudible a la distancia.