En América Latina surgen cada cierto tiempo los episodios esperanzadores de pueblos que marchan indignados contra cleptócratas hasta ese momento impunes. Pero la experiencia demuestra que la corrupción tiene mejor condición aeróbica y aunque pierda, durante los espasmos de honestidad, los primeros centenares de metros, suele controlar luego los kilómetros y con no poca frecuencia termina corriendo sola.
Parece mal momento para sugerirle frialdad al optimismo ahora que un notable impulso contra la corrupción remece, en lugares y escalas diferentes, a América Latina. En Guatemala, Otto Pérez Molina acaba de pasar de la Presidencia a la cárcel. En Honduras, las marchas de indignados han continuado semana tras semana. Pero es en Brasil donde el caso Lava Jato continúa sorprendiendo con logros sin precedentes, cuyos alcances probablemente no se limiten a Brasil sino lleguen, con el peso de una evidencia en ciertos casos aplastante, a varias naciones hispanoamericanas.
Pero, con lo excepcional que es este episodio brasileño y hemisférico, hay otros precedentes que debieran atemperar el entusiasmo. El año 2000, en Perú, la oposición democrática enfrentó al gobierno dictatorial de Fujimori y Montesinos, cuya base de fuerza era el servicio de inteligencia controlado por Vladimiro Montesinos. Nadie, ni altos burócratas, ni empresarios, ni generales dejaban de concurrir si eran convocados por Montesinos. Muchos llegaban con miedo y salían con dinero; y algunos llegaban con dinero y salían con miedo.
Una extraordinaria movilización de los peruanos llevó al resquebrajamiento primero y luego a la implosión del régimen. Antes del final, se filtraron los primeros vídeos que revelaron en obsceno detalle la corrupción del fujimorismo. Montesinos, que se sintió invulnerable casi hasta la víspera de su caída, hizo grabar cada entrevista, cada conversación que terminaba en soborno, traición o, lo más frecuente, ambas cosas. Nunca, gracias a Montesinos, la corrupción fue tan vívida y prolijamente documentada.
Luego de un corto y virtuoso gobierno de transición, el líder de la oposición democrática, Alejandro Toledo, asumió la presidencia con el mandato de llevar a cabo la reconstrucción democrática y moral de la nación. Todo lo que logró ese y los dos gobiernos que lo sucedieron fue una democracia débil, que consiguió un cierto éxito económico y un inapelable fracaso en la lucha contra la corrupción.
Los tres presidentes que tuvo Perú desde 2001 enfrentan y enfrentarán serias acusaciones de corrupción. Muchas de ellas relacionadas con las empresas brasileñas que protagonizan el caso Lava Jato.
Una investigación brasileña anterior a Lava Jato, la llamada Castillo de Arena, que tuvo como objetivo a la empresa constructora Camargo Corrêa, sacó a luz, durante el período de investigación, varios documentos internos que mencionaban pagos a miembros importantes [por iniciales o sobrenombres] del gobierno de Toledo, incluyendo a un Toledo que puede o no haber sido un apodo. Otros documentos sí mencionan con nombre y apellido a ministros y altos funcionarios del gobierno de Alan García, que sucedió al de Toledo.
Pero la investigación Castillo de Arena abortó cuando el Tribunal Supremo Federal de Brasil la rechazó por consideraciones formales. La veracidad de los datos no fue puesta en duda, pero su valor como prueba quedó anulado.
No fue la primera vez que la formalidad canceló el conocimiento de hechos: en el juicio por corrupción que se siguió en los 90 al destituido presidente de Brasil, Fernando Collor de Mello, el Tribunal Supremo Federal rechazó las acusaciones contra Collor con base en otra consideración formal: una prueba crucial obtenida sin orden judicial previa.
Collor, antaño repudiado, fue elegido y reelegido senador en 2006 y 2014. Pero en 2015, Collor fue nuevamente acusado por corrupción, en el caso Lava Jato. La Policía Federal registró su casa e incautó su Ferrari, su Porsche, su Lamborghini. El abogado que antaño logró la absolución de Collor, Nabor Bulhões, asumió en agosto pasado la defensa de Marcelo Odebrecht, el más notorio acusado en el caso Lava Jato.
Así que, en la más importante resolución judicial en la historia de la corrupción latinoamericana, los expositores de los hechos y los prestidigitadores de las formas librarán en el futuro cercano un enfrentamiento de inmensas consecuencias pero incierto desenlace
(*) Publicado el 4 de septiembre en El País, de España.