Parte I
De cómo una patrulla del Batallón Contrasubversivo N° 26, pasó una violenta noche de fiestas patrias en Madre Mía y se quedaron a vivir con ese recuerdo hasta el día de hoy, casi tres décadas después. Y se reencuentran y mantienen la misma jerarquía a pesar que tienen sus vidas hechas y derechas fuera del Ejército. Y tienen hasta un grupo de whatsapp. He visto muchos grupos en redes; grupos familiares, de ex alumnos, ex chicos de barrio, de padre de familia de colegios, de eventos por organizar y todo cuanto uno pueda imaginarse.
Este grupo de whatsapp se llama Fiesta Madre Mía.
A veces una noche puede durar toda la vida.
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En el Perú, los héroes no son automáticos. Además de esquivar balas o recibir esquirlas, los que terminan arriesgando o dejando la vida en hechos de armas, deben enfrentar cosas más fuertes que el olvido, como la burocracia. Entre el fragor político y las buenas intenciones, hay tantos términos para describirlos que, y no es broma, existen héroes nacionales, de la pacificación, defensores de la democracia y todo cuanto a uno pueda ocurrírsele. Además hay héroes que son de verdad, pero que nunca se llegarán a enterar, porque para ellos la heroicidad es una cosa de rutina.
Hace poco, al mítico coronel Justo Jara, padre del capitán Marko Jara —quien peleó hasta morir en el Cenepa— le comunicaron el recorte de la pensión. El coronel arguyó que su hijo era un héroe. Lo corrigieron: “no es un héroe. Es un caído en combate, que es otra cosa”. Así de helada puede ser la realidad, pues los héroes sea que estén vivos o muertos, también deben presentar su solicitud. Poco después vi al coronel Jara en la presentación de un libro; sin imaginarme que lo estaba viendo por última vez. Me saludó con su mano enorme y firme y hablamos sobre su origen cusqueño. Me dio su tarjeta. Tengo el recuerdo detenido en el momento en que lo conocí, cuando yo era un subteniente en el Batallón de Comandos N° 39. Justo Jara había peleado en el 65, había soportado el dolor de perder a su hijo y, medio siglo después, tuvo que volver a ponerse su boina negra para hacerle frente al muro de contención del Estado, tan poco laxo con sus defensores.
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La larga noche de fiestas patrias de 1989 de la patrulla del Batallón N° 26, no comenzó con los primeros tiros que les cayeron a la primera línea de defensa de la base, sino unos meses antes, cuando esa misma fuerza senderista atacó al atardecer del 27 de marzo la base policial de Uchiza y ejecutaron a los oficiales y suboficiales que se negaron a rendirse, de la peor forma y delante de la población civil: a varios los detonaron con dinamita activada por mecha lenta y los que tuvieron mejor suerte, ultimados a tiros.
El ataque les sirvió para que sustrajeran una cantidad importante de armamento que luego usarían en su incursión a Madre Mía. Confiados, lo planificaron con detalle, desde la noche sin luna hasta los letreros propagandísticos que colocarían encima de los cadáveres para avisarle al país que el “equilibrio estratégico” había llegado y eligieron, también con cuidado simbólico, la fecha: 27 de julio.
La tarde del 27 de julio, un capitán de ingenieros de la base de Madre Mía, la cual funcionaba en una escuela de tres aulas, y de un solo piso de ladrillos; le dispuso a los dos subtenientes del Batallón Contrasubversivo N° 26 que salieran a hacer un reconocimiento al pueblo. Ese batallón, originariamente asentado en Iquitos, se había trasladado a finales de 1987 a Tocache y había distribuido sus tropas en diferentes bases, a raíz de la declaratoria de emergencia.
Una de estas tropas eran las del subteniente Miguel Pezzini, al que todavía hoy le dicen el Lobo, o también Rocky. Fue uno de los que vino de Iquitos con los del N° 26 y antes de Madre Mía estuvo en Palma del Espino. El otro era LAFA. LAFA significa Luis Antonio Flores Aguayo. Los ex soldados que le quedaron vivos lo llaman así. Limeño de Pueblo Libre, frisaba los 24 años y no debió haber estado allí. El que debió haber estado allí era el subteniente Luis Morales Pizarro. Y no estuvo, no porque no haya querido, sino que un mes antes, a pocos kilómetros, una columna interceptó un camión en el que se desplazaba, le lanzó una granada Instalaza que rebotó en uno de los cortavientos y la explosión le lastimó los ojos. Uno de sus soldados logró alcanzar una acequia para morir en el agua abrazado de fusil, cumpliendo esa lección de que al fusil no se le abandona, que es como tu mujer.
