Veo a Carlos llegar, transpirando jadeante, aunque tranquilo. La agitación de su voz ha cesado. Poco antes, estuve hablando con él por teléfono y me dijo:
—¡Promo! ¡Estoy tratando de salir de la zona de muerte! Después te llamo.
Pude oír por el auricular el sonido del intenso tiroteo en el que estaba inmerso. Me angustié. En profesiones como esta, el riesgo de perder un compañero es elevado. Hace unos años, estaba en mi casa en un quehacer cuando recibí la llamada de Antonio Seclén, dándome la mala nueva que Ilcih Montesinos, uno de los oficiales más apreciados de mi grupo promocional, había caído abatido en un enfrentamiento cerca de La Merced. No me imaginaba que tiempo después, el mismo Antonio recibiría un disparo en el hombro en otra emboscada. El suboficial que estaba con él no corrió el mismo destino.
***
Desde la lejanía de la capital, el conflicto es un tema brumoso en el que están inmiscuidas muchas personas sin un rostro definido. Los análisis que se leen son variables. Pasan desde la abyecta sensación del “narocoestado” hasta la minimización total del adversario. Para el soldado o el policía de a pie, interiormente, ninguna percepción que se tenga desde lejos es válida, pues la vida se le puede ir en esa discusión bizantina.
Los hombres de Carlos habían estado cerca de Machente, patrullando las alturas, atentos a la posibilidad de que una columna de Sendero Luminoso esté merodeando la zona. Después de tres días de andar en esas cuestas forradas de vegetación y desfiladeros debían de regresar a la base. La naturaleza se quiera o no, tiene sus sorpresas. Por ese mismo lugar, no hace mucho, tropas de fuerzas especiales se toparon con unos pequeños y malhumorados enemigos: una pared de panales de abejas, que les obligaron a abortar su recorrido.
Retornaban a media mañana del viernes pasado, aprovechando la masiva confluencia de vehículos que después de ser detenidos por horas en las tranqueras para permitir el avance de los trabajos de carretera, salen disparados, como si fuera un rally. Serían una envidia para el Dakar. Aunque claro, a los corredores del Dakar no podría pasarles esto: a la altura del kilómetro 170, en donde un badén obliga a los conductores a reducir la velocidad, el primer vehículo fue atacado a tiros. El chofer aceleró para que no le acierten, mientras que los soldados y el oficial saltaban desde la tolva rápidamente para repeler el ataque.
Aparentemente, ese ataque era para una escuadra policial que resguardaba una tranquera en inmediaciones, bastante expuesto por las circunstancias de la obra. La sorpresiva aparición de la patrulla, les dio a los senderistas un blanco intempestivo y suculento que intentar. De acuerdo a su doctrina –la que suelen cumplir a pie juntillas–, tres fusileros deben apuntarle al chofer, con la idea de que pierda el control y rematar a los demás. La reacción automovilística les quitó esa oportunidad. Además el rival que asumieron era nada menos que la Compañía Especial de Comandos, formada por soldados más experimentados en combate, quienes iniciaron un contraataque por el fuego al que los terroristas no podían fácilmente hacerle frente.
Así, ambas fuerzas comenzaron a trenzarse. Sin embargo, la zona es casi urbana. Hay anexos muy cercanos como Rosario y Aurora, por lo que las familias, choferes de ruta, escolares al paso, comerciantes y trabajadores del consorcio eran testigos del tiroteo. Eso hacía más difícil la pelea; una bala mal disparada puede tener un destino no deseado.
Conforme los comandos avanzaban, nos enterábamos de las incidencias a través de las comunicaciones, tratando de guiarlos en lo que podíamos. “¿Algún muerto o herido?”, preguntábamos con insistencia. “Sin novedad”, nos respondían del otro lado del auricular, mientras el bramido de la ametralladora se oía como música de fondo.
Minutos después, el enemigo se esfumó con la bulla de sus fusiles. Los disparos pasaron al olvido y Carlos, mi compañero de tantos años, y sus hombres estábamos dándonos la mano. Sonreímos, caminamos hacia una cafetería, tomamos una bebida, y volvimos a la normalidad. Era como si nada hubiera pasado. Quizás es que esta guerra que unos creen que existe y otros no, es una fantasía o una costumbre o la reveladora sensación que estamos adaptados a vivir así, a salto de mata, con la violencia soplándonos al oído como una musiquita persistente, tenaz, crónica.
(*) Escritor y militar, el mayor EP Carlos Enrique Freyre lleva la literatura donde lo lleva el servicio.
Ahora Freyre sirve en el VRAE, donde a la par del cumplimiento de sus deberes de oficial, escribe notas, pensamientos y relatos sobre la intensa y conmovedora realidad que observa.
Son sus “Diarios de guarnición”, la columna que IDL-Reporteros publica cada 15 días.