Han pasado más de dos semanas desde el atentado brutal contra Salman Rushdie. El puñal del fanático fracasó en matarlo, pero causó heridas graves que por un tiempo lo tendrán, otra vez, en forzado silencio. Hace unos años la clandestinidad acalló su voz herética y brillante. Ahora lo hace la lucha contra la muerte y la invalidez. El silencio es elocuente a su manera, pero ninguno de sus significados, puñal de por medio, reemplaza la palabra.
Ese silencio debiera conmover y galvanizar a los cientos de millones de personas cuyas vidas, conocimientos, posibilidades han sido exponencialmente mejoradas por la cultura construida sobre el gobierno de la razón, que permitió avanzar la tolerancia, cultivar la diversidad para descubrir, contrastar, debatir y vivir en libertad de pensamiento, de conciencia y de expresión.
Por eso no es exagerado decir que el puñal que hirió a Salman Rushdie atacó también a los cientos de miles de inventores y creadores que han hecho y hacen posible el crecimiento de nuestra civilización, desde el verso memorable que avanza las fronteras de la belleza, hasta el algoritmo que permite que la magia se haga rutina en la vida de la gente.
Pero cada paso de la razón en la Historia ha sido en lucha constante contra el oscurantismo arropado en la supuesta virtud del dogma, que todavía impera en gran parte del mundo y reaparece en lugares inesperados.
Cuando el ayatola Jomeini lanzó la fatwa asesina contra Rushdie en 1989, por la publicación de Los versos satánicos, un grupo conservador islámico presentó una acción legal en las cortes británicas para prohibir el libro, ¡basado en las leyes contra la blasfemia religiosa entonces todavía vigentes en la legislación británica!
La ley, que sobrevivía inadvertida su decrepitud, no fue aplicada, y las autoridades británicas tomaron a conciencia proteger la vida del escritor. Pero la forma de hacerlo fue en sí misma un castigo.
Se protegió a Rushdie confinándolo en el silencio, como se hace con testigos claves del crimen organizado. Rushdie fue sumergido en la clandestinidad, convertido en el oscuro Joseph Anton, un nombre involuntariamente cruel por encerrar dos admiraciones profundas de aquel (hacia Joseph Conrad y Anton Chejov), que calzaron peor que zapatos de un solo pie en el gris esfuerzo de librarlo de la muerte a costa de la incomunicación.
¿Cómo no haber sufrido entonces el silencio forzado del anonimato bajo la sombra amenazante de la fatwa, con la inteligencia fugitiva y oculta –dentro de su propio territorio– de la letal halitosis espiritual del medioevo?
Quizá un escritor misántropo o ermitaño no hubiera padecido con el confinamiento, pero Rushdie era y es un hombre de inteligencia social, que disfrutaba de las conversaciones agudas, en especial las que crean, al alimón, ensayos instantáneos de irreverente lucidez. Se construyen a través del intercambio de anécdotas y chismes ilustrados, de las comparaciones vívidas entre las inteligencias dispépticas, las industriosas, las de brillo sin estela y las de estela que refrena su brillo para no acallar las palabras.
Por eso, no sorprende, sin que lo justifique, la alergia y el rechazo que sintió Rushdie a las medidas de seguridad cuando pudo desechar la vida de Joseph Anton y vestir de nuevo su propia identidad. Ello sucedió una vez que, con la falsa magnanimidad de un perdonavidas, el régimen iraní anunció, en 1998, que ya no buscaba asesinarlo … aunque, por supuesto, sin derogar la fatwa.
En 2018 Rushdie llegó al Hay Festival en Arequipa. Apareció en un almuerzo en la hermosa terraza sobre la Plaza de Armas del hotel Casa Andina. Tuve la suerte de estar en la mesa donde recaló.
Mi recuerdo, y estoy seguro que el de los otros contertulios, es el de un gran conversador, que con fluidez sin esfuerzo pasaba de un tema interesante a otro divertido, con ironía sin malicia.
Y ahí contó la historia de los tres mosqueteros. De cómo surgió, con Umberto Eco y Mario Vargas Llosa, un trío de literatura escénica, que conversó temas que ellos hicieron entretenidos ante públicos entusiastas y, al comienzo, sorprendidos.
Empezó como un súbito permiso de salida, una ventana de libertad, durante los años de confinamiento del recluso Joseph Anton.