Los senderistas conocían las limitaciones militares de Madre Mía, pues estuvieron espiando la base, a través de uno de los maestros de la escuela —quien también era vecino del local— y de una mujer que vendía pollo frito a pocos metros. También tenían interceptadas las comunicaciones radiales. Sabían, por ejemplo, que solo poseían fusiles FAL y escasamente una ametralladora. El BCS N° 26 todavía no era dotado de ese material, así que solo dependían de sus fusiles, unas cuantas granadas de mano por hombre y un solo tiro de un lanzacohete capturado del conflicto con Ecuador en 1981 y que de alguna forma que nadie puede entender entró en la corriente de abastecimiento del Ejército Peruano.
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Con tanta información disponible, los jefes sectoriales de Sendero planificaron su ataque con minuciosidad. Fueron trayendo en camiones y en botes personal y material que reunieron cerca de Ramal de Aspuzana, a seis kilómetros al este. Además, hostigaron al Ejército en Tingo María y esa distracción empeñó a las unidades que hubiesen podido tener un ápice de reacción o estar a una distancia de apoyo suficiente. Horas después, bloquearon la carretera que conducía a Santa Rosa de Yanajanca, al norte, y el poco tráfico que venía de esa parte se paralizó.
Como las relaciones entre la base y la población eran relativamente buenas, la noticia de que el ataque comenzaba a hacerse inminente comenzó a llegar, con el rumor de un cascabel. No por un aviso verbal, sino al contrario: la gente enmudeció. Ya sabían. Cada atentado tenía como preludio pueblos vacíos o simplemente mudos. Además, tres días antes, durante un paro armado, las patrullas capturaron un camión con medicinas y el conductor no supo explicar su destino.
«Extrañamente, no le tenía ningún tipo de rencor. ¿Cómo se pueden mirar a los ojos dos hombres que han estado matándose en la oscuridad y después se descubren entre ellos?»
No eran poco usuales los volantes amenazantes: “van a morir”, que se dejaban en el pueblo de sobre aviso. En realidad, nada de lo que podía ser una novedad, era algo que llamara la atención en Madre Mía. Entonces, casi con la hora del almuerzo, y después de haber desfilado por las Fiestas Patrias, la tropa se dio cuenta que los vehículos que transitaban la trocha marginal dejaron de pasar y el capitán de ingeniería llamó a los subtenientes y les ordenó que alisten sus patrullas y salgan a ver qué estaba ocurriendo. Una salió a Ramal de Aspuzana y la otra a San Jacinto.
LAFA llegó a Aspuzana y sintió que una escena de pánico se repetía. La gente completamente muda. Y los anuncios en rojo sobre las paredes mal pintadas. Una de estas tan obvia, que era como cortarla para la salida: “Viva la destrucción total de la base militar de Madre Mía”. Consiguió pintura y con trapos y brochas comenzaron a desaparecer los letreros y a sacar las banderas con la hoz y el martillo que fueron puestas sobre las casas.
-Parezco pintor, le dijo a sus hombres.
Los soldados le avisaron que había otro camión vacío. Preguntó por el propietario y, nuevamente, la única respuesta fue: “no es mío, no es mío, no es mío”. Prosiguió y un trecho más allá, en Belaúnde, halló más medicamentos de los que necesitaban todos los pueblos juntos y eso lo convenció de la inminencia de su suerte. Regresó a las cuatro de la tarde con esas noticias.
Pezzini tuvo, entre San Jacinto y Yanajanca una percepción idéntica. La carretera estaba bloqueada por troncos que fueron cortados con motosierra. Hizo que la población de los anexos ayudara en la limpieza. Retornó a Madre Mía casi con el anochecer. Tampoco tenían demasiadas opciones para esperar defenderse en otra parte. Igual, a pesar de todos estos avisos, el sitio era tan candente, que las amenazas eran parte de lo cotidiano y los sobrevivientes recién tuvieron tiempo de hilar todas estas señales cuando estuvieron en las camas de sus hospitales.
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Y sí, a pesar de la inminencia, no todos estaban convencidos por la constancia de los rumores. Ese día, había llegado la magra propina de la tropa, así que después de cenar, los que no estaban comprometidos en la guardia ni el retén, decidieron ir a jugar casino, y otros se mantuvieron en la cuadra, descansando para cubrir la guardia del segundo turno, o sea desde la medianoche hasta las tres de la mañana.
