El día en que el suboficial Chávez Infante iba a morir, el alférez que saldría junto con él a su última misión le preguntó la razón por la que tenía puesta tanta cosa. Llevaba sobre sí mismo un chaleco antibalas, pechera, cargadores con munición, linterna y con ese armatoste sobre el uniforme, sentarse al volante de la camioneta era tan incómodo como ponerse un traje de astronauta para hacer gimnasia. Chávez le respondió:
— Es que soy combatiente, mi alférez.
No erraba. Había servido en la Cordillera del Cóndor combatiendo contra las tropas de Paco Moncayo y después recaló en los diversos frentes donde las fuerzas armadas lidiaron con el terrorismo. También fue parte de un contingente que se sobrepuso a los cuarenta y tantos grados de temperatura en Haití. El Perú es ese país donde uno puede levantar una piedra y encontrar un peleador. El suboficial Chávez era uno de esos hombres bajo las piedras.
Encendió la camioneta y salió de la base llevando a los soldados que iban a custodiar las maquinarias que construyen la carretera Quinua-San Francisco. La mañana estaba fresca por la neblina que asciende rozando las quebradas y humedece los contornos de la selva. En una curva, el vehículo redujo la velocidad. De pronto, el alférez pudo ver en vivo cómo se esculpe un héroe: unos disparos de fusil rompieron el vidrio e impactaron en la cabeza del suboficial.
Casi sin vida, la inercia lo llevó a que virara el timón hacia el precipicio continuo. El oficial reaccionó y consiguió moverlo en el sentido opuesto, de manera tal, que se estrelló con un camión que pasaba de casualidad. La balacera ya estaba viva. Vivísima. Tomaba la forma de un extraño animal que silva, hiere, paraliza y desangra.
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El choque con el tráiler permitió que los soldados de la patrulla tengan la oportunidad de cubrirse del enemigo. El cabo Isaac Yaranga estaba en la tolva de la camioneta cuando un disparo le ingresó y salió por el costado derecho del cuerpo. Cayó del vehículo. En la alteración del combate y la sorpresa, nadie se percató de su suerte, hasta que le dijo al alférez señalándose el estómago:
— Mi alférez ¡me dieron! Tengo una herida aquí. Y en el codo también…
Además el chaleco con las cacerinas lo protegió de otros seis disparos que le cayeron en el pecho y quedaron a medio camino entre la tela y su corazón. Herido, estaba parado a mitad del tiroteo. Sus compañeros pudieron ver claramente los proyectiles rozándole los pies, las piernas, el tórax y la cabeza. Un suboficial de policía que también conformaba la patrulla militar, le gritó:
— ¡Yaranga! ¡Sal de allí rápido! ¡Te están disparando!
Como si su espíritu se alistara para lo peor, Yaranga le respondió:
— Mi suboficial: dígale a mi mamá que fui un buen soldado.
Para ese instante, la patrulla se había podido recomponer y repelía el ataque, a pesar que no podían precisar claramente al enemigo oculto en la densidad del bosque. Empezaban a alentarse. En eso, también en plena carretera, apareció un poblador con las manos en alto, diciendo:
— ¡No me disparen! ¡He venido a ayudar!
Era un hombre cualquiera que se cruzó entre los fuegos para ayudar a los heridos. El oficial le indicó que ayude al paramédico de la patrulla. Con el kit de primeros auxilios taponearon la hemorragia que amenazaba desangrar a Yaranga, trataban de revivir a Chávez y solucionar la crisis del resto de hombres sorprendidos por las ráfagas y las esquirlas. Momentos después, otra patrulla al mando de un capitán de ingeniería acudió en su auxilio y el peligro amainó.
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En el trayecto entre Nueva Unión y San Francisco, la gente salió a aplaudirlos y alentarlos con vítores. El rumor de la emboscada había volado y las madres y los padres creyeron ver en los heridos, al hijo que pudieran perder si la guerra continúa. Días después, cuando hablé con los oficiales y soldados que estuvieron en la emboscada y les pregunté cuánto había durado la acción; las respuestas fueron disímiles y variaron desde los cinco minutos hasta el par de horas. Siempre pasa. La adrenalina del combate tergiversa la lógica del tiempo.
Y si alguien por casualidad conoce a la mamá del cabo Yaranga, cuéntele que de verdad sigue siendo un buen soldado. Ni qué decir de Chávez Infante.