Es una noche de abril y nadie debe saber que ellos existen. Son los hombres de la patrulla “León” y no están en una sesión de entrenamiento, sino insertados en la laberíntica selva del VRAE.
Han hecho los esfuerzos necesarios para intentar la invisibilidad: caminan en la oscuridad, evitan los campos minados abriéndose paso a machete partido, cruzan con cuerdas estáticas las corrientes de agua y se dejan comer por las alimañas. Como en cualquier misión que implique ir más allá de la quebrada Parhuamayo, se juega de visitante y el local conoce cada recoveco. Puede parecer increíble, pero puede oler las plantas y distinguir el humor de un extraño en el follaje. El capitán al mando intenta controlar de una u otra forma lo incontrolable: el perfil oscuro de los cerros con rostro de persona, con rostro de animal, con rostro de amenaza. Por un momento piensa: “¿volveré a casa?”.
Regresará. Quien no regresará es el joven teniente Manuel Delgado, recién casado y quien le ha dicho a su esposa que volverá pronto. Con sumo cuidado, se organizan para pasar lo que resta de esa noche. Toman su GPS, se ubican. Evitan los ruidos. Al día siguiente se enteran que están formalmente en territorio hostil. Descubren indicios –pequeños tambos, envolturas vacías, sandalias—y asumen que están siendo vigilados. Deciden avanzar. Siguen hallando desperdicios de los terroristas, cuyos ojos acechan detrás de la vegetación. Se supone que aquella será la última noche.
***
No lo fue; ni esa, ni las siguientes. Con la llegada de la claridad comenzaron a ser atacados y respondieron de igual a igual. La idea en general era defenderse de manera tal que pudieran llegar a casa. El jefe de la patrulla ideó una manera: intentaría engañar sobre el punto donde los recogería el helicóptero, evitando utilizar los caminos existentes pues era un hecho que estaban dinamitados. Apoyándose en el fuego de sus armas y de una aeronave que se acercó a asistirlos, lograron comunicar la posición de donde deberían ser extraídos.
Los senderistas también jugaban su contienda. A pesar que el helicóptero abrió fuego sobre sus posibles posiciones para librar a la patrulla militar del asedio, en una zona de tanto bosque aquella acción no era una garantía de nada. Lo comprobaron a las seis de la tarde, cuando una ráfaga impactó en el cuerpo del teniente Manuel Delgado. El suboficial más próximo a él, se batió a tiros para que no se llevaran su fusil. Era una locura de insultos, de bullas y de disparos que duró otra media hora.
Cuando oscureció por completo, los terroristas decidieron lanzarse a la carga. Desde sus posiciones, la patrulla pudo ver claramente las luces de varias linternas que se aproximaban de un cerro contiguo. El fuego se hizo más intenso de una y otra parte y comenzó un diluvio bíblico. Con la lluvia, con el cuerpo del teniente Manuel Delgado y sus aparejos de combate, con la munición que comenzaba a escasear y completamente aislados, no solamente el capitán jefe de patrulla volvió a preguntarse si volvería a casa, sino que cada uno de los suboficiales y sargentos se hicieron la misma interrogante y se lo iban prometiendo a balazo limpio.
Era un tortuoso juego de ajedrez en una maraña de árboles, en el que los errores podían costarles un peón, un alfil o un jaque mate. La diferencia sustancial era que las piezas reales no tienen repuesto en este mundo. Se movían de una u otra forma para no ser rodeados y destruidos. Entumecidos, otra vez el amanecer les hizo saber que estaban vivos. De pronto, el sonido de unas explosiones reventó sobre la quebrada y el suboficial adjunto al capitán dijo:
— Morteros de sesenta, mi capitán. Nos salvamos.
La patrulla “Whisky” había llegado a reforzarlos. Sin embargo, lo que les quedaba por experimentar distaba mucho de parecerse a la frase del suboficial adjunto.