El cabo Omer Ríos Salazar era de Tarapoto y había ingresado a filas en octubre de 1988. Estaba cubriendo una facción de guardia en el primer puesto de vigilancia, cercano a la escuela, y debía de terminar el turno a las doce en punto, pero a las 11 y 15 apareció en su puesto el sargento Didí Mancuyama, a pedirle que se vaya a descansar. Ríos se negó:
-Está bacán.
-Seguro que ya te has hecho para tu juane, lo interpeló Didí.
-Déjame terminar.
-Déjame hacerme para mi juane. Anda descansa.
-¿Y si el subteniente se molesta?
-Ya hablé con él, finalizó Didí.
Lo que ocurría es que por ese puesto solían pasar civiles indocumentados que los centinelas detenían al paso y los civiles, por salir del apuro o evitarse una requisa, dejaban unos cuantos intis con los que la tropa compraba alguna cosa de comer, en especial juanes. Después de mucho insistir, Ríos Salazar accedió y se dirigió a la cuadra, sin imaginar que la próxima vez que vería a Didí sería con varios impactos de bala en el cuerpo y completamente desnudo: lo único que no le quitaron fue el calzoncillo.
No muy lejos de ese puesto, uno de los clases del BCS de apellido Saboya Fasabi, hacía de campana a uno de sus compañeros —le decían Toronjo— donde una enamorada que había conseguido al lado de la escuela. En eso se percató de algunas linternas que se encendieron en uno de los cerros y se inquietó. Saboya Fasabi comenzó a perturbar al novio:
-Algo va a pasar, Toronjo. Estoy inquieto.
-¿Qué va a pasar? Son cosas tuyas.
-Estamos segundo turno, además.
Toronjo se frustró, pero igual le hizo caso. Llegaron a la cuadra, vieron a los demás jugando cartas y haciéndose bromas. Sonaba una canción de los Shapis:
Lima, que me has hecho, Lima
que cuando te nombro,
yo siento en mi cuerpo,
el sabor de chicha…
Eran casi las 11 y 30 de la noche que perduraría por el resto de sus vidas para los que vivieron. Estaba por comenzar lo que llamarían la fiesta. Y al ritmo de Jaime Moreyra y Chapulín el Dulce, los Shapis. Todo se inició con la primera explosión. Al poco rato, unas balas trazadoras disparadas desde el cerro que dominaba las paredes de la escuela, los señaló como el objetivo por batir.
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Decenas de granadas Instalaza comenzaron a caer sobre la escuela y los puestos defensivos. Además del armamento moderno que pudieron obtener del ataque a la base policial de Uchiza, los senderistas contaban con cinco ametralladoras. Mientras bombardeaban el colegio, seguían desembarcando gente en botes, casi a espaldas de los cuarenta hombres de Pezzini y LAFA.
Varios de los soldados que se encontraban en la cuadra, confesaron que se quedaron paralizados o esperaban que la cosa quedara allí y simplemente no se movieron. El Lobo Pezzini se puso a gritar que ocuparan sus puestos. Y como algunos aun así, permanecían petrificados, les dio de cachetadas y gritó: “sino se defienden van a morir”. Uno de los cabos de Madre Mía, reconoció después:
-Pezzini tenía la mano tan grande, que con la cachetada no me quedó de otra que ir a mi puesto.
LAFA comenzó a gritar que abandonen las aulas, pero los soldados se dieron cuenta que disparaban a las puertas, así comenzaron a salir rampando. Mientras la guardia repelía el ataque, los de la cuadra salieron afuera, y se reunieron en un montículo de cascajo que serviría para construir una loza deportiva. Los subtenientes los organizaron por sectores. El grupo que regresó a las aulas comenzó a hacer una ruma con las carpetas hasta alcanzar las ventanas con enrejado, y por parejas, mientras uno disparaba, el otro abastecía las cacerinas. Estuvieron allí hasta el momento en que los primeros senderistas se acercaron hasta la misma pared y lograron arrojar por la ventana, baldes con explosivos. Los defensores salieron volando. Las carpetas cayeron y comenzaron aparecer boquetes entre las paredes.
Desde los primeros tiros, el operador de radio había comenzado a comunicarse con el puesto de comando del batallón. En otras estaciones también se les escuchaba sin poder hacer nada. A decenas de kilómetros, el teniente José Dueñas Cosío escuchaba los pedidos de apoyo, y el sonido de las metrallas y explosiones. Hasta que se toparon con el silencio. La radio de Madre Mía también cayó destrozada, como si se tratara de un combatiente eliminado. Dueñas no quería imaginarse lo que estaba pasando. El único apoyo que le podía dar era una buena cantidad de padrenuestros y avemarías.
