En julio de 2015, publiqué un artículo en esta columna titulado “El Amador de Sivia”, donde relataba el discurrir de la localidad de Sivia, otrora un espacio violentísimo en la selva ayacuchana, a orillas del río Apurímac. Ha logrado convertirse en un distrito progresista, apostado en el VRAEM, frente a Pichari. A pesar que todavía se encuentra dentro de la zona de emergencia, la Sivia de ahora no se parece mucho a la que un día llegó el capitán Amador –su nombre era el mismo que su apodo de combate— en pleno conflicto con Sendero Luminoso, en la década de los años 80.
Provenía de Iquitos, donde se formaron algunos “BAS”, (siglas que se utilizó en esa época para los Batallones Antisubversivos, que luego derivaron a Batallones Contrasubversivos y finalmente, a Batallones Contraterroristas, como se les denomina en la actualidad) y, como muchos otros oficiales que fueron enviados a la zona, no tenía mucha idea de a dónde iba. Tanto así, que habían patrullas que de repente se encontraban con instalaciones de ingeniería militar distribuidas en la región, e ignoraban de su presencia. Y viceversa. En algún momento estuvieron de enfrentarse unas a otras y de verdad, algunas veces se trenzaron en combate.
Amador no fue la excepción. Llegó de la selva de Iquitos a la selva de Pichari con los conocimientos de moda, es decir con aquellos para hacer frente a guerrillas de campamentos, barbudos y poetas. En vez de eso se encontró con un ejército invisible de carteles rojos, pero que las veces que actuaba lo hacía con un terrorífico afán de quedarse en la memoria de los vivos y los muertos.
Arequipa, diciembre de 2016
Un soldado de la guardia viene corriendo y me avisa que un comandante en retiro me espera en mi oficina. Recuerdo la cita, dejo los patios de formación del cuartel Salaverry y le doy encuentro. Lo ausculto con un golpe de vista; no hay que preguntarle mucho para descubrir que es alguien que ha vivido demás. Conversamos:
“Y estaba ese día en Sivia y me llamaron a gritos que los senderistas habían entrado a Granja Sivia (a unos seis kilómetros) y agarré mis cosas y con mi patrulla salí corriendo para alcanzarlos, pero cuando llegué ya se habían ido. Y la imagen que tengo es peor que la de una película. Mucho peor. Habían agarrado a la mujer del gobernador que estaba embarazada y con un puñal le abrieron el vientre, tomaron el feto y lo comenzaron a apuñalar. La mujer todavía no moría y trataba de defender a su hijo, mientras su atacante, con un odio inexplicable, gritaba que el nonato era producto de un sistema-estado caduco. Después, comencé a recorrer el pueblo y al ingresar a las casas, encontré que habían matado a todos los niños”.
Observo a Amador mientras me relata el episodio. Me doy cuenta que es la marca de un látigo. De esos látigos antiguos que a propósito eran diseñados para dejar grabado el castigo en la piel. Le pregunto por qué su chapa de combate era “Amador”. En las zonas de emergencia, los nombres casi siempre eran cambiados por una “chapa” que protegiera su identidad y en esto habían chapas que me llamaban la atención: Saddam, Bronco, Pantro, Chacal, entre otras. La primera vez que llegué a un BCS, el número 21, todo era más ordenado: en mi unidad todas las chapas debían de ser con la letra “P”. Mi comandante, por ejemplo, era “Pastor”. La mía, resultó muy fácil de elegir: “Poeta”, por razones que hoy parecen obvias.
Amador toma un respiro, continúa el relato:
– A mí, mi nombre me parece bonito. Por eso no me lo cambié.
Sonrío. Entiendo que, en su caso, las razones de seguridad pasaban a un segundo plano.
“Entonces, me amarré el corazón y dije, voy a perseguirlos. La gente me pidió, Amador no vayas, le puede pasar algo. Y les respondí: ¿ustedes creen que me he preparado cuatro años en la Escuela Militar para tener miedo? Salí a perseguirlos. No imaginaba que iba a recorrer a pie toda la Oreja de Perro. En eso, en cierto momento, me di cuenta que alguien nos seguía también. Nos detuvimos para ver quién era y, otra sorpresa. Eran unos adolescentes, casi niños, que nos habían venido siguiendo desde Granja Sivia. Les preguntamos qué hacían y respondieron que querían combatir con nosotros. Ya no les quedaba ningún familiar; todos habían sido asesinados.”
Amador fue uno de los primeros oficiales en darse cuenta que el éxito en esa vorágine estaba en conquistar la voluntad de la población. Eran gentes que no sabían lo que era ver su propia sangre.
Las huellas que recorren la faz de Amador, las he visto en otros rostros. Las ciudades parecen esconderlos, detrás de las luces, de las calles sin cortesía, de los campeonatos mundiales de fútbol a los que no asistimos. En realidad, no solo la he visto en los rostros de ex combatientes, sino también en la de ex senderistas, ex pueblerinos que ahora viven en la capital, un poco menos hacinados que cuando llegaron huyendo de sus provincias.
Por lo pronto, uno de estos sábados iré desentrañando las cicatrices de Amador, a ritmo de café y lluvia, pues supongo que esa es también la historia del Perú; una historia que está lejos de estar en los libros de texto. Alguien me dice: lo que pasa es que los héroes ya están completos.