En octubre de 1995, hubo una presentación, en el Queen Elizabeth’s Hall, en Londres, de dos escritores en el pináculo de su fama, para una lectura pública de sus obras. Umberto Eco y Mario Vargas Llosa.
Como escribió Lola Galán, entonces corresponsal de El País en Inglaterra, en ese país es posible hacer lo que en otras naciones sería difícil de lograr: que el público pague el equivalente aproximado de 10 dólares de hoy para escuchar a dos escritores leer unas líneas de su trabajo. Vargas Llosa iba a leer una pre-traducción de Lituma en los Andes y Eco su entonces reciente La isla del día de antes.
Pero al empezar el acto, después de haber presentado a Eco y Vargas Llosa, cuando la luz solo alumbraba el escenario, la maestra de ceremonias anunció: “Tengo el honor de presentar también a Salman Rushdie”. El público, escribió Galán, estalló en aplausos y de la oscuridad, vestido de negro, Joseph Anton volvió a ser por un rato Salman Rushdie, a disfrutar aquello que un siglo atrás, en esa misma ciudad, Charles Dickens había convertido en arte: el espectáculo de la literatura, la transmutación de la creación solitaria y silenciosa en la obra viva que transmite el escritor a un público fervoroso.
Según Galán, “Su dominio del inglés [de Rushdie] –su lengua esencial– le permitió entregarse a toda clase de juegos cómicos e inflexiones de voz que arrancaron carcajadas de un público que parecía conocerse al dedillo la historia mágica de Aurora de Gama, madre del protagonista de su última novela: El suspiro del moro”.
En la cena que compartieron los tres escritores al cabo de esa noche exitosa, Umberto Eco sentenció que habían surgido de nuevo Los tres mosqueteros, esta vez con la pluma como estoque.
Y como sucedió con los originales de Dumas, los tres mosqueteros se volvieron a juntar en otras sorpresivas veladas literarias. En 1996 se presentaron en la televisión francesa, aunque la grabación se hizo previamente, en secreto.
Doce años después, en New York, el trío se reunió una vez más ante un público celebratorio. Eco comparó ese encuentro con el de Veinte años después, en el que los mosqueteros de certera estocada entrecruzan de nuevo sus destinos; y no dejó sin decir que en la parte final de la obra de Dumas, El vizconde de Bragelonne, los mosqueteros mueren, salvo Aramis, uno a uno. Eco murió en 2016.
En la pugna frente al oscurantismo, la pluma literaria no se enfrenta a la espada sino al puñal. El gran escritor Naguib Mahfouz, premio Nobel de literatura, fue apuñalado varias veces en el cuello, en octubre de 1994, cerca de su departamento. Mahfouz fue uno de los escritores que, en un país musulmán, se pronunció públicamente en apoyo de Rushdie, y que enfrentó en su país lo que él llamó el “terrorismo cultural” del integrismo islámico, que finalmente se tradujo en el ataque contra él. Seriamente herido, Mahfouz sobrevivió al ataque.
El puñal del fanático ataca en especial a los creadores heréticos, a los que rompen convenciones, dogmas y ortodoxias. A quienes abren caminos nuevos que llevan a revisar los viejos paisajes de la creencia y el entendimiento.
Los fanáticos de hoy acuchillaron a Mahfouz, a Rushdie, asesinaron a Theo Van Gogh, arrasaron con la redacción de Charlie Hebdó para imponer las reglas del medioevo allá donde pisen sus pasos físicos o digitales. El barbarismo desatado mostró su horrenda letalidad en este siglo desde los apuñalamientos hasta las torres gemelas.
Pero la disrupción hereje de la creatividad no promueve respuestas asesinas solo en el fanatismo religioso sino también lo hizo y hace con los dogmas seculares. Como fue la tortura y ejecución de Isaak Bábel [¡entre tantos otros!] en la Lubianka, durante el terror estalinista. Entonces, como en muy pocos otros momentos en la historia, se escribió gran literatura bajo la sombra tóxica del temor, con el miedo metido desde los huesos hasta las comas.
Todo dogma cerrado y despótico considera el pensamiento libre, el razonamiento que disiente, como objetivo de asesinato de la persona, la obra y la memoria.
¿Lecciones? La libertad será siempre atacada y debe saberse defender con energía y rigor. Sin escapar y utilizar, con soltura, las estrategias y armas con frecuencia sorprendentes del pensamiento libre.