En otra de las esquinas, el soldado Saboya Saboya, ex integrante de Sendero Luminoso, se batía a tiros contra sus ex compañeros, a la vez que lo insultaba lo más que podía, hasta que le acertaron tres tiros en el hombro y cayó sobre la carretera. Poco después, de puro suertudo, uno de los hombres de su patrulla lo ató con una correa y lo arrastró hasta ponerlo a buen recaudo.
Después de tres horas de resistencia, el sargento José Mori Macanilla, apodado “Chacal”, tomó el lanzacohetes ecuatoriano que nadie sabía qué hacía allí y se lo entregó a Pezzini, quien ya había ubicado los fogonazos rabiosos de una de las ametralladoras y le dio un tiro certero, aunque para ese momento ya estaba herido en una de las piernas. Varios años después de ese impacto, conoció a un hombre manco. Cuando le preguntó dónde había perdido su extremidad, este le confesó que había participado en el ataque a la base del Ejército en Madre Mía y mientras disparaba una MAG, le cayó de lleno un tiro de lanzacohetes.
Extrañamente, no le tenía ningún tipo de rencor. ¿Cómo se pueden mirar a los ojos dos hombres que han estado matándose en la oscuridad y después se descubren entre ellos?
Parte II
¡Ríndete, moroco!
A las tres de la mañana y con la munición cada vez más escasa, LAFA, Pezzini y sus soldados se dieron cuenta que debían de abandonar sus posiciones en la escuela y retroceder a la lomada próxima. Los estaban matando. LAFA escuchó al cabo de su lado gritar que estaba herido. Introdujo su mano en una cavidad de su cuerpo y descubrió un hueco con sangre.
Los atacantes se aproximaban cada vez más y con precisión. Entonces, comenzó un poco amable diálogo entre las partes, que quedó registrado en los informes posteriores. Desde la penumbra podía oír las conminaciones del enemigo. Y las respuestas de su gente:
-¡Ríndete moroco! ¡Solo queremos a los oficiales!
-¡Nosotros no nos rendimos!
-¡Ríndanse miserables!
-¡Tu madre se va a rendir!
-¡Moroco! No defiendas a ese perro del Alan García.
Una Instalaza atravesó los árboles y cayó de lleno en uno de los puestos. El que la lanzó, se olvidó de quitarle el seguro, así que en vez de estallar, le dio un golpe medio mortal a un hombre de la patrulla de LAFA. Ya estaban casi frente a frente. Con un lanzacohetes, dispararon a la pared principal y el estallido le dio de lleno al sargento Erlito Ricopa, esquirlándole los ojos. Completamente ciego y ensangrentado, avanzó a tientas hacia una pequeña habitación donde había una cama, y se acostó a ver si se moría. No era su hora. Al poco rato, los primeros senderistas que llegaron hasta el local lo encontraron y lo creyeron muerto, así que no lo remataron. Solo le quitaron el fusil, las botas y la ropa.
Para esa hora, ya habían muerto los sargentos Alcibiades Torres, Didi Barbarán, Manuel Solisvan; los cabos Wilson Inuma, Francisco Yaicate, Wilson Tamani y el soldado Segundo Hidalgo. Quedaban treinta y dos. Y de estos, doce ya estaban heridos, la mayoría con esquirlas, fracturas e impactos de arma de fuego. Entre ellos se ayudaban y jalaban.
Uno de los heridos, con cinco balas en el cuerpo, le dijo a su oficial:
-Mi subteniente máteme por favor. Hágalo usted, porque no quiero que hayan sido los terrucos.
La decisión replegarse en la mala hierba fue providencial. Los senderistas cometieron uno de los primeros errores que les significó perder una victoria casi segura. Cuando aparecieron por la construcción, sus compañeros del lado opuesto los confundieron con la tropa del Ejército que la estuvo defendiendo y los fusilaron. Les gritaban:
-¡Alto al fuego, camarada! ¡Somos del Partido!
Como seguro que no ensayaron esa parte de su avance, sus compañeros no se detuvieron y se ocasionaron más de veinte muertos.
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Finalmente estaban frente a frente. Pezzini y LAFA en la parte baja de la lomada y los senderistas en el alto. La ventaja a pesar de la poca luz estaba demasiado manifiesta, así que individualmente cada uno separó una granada para auto eliminarse si la ocasión lo ameritaba, pues tenían claro que no iban a ser prisioneros de guerra.
