No soy ‘lobbyfóbico’. Tengo amigos lobbistas. Si un hijo me dijera: “Papá, quiero ser lobbista”, lo apoyaría de todo corazón. Y lo aconsejaría, porque algo sobre lobbismo he aprendido en mi chamba de periodista.
Aprendí, por ejemplo, que los lobbistas ayudan a que el sistema se mueva y los negocios no se estanquen. Mientras los abogados se especializan en complicar las cosas –¡para colmo se convierten en congresistas y legislan!–, los lobbistas buscan simplificar trámites, adelantar decisiones, facilitar inversiones. Si los burócratas hacen nudos, los lobbistas buscan desatarlos.
Entonces, ¿por qué esta buena gente teme salir del clóset?, ¿por qué su nombre se pronuncia con desdén? Porque somos hipócritas de doble estándar. Muchos lobbistas no son transparentes porque todavía quieren cerrar negocios y deshacer entuertos con floro, patería, cafecitos y cálidos correítos. Y este costumbrismo criollo se mantiene, claro, solo si el lobbista siente que maneja los contactos y redes para que sus pedidos tengan acogida. Vaya cuajo de algunos: liberales cuando son entrevistados y reclaman reformas al Estado; conservadores al arreglar sus asuntos profesionales. La derecha llama a esto mercantilismo. La izquierda usa más sinónimos: elitismo, clientelismo, trato discriminador.
«¿Es Blume lobbista? Su caso es fascinante porque llega al corazón del Estado».
La única cura para este lobbismo encubierto que desconoce partidos, compromete a funcionarios y atrasa a ciudadanos y gremios sin vara es la transparencia. La Ley de Gestión de Intereses (28024) y su respectivo reglamento están vigentes desde el 2004. Esa misma norma creó un registro de gestores (se accede a él a través de la página de la Sunarp), en el que, en diez años, solo se han inscrito cinco particulares y una empresa. Me duele decir esto, pero son los ‘lobby monses’, que se acogen a la transparencia que nos deben conspicuos gestores como Cecilia Blume.
¿Es Blume lobbista? Su caso es fascinante porque llega al corazón del Estado. Unos correos hackeados revelaron que pidió la prórroga de permisos de pesca al ex primer ministro René Cornejo. Salió a explicar que no lo hizo en nombre de cliente alguno, sino por un genérico interés profesional en el sector pesquero. Vaya y pase.
Luego, IDL Reporteros pilló otros correos suyos que pedían al entonces ministro de Agricultura, Milton von Hesse, decisiones para no trabar las operaciones de las plantas pesqueras de Exalmar. Funcionarios que refieren llamadas de Blume y un correo de la propia Cecilia a Von Hesse no dejan dudas de que se trataba de lo que la Ley 28024 define como acto de gestión de intereses: “Comunicación oral o escrita, cualquiera sea el medio que utilice, dirigida por el gestor de intereses a un funcionario”, para “promover sus puntos de vista en el proceso de decisión pública”.
En el reglamento de la Ley 28024, el artículo 41 sobre infracciones y sanciones, en su inciso I dice: “Actuar como gestor profesional sin estar inscrito en el registro” merece una sanción muy grave. El monto –señala el reglamento– lo fija la autoridad competente, en este caso, la PCM.
Ya pues, ministra Ana Jara. Usted que proclama que no hay lobbies en su gestión, admita que son legítimos, pero que deben ser transparentes. Y aplique la Ley 28024. Fije el monto de la sanción, publique sus citas con lobbistas, ¡dé el ejemplo!
(*) Columna publicada hoy en El Comercio, reproducida con la autorización del autor.