Artículo publicado en The Washington Post.
El gran poder de las palabras en tiempos de guerra tiene dos filos. El periodista Edward Murrow, por ejemplo, describió cómo Winston Churchill “movilizó al idioma inglés y lo lanzó a la batalla…” en la hora más negra de Inglaterra y Europa en la Segunda Guerra Mundial. Así fue. No hubo mejor general que la lengua inglesa hecha fuego y heroísmo en los combates que llevaron a la primera y decisiva victoria contra el nazismo.
El filo opuesto lo representa la “guerra contra las drogas”, que este mes cumple 50 años. Richard Nixon, el complejo presidente estadounidense que la declaró en junio de 1971, no movilizó al idioma inglés sino a burocracias cautivas de una metáfora (las drogas son «el enemigo…”) inadecuada y torpemente aplicable al problema que trataron de enfrentar.
El cautiverio bajo el poder de la metáfora equívoca ha durado medio siglo. Abunda en narrativas trepidantes de osadía, corrupciones, extravagancias, excesos y traiciones que se cuentan y contarán desde Hollywood y Netflix, hasta los narcocorridos mexicanos y los bailes de carnaval en la selva del Vraem en Perú, donde campesinos cocaleros danzan la representación del aterrizaje precario y apurado de las narcoavionetas, en el primer paso de la ruta clandestina hacia el mercado final.
Ganó la narrativa pero ganaron más las burocracias creadas para librar una “guerra” que prontamente percibieron no podía tener fin y resultó, por eso, buena: una fuente sin término de presupuestos, contratos, compras, poder e influencia que creó economías enfrentadas con el narcotráfico, pero dependientes de él.
Lo que no se ganó fue la “guerra”, puesto que el narcotráfico continuó, se adaptó y expandió. Es que nada tenía de “guerra” la dinámica de un gran mercado de psicotrópicos potentes (y muchas veces peligrosos) en boom desde la segunda parte de la década de lo 1960 en Estados Unidos sobre todo, cuyo inmenso margen de ganancia movilizó energías empresariales en la América Latina de la década de 1970 y después.