Como cualquier otro río, el Apurímac tiene dos márgenes paralelos que según los impulsos de su caudal, cimbrean su corriente de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Desde el aire da la sensación de tratarse de un culebrón desordenado. Sobre ambos márgenes se extienden un sinnúmero de poblaciones variopintas cuya vocación está enraizada a la agricultura y el comercio. Sin embargo, el tema llamativo está en los nombres de las poblaciones que son de paso, el registro histórico del esfuerzo de varias de generaciones por domesticar el inmenso valle que se forma a orillas.
He contemplado este fenómeno de peregrinajes imposibles en otras latitudes. La diferencia aquí es la identidad del impulso. A finales de la década de los cincuenta, los colonizadores quechuas comenzaron a dar el “gran salto” de cruzar el río para afincarse en el margen opuesto, el cual ya estaba poblado por ashánincas. Solían contemplar y evaluar desde las alturas sus futuras tierras mirando desde Ayacucho hacia Cusco. Los nombres de estas localidades más antiguas son de origen quechua o católico. Lechamayo, Pichiwillca, San Antonio, Santa Rosa o Carmen Pampa son la muestra de este origen cuya data es más antigua. Otras imitaron el de ciudades que ya existen: Arequipa, Matucana o Zarumilla.
La historia no descrita está en la ribera del frente.
En primer lugar, el avance de los colonos quechuas hizo que los ashánincas retrocedieran para mantenerse independientes de su influencia. Eso ha producido que sitios como Shirumpiari, Villa Quintarina o Manitea, de toponimia nativa, carezcan de sus habitantes de origen. El caso más patente es el de Kimbiri, unido a San Francisco por un puente naranja de unos doscientos metros. Parecería en límite enfático de dos naciones con idiomas diferentes, pero no. Kimbiri se ha convertido en un pequeño emporio de comercio local y tiene la vida plagada de tiendas, bares, tráileres y mototaxis. No se observa la presencia de cushmas ni rastros ashánincas con facilidad.
Por otra parte, tenemos las poblaciones cuyos fundadores estuvieron ligados al evangelismo o adventismo y se tomaron en serio la dádiva de la Tierra Prometida. El resultado es que el viajero encontrará en su recorrido a Palestina o a Betel. Un medio oriente selvático; aunque este es un hecho recurrente en otras partes del país donde he conocido las versiones nacionales de Jerusalén, Beirut y Nazareth.
A ciertos lugares no les hallo explicación. Por ejemplo, en la provincia de Huanta existen dos pequeños caseríos llamados Tircus e Irquis. Me suenan a episodio griego. También tenemos, como si los hubieran fundado de mal humor, a Amargura y Gloria Amargura y el de personajes femeninos que no tienen una biografía qué contar, pero sí un homenaje que lucir, como Rosario Santillana y Chola Valdivia.
Sea cual sea el origen o los apellidos, lo real es que en ambos márgenes las plantaciones de coca representan un problema mayúsculo. Es la violencia contenida en los verdísimos cocales o en las puertas de las casas donde se secan las hojas pacientemente; en un limbo rayano entre lo legal-ilegal. Entiendo que además del problema militar o económico que está expuesto en miles de estudios, tesis, artículos o argumentos; se encuentra el tema del alma. La carencia de una imagen nacional que articule una causa justa por la cual entregar el valle, es aprovechada por los líderes cocaleros que defienden la hoja sagrada a sabiendas que se trata del origen de todo mal.
Un ejemplo particular de esto, es que desde la Oreja de Perro hasta Canayre, que es la parte del Vrae que conozco con mayor detalle, no existe ni una sola biblioteca. ¡Ni una! ¿Es creíble que una región del país que pretende salir de la pobreza puede irrogarse esa omisión? La ignorancia es el cultivo que realmente debe erradicarse. Después de esto, no hay ningún mal que no pueda extirparse.
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Vuelvo a observar las cartas geográficas de la zona y descubro un poblado que espero que no haga honor a su nombre: se llama Sal Sipuedes.
(*) Escritor y militar, el mayor EP Carlos Enrique Freyre lleva la literatura donde lo lleva el servicio.
Ahora Freyre sirve en el VRAE, donde a la par del cumplimiento de sus deberes de oficial, escribe notas, pensamientos y relatos sobre la intensa y conmovedora realidad que observa.
Son sus “Diarios de guarnición”, la columna que IDL-Reporteros publica cada 15 días.