La munición comenzó a escasear, así que los dos subtenientes comenzaron a ordenar que solo dispararan de donde advirtieran la salida de los fogonazos.
Los senderistas refirieron su nueva posición, y además encendieron fogatas para impedir una fuga. Incluso tenían bengalas, que iluminaban sus escondrijos. Uno de estos se estaba aproximando, cuando un sargento le lanzó una piña. Gritó:
-¡Moroco de mierda!
De inmediato comenzó otra lluvia de granadas; una de las cuáles estalló al lado del subteniente Pezzini, quien creyó que se había quedado sin pierna por la explosión. Como entendió que iba a morir, comenzó a arrastrarse en dirección de los senderistas. Y en eso, se topó con el soldado Jorge Saboya y el suboficial Jerry y lo detuvieron, lo llevaron hacia un foso y Saboya le hizo un intercambio:
-Deme su fusil, ya no tengo munición. Quédese con mi granada.
Era tanto su dolor, que comenzó a gritar, lo que estaba atrayendo otra granizada de Instalazas. No les quedó de otra que romper un trapo y colocárselo en la boca. Aunque LAFA no lo recuerda claramente, la gente de su patrulla contó en sus manifestaciones posteriores que se puso de pie, y varias veces dejó mudos a sus contrincantes, gritándoles:
-Aquí estoy ¡Mátenme pues!
Y en otras ocasiones:
-¡Ya viene el toco toco! (helicóptero)
La tropa, sin ponerse de acuerdo tampoco para eso, comenzaban a decir: “toco toco toco toco” y la fusilería cesaba. Cuando comprobaban que era una treta, la reanudaban. Los hombres del BCS N° 26 estaban completamente rodeados, escondidos en la grama, con la única granada de mano separada para ellos mismos. Entre ellos, dispersos, tampoco podían verse, así que de a uno o en parejas, se sentían solos, esperando por inmolarse con su enemigo.
Sin embargo, como en esas películas cuyo desenlace se da en las últimas escenas, la salvación vino por arriba. Quizás Pezzini se sintió como Tom Hanks cuando interpretaba al capitán John H Miller en Rescatando al soldado Ryan, y en Ramelle agotaba la poca vida que le quedaba, cuando aparecieron los aviones antitanque Mustang P-51. Solo que salvando distancias porque Madre Mía no se parece un ápice a Ramelle, aquí aclaró y con la claridad los helicópteros de la Fuerza Aérea si aparecieron de verdad y ya no eran el toco toco de los soldados. Los senderistas echaron a correr, y Ríos Salazar y los otros salieron de sus refugios y contraatacaron. Mientras recorrían disparando el camino en dirección a la carretera, se toparon con decenas de cadáveres —muchos de estos vestidos de negro que los identificaba como la Fuerza Principal— y un entrevero de sangre con cascajo y grama.
LAFA halló más adelante lo que reflejaba no solamente esa noche, sino la guerra entera: dos hombres que se habían matado entre ellos, a menos de un metro, a balazo limpio. Uno era un sargento de la base de Madre Mía. Y el senderista con el que se enfrentó era un ex sargento del mismo batallón N° 26, que se había pasado de bando después de hacer su servicio militar.
Cuando los helicópteros se posaron en tierra, el general Arciniegas, comandante general del Destacamento, vio el campo de pánico. Miró a LAFA, que recién sentía dolor y como ya no le importaba nada, le pidió:
-¿Tiene un cigarro, mi general?
Un arsenal acompañaba a los muertos. Fusiles de todos los tipos conocidos, pistolas, revólveres, escopetas, lanzagranadas, radios, granadas de humo, granadas API y de mano y quesos rusos preparados en baldes de pintura. En la rebusca de las casas, hallaron dos mujeres asesinadas, acusadas por la Fuerza Principal de haber alertado al Ejército del ataque.
La evacuación fue rápida, a diversos hospitales. Los menos graves, llenos de esquirlas o con fracturas, quedaron internados en la región y los que revestían mayor gravedad, los llevaron a Lima. No alcanzaron a despedirse y algunos recién volvieron a verse casi 20 ó 25 años después. Unos lloraban, otros se reían de nervios. El destino los iría conduciendo por diversos lugares, con diversas suertes, pero la noche del 27 de julio de 1989 seguiría todos los días de su vida, a todas partes, a toda hora.